MI JEFE, MI ESPOSO
MI JEFE, MI ESPOSO
Por: A.D.
1

—Señorita Ortega, ¿qué parte de urgente no comprendió?—

La voz de Alejandro De la Vega retumbó por toda la sala de juntas como una maldita bomba de precisión. Fría. Letal. Precisa. Y, para colmo, acompañada de una mirada que podría congelar lava.

Tragué saliva. Todos los directivos me miraban, algunos con lástima, otros disfrutando el espectáculo como si fuese una función de circo. Me sentía como el payaso trágico con un expediente entre las manos.

—Lo siento, señor De la Vega. El documento tardó más de lo esperado en impresión—intenté mantener la voz firme, pero incluso mis pestañas temblaban.

Él no respondió. Solo me observó con esos ojos grises como acero fundido. Fríos, sí, pero con una intensidad tan incómoda que me hizo preguntarme si podía leer hasta mi última inseguridad. Tal vez podía.

Me giré sobre mis tacones —demasiado altos, por cierto, ¿por qué seguía poniéndomelos?— y me tragué las lágrimas con el mismo orgullo con el que una reina se pone su corona. Porque eso era lo único que me quedaba: orgullo y un sueldo que apenas alcanzaba para pagar el alquiler de un departamento que tenía más humedad que privacidad.

Cuando regresé a mi escritorio, con el corazón todavía latiendo en mi garganta, el teléfono vibró.

Papá.

—¿Hola? —respondí, apretando el auricular contra mi oído.

—Mari… —la voz temblorosa de mi padre me hizo enderezarme—. Necesito que vengas a casa. Es urgente. Es sobre la empresa.

Y entonces supe que ese día aún tenía espacio para empeorar.

La casa de mis padres seguía igual: la tapicería beige que mamá eligió antes de morir, los portarretratos llenos de recuerdos que ahora sabían a melancolía, y el olor a café quemado que papá nunca aprendió a evitar.

—¿Qué pasa? —pregunté apenas cerré la puerta del estudio.

Él estaba ahí, detrás de su escritorio, con los ojos hundidos y los hombros vencidos. El hombre que una vez fue mi héroe parecía ahora una versión en ruinas de sí mismo.

—La empresa… —sus dedos se enredaban entre sí—. Vamos a la quiebra, Mariana.

Sentí un zumbido en los oídos. No, eso no podía estar pasando. La fábrica de mi familia había sobrevivido a dos crisis económicas, una pandemia y hasta un intento de fraude. No podía terminar así.

—¿Cuánto? —pregunté, en automático.

Él levantó la mirada y ahí estaba el golpe final.

—Una cifra impagable. Pero hay algo más… El principal acreedor… es De la Vega Corporation.

Mi mundo se detuvo.

¿Alejandro? ¿Mi jefe? ¿El mismo hombre que me había humillado esa mañana con la gracia de un emperador romano arrojando a alguien a los leones?

—¿Por qué nunca me lo dijiste?

—Quería solucionarlo… antes de que te afectara.

Me reí. Un sonido seco, ácido.

Demasiado tarde.

No dormí. Ni una maldita hora.

Al día siguiente entré a la oficina con la seguridad falsa que da el delineador perfecto y el café cargado. Toqué la puerta de su despacho como quien toca la de una celda.

—Adelante —dijo su voz al otro lado. Grave. Serenamente intimidante.

Entré.

Él estaba ahí, detrás de su escritorio, como un dios moderno: traje negro, reloj de lujo, y esa expresión inescrutable que me hacía odiarlo tanto como me desconcertaba.

—Necesito hablar con usted —dije.

—Ahora sí es urgente —musitó sin levantar la vista del portátil.

—Es sobre la deuda de mi padre.

Entonces sí me miró. Y cuando lo hizo, sentí cómo mi piel se erizaba. Algo en sus ojos había cambiado. No era frialdad, no era desdén. Era… evaluación. Como si estuviera calculando el valor de cada palabra que iba a decir.

—¿Quieres una prórroga?

Asentí.

Él se levantó. Caminó hacia mí. Con calma. Con esa manera suya de moverse, como si el mundo entero le perteneciera y él eligiera en qué parte de él pisar.

—Tengo otra oferta.

Mi corazón se aceleró.

—¿Qué tipo de oferta?

Él se detuvo a solo un paso de mí. Su proximidad era un arma. La usaba bien. Como todo lo demás.

—Cásate conmigo.

El silencio que siguió fue tan espeso que casi podía masticarse.

—¿Qué?

—Un matrimonio por contrato. Seis meses. Viviremos juntos, asistiremos a eventos, daremos la imagen de una pareja sólida. Cuando termine, cada uno volverá a su vida. Yo cancelaré la deuda de tu familia. Y tú… me ayudarás a resolver un pequeño problema de imagen.

Lo miré como si estuviera loco. Porque lo estaba. ¿Quién demonios ofrecía matrimonio como solución de negocios?

—¿Qué problema de imagen? —pregunté, sin poder evitarlo.

Sus labios se curvaron en una sonrisa seca.

—Digamos que necesito parecer… más humano. Menos inalcanzable. Alguien con una esposa devota. Alguien confiable para ciertas negociaciones internacionales. Y tú… eres perfecta para eso.

Perfecta. Como quien elige un vestido a medida.

—¿Y qué hay del amor? —pregunté, con la ironía goteando de mi voz.

—No está en el contrato —respondió.

Esa noche lloré. No como en las películas. No con lágrimas silenciosas y mirada al infinito. Lloré con la cara hundida en la almohada, los ojos hinchados y la desesperación apretándome el pecho como un cinturón de castidad emocional.

¿Cómo llegué hasta aquí?

¿Cómo terminé con la vida hipotecada por un apellido?

Estaba vendiendo mi libertad. Mi dignidad. Mis sueños de una boda por amor, de alguien que me mirara como si fuese todo su universo. No como un trato conveniente.

Pero entonces pensé en mi padre. En sus manos temblorosas. En la fábrica donde aprendí a caminar. En mi madre. Y supe la respuesta, aunque doliera.

Marqué su número.

Una, dos, tres veces.

Contestó en la tercera.

—Sí —le dije, con la voz más firme que pude reunir—. Me caso contigo.

Silencio.

Luego, su respuesta:

—Bien.

Una pausa.

—Estás contratada… como mi esposa.

No colgó de inmediato. Me dejó ahí, con el auricular contra la oreja, escuchando su respiración pausada. Como si saboreara mi rendición. Como si estuviera evaluando cada milisegundo de silencio para descifrar si había flaqueza en mi voz.

—Mañana a las ocho —dijo al fin—. En mi casa.

—¿Tu casa?

—¿Esperabas una oficina para firmar un contrato matrimonial? —su tono fue cruelmente práctico, aunque casi imperceptiblemente divertido—. Vamos a ser marido y mujer, Mariana. Lo mínimo es que sepas dónde vas a vivir.

Y colgó.

Me quedé con el celular aún en la mano, con el rostro pálido reflejado en el espejo de mi habitación. Mi reflejo no parecía el de una mujer que acababa de venderse. Más bien, parecía el de alguien a punto de caminar hacia una hoguera, sabiendo que nadie la va a sacar de ahí. Ni siquiera él.

Dormí poco, lo justo para no desfallecer. Y soñé con cadenas de oro. Con anillos demasiado pesados. Con ojos grises que me miraban sin prometer absolutamente nada.

A las siete de la mañana ya estaba frente a su edificio. No sabía por qué me había esforzado tanto con el vestido negro entallado y el abrigo camel, ni por qué había gastado veinte minutos decidiendo qué peinado me hacía lucir más… digna. Como si eso importara.

El portero ya me esperaba.

—Buenos días, señorita Ortega —dijo, sin sorpresa alguna. Como si recibir a mujeres para reuniones privadas con Alejandro De la Vega fuera parte de su rutina matinal.

Me llevó hasta el último piso. Un penthouse con vista panorámica a la ciudad, lleno de silencio y mármol. Tan frío y perfecto como él. El portero me dejó sola. Ni una palabra más.

Estaba en medio del salón, dudando si quedarme de pie o sentarme en uno de esos sofás que parecían sacados de una revista de diseño, cuando lo vi. Alejandro, de pie junto a una cafetera automática, en camisa blanca remangada y pantalón oscuro. No llevaba chaqueta. Ni corbata. Ni armadura. Solo él. Peligrosamente humano.

—Puntual —dijo sin mirarme directamente.

—Soy secretaria. Sé la importancia de los horarios.

Me observó de reojo. Lo noté, aunque fingí que no. Sus ojos bajaron desde mi rostro hasta el abrigo que aún no me quitaba. Y algo en su expresión cambió. ¿Evaluación? ¿Curiosidad? ¿Deseo? No. Imposible.

—¿Café? —preguntó, como si esto fuera una cita y no una transacción.

—Estoy bien, gracias.

Se encogió de hombros y se sirvió uno para él. Entonces caminó hacia una carpeta negra sobre la mesa de cristal, la abrió y me la ofreció.

—Aquí están los términos.

Avancé. Las manos me temblaban un poco, aunque lo disimulé como pude. Tomé el documento y comencé a leer. Cláusulas, condiciones, fechas. Seis meses de matrimonio. Apariciones públicas. Residencia compartida. Confidencialidad total. Y al final, la promesa de liquidar todas las deudas de la empresa Ortega.

Una jaula de oro. Con llave y todo.

—¿Hay algo que te incomode? —preguntó, sentándose frente a mí.

—¿Solo uno de los dos puede salir si alguno lo pide?

—La cláusula está pensada para evitar que alguno huya en medio de un escándalo —respondió, con los dedos entrelazados—. Pero si hay un motivo serio, podremos renegociar.

—¿Y qué pasará cuando terminemos?

Me miró en silencio. Luego, con una sonrisa casi imperceptible, dijo:

—Volverás a ser libre. Y yo... volveré a ser el soltero más codiciado del país.

Qué cómodo le resultaba todo. Qué simple era para él desarmar mi vida, reducirla a papeles y cláusulas y fingimientos elegantes.

—¿Y hay condiciones íntimas? —pregunté, tragando mi orgullo.

Sus ojos brillaron.

—¿Te refieres a sexo?

Asentí sin apartar la mirada.

—No está en el contrato —dijo, con voz baja—. Pero si ocurre… será porque ambos lo deseamos.

Ese "si" quedó flotando en el aire como una promesa envenenada.

—Bien —murmuré, cerrando la carpeta—. ¿Dónde firmo?

Él deslizó la pluma hacia mí.

—¿Estás segura, Mariana?

—Tan segura como alguien que está vendiendo su alma por la de su padre.

No respondió. Pero sus ojos me sostuvieron, y por un momento creí que había algo más bajo esa fachada de hielo. Algo… humano. Peligrosamente humano.

Firmé.

Y entonces él tomó la carpeta, firmó su parte y la cerró con un leve clic que sonó como una sentencia.

—Felicidades, esposa —dijo sin una gota de emoción.

Me levanté. Sentía las piernas de algodón.

—¿Y ahora?

—Ahora, haremos público el compromiso. Mañana a las ocho en punto. Cena con inversionistas y prensa. Quiero que llegues conmigo. Sonríe. Usa algo rojo.

—¿Rojo?

—Quiero que todos sepan que eres mía.

Su tono era tan cortante, tan posesivo, que un escalofrío me recorrió el cuerpo. No era una sugerencia. Era una orden. Pero lo peor… lo más confuso… fue que una parte de mí no se sintió ofendida.

Se sintió viva.

Cuando salí del edificio, el viento me golpeó con fuerza. Caminé sin rumbo durante minutos. La ciudad seguía en su ritmo vertiginoso, pero para mí, todo estaba suspendido. Como si acabara de atravesar un portal hacia otra versión de mi vida.

Una donde ya no era la secretaria discreta, la hija devota, la mujer invisible.

Ahora era… la esposa contratada del hombre más arrogante y deseado de la ciudad.

Y aunque mi corazón gritaba que huyera, una parte más oscura, más callada… sonreía.

Quizás lo peor no era casarme con Alejandro De la Vega.

Lo peor era que ya empezaba a preguntarme cómo sería besarlo.

Y eso sí que era peligroso.

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