Lautaro siempre fue el chico invisible. Jenifer, la sonrisa que iluminaba el colegio. Pero detrás de las apariencias, ambos cargaban un dolor silencioso. Cuando una noche el vacío amenaza con llevarse todo, sus caminos se cruzan en el lugar menos esperado: al borde de un puente, entre el grito de auxilio y la necesidad de ser salvados. En una ciudad donde todos parecen mirar hacia otro lado, dos jóvenes encuentran en el otro una razón para no rendirse. No tienen promesas. No tienen respuestas. Solo tienen el silencio compartido, y la certeza de que no están tan solos como creían.
Leer másLautaro siempre había sido un chico silencioso. No porque no tuviera nada que decir, sino porque desde muy joven aprendió que a nadie le importaba escucharlo. A sus 19 años, arrastraba cicatrices invisibles, pero que ardían cada vez que alguien lo miraba como si no existiera. En casa, el silencio era lo único que lo envolvía; y fuera de ella, no esperaba nada distinto.
Jenifer, en cambio, era luz. Sonreía en los pasillos del colegio, hablaba con todos y parecía no tener tiempo para la tristeza. Al menos, eso era lo que todos veían. Solo ella sabía lo que ocurría al cerrar la puerta de su casa. Solo ella conocía el filo de las palabras de su madre, los desprecios, la indiferencia. Y esa noche, ya no pudo más. Lautaro la vio salir corriendo del barrio, llorando, con una desesperación que jamás había visto en nadie. La reconoció de inmediato. Era imposible no hacerlo: Jenifer era esa chica que todos creían feliz. Pero esa noche… algo en su mirada gritaba auxilio. Sin pensarlo, dejó todo y la siguió. La vio caminar sin rumbo, cruzar calles sin mirar, hasta llegar al puente de la ruta vieja. Y cuando ella subió al borde, con las manos temblorosas y el viento enredándole el cabello, él supo que no podía quedarse ahí parado. —¡No lo hagas! —gritó Lautaro, corriendo. Ella lo miró, sorprendida. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero su rostro mostraba una calma dolorosa. —No tenés idea de lo cansada que estoy… —susurró Jenifer, sin apartar la vista del vacío. —No, no la tengo —respondió él, acercándose con cuidado, como si un mal paso la hiciera caer—. Pero yo también estoy cansado. Más de lo que imaginás. Y entonces todo fue confusión: gritos, forcejeos, llanto. Lautaro la abrazó con fuerza, mientras ella se resistía entre sollozos, pidiéndole que la dejara, que no valía la pena. Pero él no la soltó. —No sé si esto se puede arreglar —dijo con la voz rota—, pero si te vas ahora… yo también me voy a perder. Y no quiero eso. No otra vez. Jenifer se quebró. Y en ese instante, en medio de la oscuridad y el frío, nació algo que ni el dolor pudo destruir: un lazo real. Ella aún temblaba. Sus manos se aferraban al borde del puente mientras el viento agitaba su cabello mojado por las lágrimas. Lautaro la sostenía con fuerza, como si soltarla significara dejar que el mundo se rompiera aún más. —¡Soltame! —gritó ella entre sollozos—. ¡Ya no puedo más! ¡Estoy harta de fingir, de sonreír para todos, de que nadie vea que me estoy muriendo por dentro! Él no decía nada. Solo la sujetaba, con los ojos clavados en los suyos. —Mi mamá no me quiere, ¿sabés? —dijo con la voz quebrada—. Me trata como si fuera una carga, como si yo no valiera nada. Y yo… yo empecé a creerlo. Porque si ni siquiera tu propia madre te ama, ¿quién lo va a hacer? Lautaro tragó saliva. Sus manos seguían temblando, pero no la soltaba. Algo dentro de él ardía, algo que había callado durante años. —Te entiendo —susurró al fin—. Porque yo también me cansé. De intentar ser alguien que mi familia respetara. De fingir que no me dolía que me ignoraran, que me compararan todo el tiempo con mi hermano. Jenifer lo miró con los ojos rojos, desconcertada. No esperaba esa respuesta. —¿Tenés hermanos? —Sí. Tiago. El orgullo de la familia —dijo Lautaro con amargura—. El que juega bien al fútbol, el que saca buenas notas, el que tiene a todos comiendo de su mano. Yo… yo soy el que no sirve para nada. El que no habla. El que no encaja. Bajó la mirada. Por un instante, parecía más frágil que ella. —Pero lo que nadie sabe —continuó— es que también soy inteligente. Que me paso las noches estudiando cosas que nadie me enseña. Que soy bueno dibujando. Que tengo ideas. Solo que nunca me dejaron demostrarlo… porque ya habían decidido que yo no valía lo mismo que Tiago. Jenifer lo observó. Por primera vez, no veía al chico callado del colegio. Veía a alguien tan roto como ella. Tan invisible como ella. —¿Y por qué viniste? —preguntó, con la voz apenas audible. Lautaro respiró hondo. —Porque vi en tus ojos el mismo vacío que siento todos los días. Y no quise que te fueras creyendo que estabas sola… cuando yo también estoy acá. Un silencio profundo los envolvió. El ruido lejano de los autos, el viento, las luces de la ciudad allá abajo. Y en medio de todo eso, dos almas que por fin se habían encontrado. Jenifer se dejó caer de rodillas, agotada, y rompió en llanto. Lautaro se arrodilló junto a ella y la abrazó, con una ternura que ni él sabía que tenía. No dijo nada más. No hacía falta. Ese abrazo fue el primer hogar que ambos conocieron. --- Después de un rato, decidieron caminar en silencio por las calles húmedas, bajo un cielo sin estrellas. Jenifer seguía temblando, ya no por las ganas de rendirse, sino por el peso que aún cargaba. Lautaro iba a su lado, con las manos en los bolsillos y la vista al frente, como si con solo estar ahí pudiera protegerla de todo. No hablaron. No hacía falta. El silencio entre ellos era distinto: no era incómodo, era compartido. Cuando llegaron a la esquina de la casa de Jenifer, ella se detuvo. Las luces estaban encendidas. Se quedó mirando la puerta como si fuera la entrada a una jaula. —No quiero entrar —susurró—. Me va a gritar otra vez. O peor, va a hacer como si no existiera. Y eso... duele más. Lautaro apretó los dientes, sintiendo una impotencia que lo quemaba por dentro. Quería decirle que se fuera, que viniera con él, que escaparan juntos. Pero sabía que no tenía nada mejor para ofrecer. Su casa era otra cárcel. —Si pudiera, te llevaría a otro lugar —dijo—. Pero el mío... también es un infierno. Jenifer lo miró. No con pena, sino con esa conexión silenciosa que solo quienes han sufrido de verdad pueden compartir. —Gracias por seguirme —murmuró, bajando la mirada—. Si no fuera por vos... ahora mismo no estaría acá. Lautaro asintió, tragando las palabras que no sabía cómo decir. —¿Mañana… nos vemos? —preguntó ella, con una tímida esperanza en la voz. —Sí. Donde vos quieras. Jenifer dio un paso hacia él. Dudó. Luego, le dio un abrazo rápido, como si temiera que durara demasiado y se rompiera. Después, se dio vuelta y caminó hacia la puerta. Lautaro la vio entrar. Escuchó una voz fuerte desde adentro. Una mujer. Un grito. Y luego silencio. Bajó la vista. No podía hacer nada… no todavía. Se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia su casa. Sabía que al entrar, su padre no lo miraría. Que su madre apenas lo saludaría. Que Tiago estaría cenando como un rey, como si todo girara a su alrededor. Pero esa noche, algo era distinto. Esa noche, alguien sabía que él existía.El silencio de la cabaña era espeso, casi tan sofocante como las cuerdas que le apretaban las muñecas. Lautaro mantenía la mirada fija en el suelo de madera astillada, evitando cruzar los ojos con la Rusa, que lo observaba desde la penumbra con esa sonrisa torcida que lo ponía enfermo.El dolor en sus brazos y en el rostro por los golpes no era lo que lo preocupaba. Él había aprendido a resistir, a soportar el dolor físico. Lo que lo mantenía despierto, con el corazón golpeándole en el pecho como un tambor desbocado, era otra cosa: el miedo.Pero no miedo por sí mismo.No miedo a morir.El miedo era por ellas.Jenifer, su novia, la chica que había creído en él incluso cuando todos lo daban por perdido. Erica, con ese cariño silencioso, tan fuerte y peligroso a la vez, que lo acompañaba incluso desde la distancia. Su tía Gabriela, que había sido como una madre para él, que lo había cuidado desde siempre y que nunca dejó de confiar en su capacidad de salir adelante.Y también estaban Ag
La tarde caía sobre Buenos Aires y el aire pesado de verano parecía volverse aún más sofocante dentro de la casa de Gabriela. El reloj marcaba más de tres horas desde la hora en que Lautaro debía haber llegado, y la ausencia de noticias comenzaba a convertirse en un silencio insoportable.Gabriela se pasaba las manos por el cabello, caminando de un lado al otro del living, mientras Jenifer estaba sentada en el sillón con el celular apretado entre sus manos, revisando cada notificación, cada mensaje que pudiera darles una pista. Erica, en cambio, se encontraba de pie junto a la ventana, con la mirada perdida en la calle oscura, como si esperara que en cualquier momento Lautaro apareciera doblando la esquina.—No puede ser… algo pasó —dijo Gabriela finalmente, rompiendo el silencio—. Lautaro no es de desaparecer así. Tenía que llamarnos apenas llegara.Jenifer apretó los labios y bajó la mirada. Sentía que algo se quebraba dentro de ella, una punzada de miedo que no lograba contener.—Y
El vuelo descendía suavemente sobre Buenos Aires, con el resplandor del sol recortando las alas del avión. Lautaro, campeón bajo el peso reciente de la gloria, apoyaba la frente contra la ventana, mirando el suelo argentino que volvía a recibirlo. Las imágenes del torneo pasaban rápidas en su mente: la adrenalina del último partido, los abrazos de sus compañeros, la emoción de levantar la copa. Era un sueño cumplido, pero la victoria traía consigo un eco inquietante. Desde hacía días, una sombra lo perseguía en silencio: la Rusa, un fantasma del pasado que había jurado volver por él.Su corazón no descansaba con el triunfo. Había sonreído frente a las cámaras, había gritado con sus compañeros, pero en su interior una voz insistente lo empujaba hacia la preocupación. La Rusa estaba viva. Y donde estuviera, lo buscaba.Suspiró hondo, ajustándose la campera antes de levantarse. El avión aterrizó, y el bullicio de los pasajeros invadiendo el pasillo lo devolvió a la rutina mundana. Caminó
El rugido del estadio se alzó como un trueno cuando la pelota besó la red. Lautaro, jadeante, vio cómo el marcador se iluminaba con un 1-0 que encendía la esperanza de todo el equipo. Había sido un gol trabajado con el alma, con cada gota de sudor y sacrificio acumulados en esas semanas de lucha.El tiempo en el reloj marcaba ochenta minutos. Solo quedaban diez. Diez minutos que parecían eternos, diez minutos que podían darles la gloria o arrebatarles todo.Lautaro sintió un nudo en la garganta. Su pecho ardía por la exigencia, pero también por la emoción. Sabía que ese gol no era solo un punto en el marcador: era un grito de vida, un mensaje de que podían lograrlo. Apretó los puños, se golpeó el pecho y miró hacia el cielo. "Por vos, por ustedes", murmuró en silencio, pensando en Gabriela, en Gonza, en Agustina… y en esas dos presencias que lo desestabilizaban tanto: Jenifer y Erica.---En una pequeña casa en Argentina, los ojos de tres mujeres estaban pegados a la pantalla del tele
El estadio vibraba. En Lima, miles de personas agitaban banderas y llenaban el aire con cánticos que hacían temblar hasta el concreto de las tribunas. El césped estaba perfecto, verde intenso, iluminado por los reflectores como un escenario preparado para una batalla que podía marcar la historia de Lautaro. Era la final, y todo lo que había vivido, lo que había sufrido y lo que había aprendido, lo había llevado hasta allí.Pero a cientos de kilómetros de distancia, en Argentina, alguien más sentía otra clase de tensión. Erica miraba la pantalla del televisor con los ojos fijos, los labios apretados y el corazón latiendo fuerte. A su lado estaba Jenifer, su mirada firme, los dedos jugueteando nerviosos con un mechón de cabello.No hacía falta decirlo en voz alta: ambas pensaban lo mismo. Lautaro no solo estaba jugándose un partido, estaba jugándose parte de su vida. Y cada día, cada hora lejos de él, se sentía como una herida que nunca terminaba de cerrar.—Va a ganar —dijo Jenifer de
La habitación del hotel estaba en penumbra. La cortina semiabierta dejaba pasar una franja de luz de la calle, que se reflejaba en la mesa donde descansaban dos botellas de agua y un par de camisetas dobladas. Lautaro estaba sentado en la cama, con las manos entrelazadas y los codos sobre las rodillas. No había ruido, salvo el leve zumbido del aire acondicionado.Su mente viajaba más rápido que cualquier pelota que hubiera corrido en su vida. Pensaba en todo lo que había pasado para llegar hasta ahí: los golpes, las traiciones, los días en que no había tenido ni para comer… pero también en lo que había logrado: jugar al fútbol nuevamente, ganarse el respeto de sus compañeros, reencontrarse con su hermano.Miró de reojo hacia la otra cama. Tiago estaba despierto, recostado contra la cabecera, con la mirada fija en el techo. No hablaban, pero el silencio no era incómodo. Era un silencio lleno de recuerdos.—¿Te acordás cuando jugábamos en la calle y decías que ibas a ser goleador? —preg
Último capítulo