El estadio estaba repleto.
Miles de banderas ondeaban bajo el cielo anaranjado del atardecer, y el murmullo de la gente se sentía como una melodía que lo envolvía todo. Lautaro estaba en el centro del campo, quieto, respirando hondo. Las luces lo bañaban de dorado. El marcador ya no importaba: aquel partido no era por puntos, era por la historia.
El árbitro levantó la vista y el sonido del silbato marcó el final.
Un rugido estalló en las tribunas.
El último pitazo.
El último partido.
El último capítulo de una vida dedicada al fútbol.
Lautaro quedó de pie, mirando al cielo.
Sintió las lágrimas correrle por las mejillas sin que pudiera detenerlas. No era tristeza: era agradecimiento. Era todo lo que había guardado dentro durante años, saliendo en un solo suspiro.
Tiago fue el primero en abrazarlo.
—Lo hiciste, hermano… —le dijo con la voz quebrada—. Lo hiciste de verdad.
Lautaro le respondió con una sonrisa cansada, apretándolo fuerte.
—Lo hicimos, Tiago. Todos lo hicimos.
Sus compañero