El sol caía fuerte sobre la cancha de la escuela, marcando la tarde con ese calor pegajoso que hacía difícil moverse. Los gritos de los chicos, el silbato de Sergio y el eco de los balones golpeando contra los arcos llenaban el aire de energía. Era día de práctica, y esa vez no sería una más.
Lautaro cruzó el portón con una mochila al hombro y los botines colgando. Su corazón iba rápido, pero su rostro mostraba serenidad. Cada paso lo alejaba un poco más del silencio en el que había vivido y lo acercaba a ese campo que alguna vez amó.
—¡Eh, loco! —le gritó una voz conocida.
Gonza, con su cabello revuelto por el sudor y la camiseta colgando de un hombro, corrió a recibirlo. Sonrió de oreja a oreja mientras lo chocaba con el puño.
—No sabía si era verdad lo que decían. ¿En serio venís a entrenar?
Lautaro asintió, algo incómodo.
—Sí, vine a probar.
—¡Qué grande, loco! Vas a romperla —dijo Gonza, animado.
Pero esa bienvenida no fue la única.
Desde el otro lado de la cancha, Tiago se detuv