La cancha de la escuela hervía con gritos, risas y pelotazos. El sol del mediodía pegaba con fuerza sobre los chicos que corrían tras la pelota con más ganas que técnica. En el medio de todo, Tiago dominaba el juego con autoridad. Era bueno, nadie lo negaba. Rápido, preciso, y sobre todo, confiado.
—¡Buena, Tiago! —gritó Gonza, después de un pase que lo dejó frente al arco—. ¡Estás intratable hoy! Tiago sonrió, saludando con la mano como si fuera una estrella de televisión. Disfrutaba de la atención. Del respeto. Era su territorio. Su lugar. Y no pensaba compartirlo con nadie. Mucho menos con su hermano. Desde la sombra de un árbol cercano, Lautaro observaba todo sin interés. Estaba solo, como casi siempre, con su mochila al lado. No se había cambiado, ni tenía ganas de ver el partido. Pero algo en él se removía cada vez que escuchaba el golpeteo del balón, como si un viejo eco golpeara desde adentro. Ese eco que había intentado silenciar durante años. Cuando era chico, Lautaro soñaba con ser futbolista. Lo vivía con pasión. Pero a medida que Tiago fue brillando, sus padres comenzaron a centrar toda su atención en él. A Lautaro lo dejaban fuera de los entrenamientos, lo mandaban a otras actividades, como si el fútbol no fuera para él. “Sos muy sensible para eso”, le decían. “Tiago tiene más carácter”. Así, lentamente, esa llama se fue apagando. Pero no extinguida. En la cancha, Sergio, el entrenador, observaba a los chicos con atención. Era un hombre de mirada penetrante, curtido por años de dirigir equipos escolares. Valoraba la técnica, sí, pero más aún el carácter. Y Tiago, aunque talentoso, empezaba a mostrar una arrogancia que no terminaba de convencerlo. Entonces pasó. Tiago recibió la pelota cerca del borde del área. Dio un par de toques con elegancia y levantó la vista. Ahí estaba su blanco: Lautaro, distraído bajo el árbol. Una sonrisa torcida se le dibujó en la cara. Sin que nadie lo notara, acomodó el cuerpo y disparó. El balón salió disparado con potencia y precisión. No era un pase, no era un remate al arco. Era una bala dirigida. Buscaba golpear. Humillar. Marcar territorio. Pero lo que sucedió no estaba en sus planes. Lautaro giró la cabeza justo a tiempo. Vio venir el balón con esa curva perfecta que tanto había practicado de chico. Fue instintivo. Sin dudar, se levantó apenas del banco, adelantó una pierna y con un solo movimiento, controló la pelota con el empeine zurdo. La detuvo como si fuera parte de su cuerpo. Ni un rebote. Ni un mal gesto. Silencio. Los chicos en la cancha se congelaron. Gonza dejó de correr. El ruido bajó. Lautaro levantó la vista. No miró a Tiago, no miró a nadie. Solo giró el cuerpo, acomodó la pelota con suavidad y la devolvió con un pase limpio, preciso, directo al centro del campo. La pelota rodó como si la guiara con un hilo invisible. Sergio, el entrenador, alzó las cejas. No dijo nada, pero sus ojos siguieron a Lautaro con un interés repentino. El chico, sin hacer alarde, volvió a sentarse bajo el árbol, como si nada hubiera pasado. En la cancha, Tiago apretó la mandíbula. Por un instante, el mundo ya no giraba a su alrededor. Ese maldito momento le robó el protagonismo. Su intento de burla se convirtió en un espectáculo inverso. —¿Viste eso? —susurró Gonza al que tenía al lado—. ¿Lautaro juega? —No tenía ni idea… —respondió otro—. Ese control fue una locura. Las miradas comenzaron a girar hacia el banco, hacia el chico que siempre estaba al margen. Y esa atención, esa curiosidad que se alejaba de Tiago, lo carcomía por dentro. Sergio no dijo nada. No se acercó. Pero se quedó mirando a Lautaro mientras el partido seguía, como si hubiese descubierto un diamante en medio del barro. --- Después de clase, mientras los demás salían apurados, comentando lo que habían visto, Lautaro caminaba tranquilo por el pasillo. No tenía intenciones de decir nada, ni de explicar lo que había pasado. Era un recuerdo que él creía enterrado. Algo que había pertenecido a otro tiempo. Pero ahí estaba. Vivo. Latiendo. Jenifer lo esperaba en la puerta. Lo vio acercarse con ese andar relajado y con una sonrisa leve. —¿Me vas a contar desde cuándo hacés eso? Lautaro sonrió apenas. —¿Qué cosa? —No te hagas el tonto. Ese control, ese pase. Jugás mejor que todos los del equipo. —Solo fue una reacción. —No mientas. Se nota que tenés el fútbol en la sangre. Él se encogió de hombros. —Lo tenía. Me lo apagaron hace años. —Pues parece que nunca se fue —dijo ella—. Y hoy todos lo vieron. —No me interesa jugar con ellos —murmuró—. Mucho menos con Tiago. Jenifer lo miró con calma. —No tenés que jugar con él. Jugás para vos. Si algún día querés volver a hacerlo, hacelo por eso. Por vos. Lautaro la miró. Sus palabras se sentían como la primera lluvia después de la sequía. Liberadoras. —Tal vez —dijo—. Tal vez no lo enterré tan profundo como creí. --- Desde la ventana del salón, Tiago los observaba. El eco del control perfecto todavía le zumbaba en la cabeza. No entendía cómo. Ni cuándo. ¿Cómo había escondido eso? ¿Por qué nunca lo mostró? O peor aún… ¿por qué nunca se lo permitieron? Tiago sabía que el fútbol era su terreno. Su escudo. Su excusa para ser admirado. Pero si Lautaro decidía entrar de nuevo a ese mundo… tal vez ya no sería el rey. Y eso era algo que no estaba dispuesto a permitir.