El amanecer caía suave sobre los techos de la ciudad, bañando las calles con una luz dorada. Desde la ventana del cuarto, Lautaro observaba cómo el barrio despertaba: el sonido de los colectivos, los chicos que iban a la escuela, el olor a pan recién hecho que venía de la panadería de la esquina. Todo parecía tan normal, tan tranquilo… pero dentro de él nada estaba en calma.
La rutina había vuelto, pero su mente seguía dividida.
A su lado, en la mesa del desayuno, estaban Erica y Jenifer, cada una con su taza de café. La tía Gabriela salía y entraba del living con su energía habitual, hablando de las compras, de la limpieza, de las cosas del día. Pero entre los tres jóvenes, el silencio hablaba más que cualquier palabra.
—¿Dormiste algo? —preguntó Jenifer, rompiendo el silencio.
—Poco —respondió Lautaro, sin levantar la mirada.
—Tenés que descansar —intervino Erica—. El partido benéfico es en dos días, y la gente está esperándolo.
—Lo sé —dijo él con un suspiro—. Todo el mundo parece