El motor del autobús se apagó lentamente. Eran casi las siete de la tarde, y el sol comenzaba a esconderse detrás de los edificios. El aire de su ciudad tenía ese olor particular que mezclaba tierra, pan recién hecho y recuerdos.
Lautaro bajó con una mochila al hombro, los auriculares colgando y una sonrisa apenas visible. No había avisado a nadie. Ni a su tía, ni a Jenifer, ni a Erica. Quería ver sus rostros, quería sentir esa sorpresa que solo se da una vez, como cuando uno vuelve a casa después de un largo viaje del que no estaba seguro de regresar igual.
Caminó por la calle con paso lento, mirando todo a su alrededor. Cada esquina le traía una historia: la cancha donde entrenaba de chico, el kiosco donde compraba gaseosas con Gonza, el árbol frente a la casa de Gabriela donde solía esperar a Jenifer. Todo seguía igual, pero él no.
En su interior, algo había cambiado.
El fútbol universitario le había enseñado mucho más que técnica y táctica. Le enseñó soledad, presión, responsabili