Lautaro bajó las escaleras con la mochila al hombro. No era pesada, pero le dolía. Más que el peso físico, lo que cargaba eran años de palabras no dichas, de silencios disfrazados de obediencia, de una soledad que nadie en esa casa parecía notar. Se detuvo en la cocina, donde sus padres seguían desayunando, ajenos al temblor silencioso que se extendía desde su pecho hasta la punta de los dedos.
—Me voy a lo de la tía Gabriela —dijo, sin dramatismos. Su padre alzó la vista del diario, con el café humeante entre las manos. Su madre, ya con el celular en la mano, apenas lo miró. —¿A lo de Gabriela? ¿Por qué? —preguntó ella, sin real interés. —Necesito un tiempo —respondió él, con la voz firme pero controlada—. Ya hablé con ella. Dice que no hay problema. El silencio que siguió fue tan espeso como un pantano. Finalmente, su padre soltó una carcajada breve, seca. —Dale, andá nomás. Vas a volver con el caballo cansado —dijo, sin quitarle la sonrisa sarcástica. —Sí, sí... Vos andá —agregó su madre, como si hablara de una travesura adolescente—. Ya te vas a dar cuenta de que acá no estás tan mal. Lautaro los miró por última vez. Ellos seguían en su mundo, como si él fuera una extensión de los muebles, algo que siempre estaría ahí, sin voz propia. Pero esta vez no. Esta vez no era un berrinche ni una amenaza. Era una decisión. Lo supieran o no, lo creyeran o no, él no iba a volver. Su mirada, al girarse hacia la puerta, era como un portazo sin sonido. Como un "hasta nunca" que solo él podía oír. --- El camino hacia la casa de su tía no era largo, pero esa mañana se sentía diferente. Cada paso que daba lo alejaba de lo que alguna vez llamó hogar. La mochila colgaba firme en su espalda, y aunque el cielo estaba nublado, el calor era húmedo, pegajoso. Aun así, no sudaba. Todo su cuerpo estaba tenso, lleno de una energía contenida que no sabía si era enojo, miedo o una mezcla de ambos. El celular vibró en su bolsillo. Lo sacó sin apuro. Era un mensaje de su madre: "No te olvides de que tu hermano tiene entrenamiento. No armés drama al pedo." No respondió. Guardó el celular y apuró el paso. --- La casa de Gabriela estaba al otro lado del barrio, un poco más cerca de la escuela. Gabriela era la hermana menor de su mamá, pero no se parecían en nada. Ella no tenía hijos y siempre había sido "la rara" de la familia. Lautaro, sin embargo, se llevaba bien con ella desde chico. Tenía libros extraños, plantas por todos lados, y una manera de ver el mundo que a él le intrigaba. Cuando llegó, Gabriela ya lo esperaba en la puerta, con una taza de té en la mano y una sonrisa cálida. —Puntual como prometiste —dijo, apartándose para que entrara—. Pasá, ya tenés tu habitación lista. Lautaro dejó la mochila al lado de la puerta y la abrazó. No era muy de abrazar, pero esta vez lo necesitaba. Ella lo sostuvo un rato más de lo habitual, en silencio. No hizo preguntas. --- La pieza era pequeña pero acogedora. Tenía una ventana que daba al patio lleno de plantas, un escritorio y una cama simple, con sábanas limpias que olían a lavanda. Lautaro se sentó al borde del colchón, miró alrededor y por primera vez en mucho tiempo, sintió que tenía algo parecido a paz. —¿Querés comer algo? —preguntó Gabriela desde la cocina. —No, gracias. Estoy bien. Ella asomó la cabeza por la puerta. —Sabés que podés quedarte el tiempo que quieras, ¿no? Lautaro asintió. —Gracias, tía. Ella le guiñó un ojo y volvió a la cocina. --- Esa noche, la lluvia empezó a caer despacio. Lautaro se quedó un rato largo mirando por la ventana. En su casa nadie lo había llamado. Ni un mensaje, ni una llamada perdida. Nada. Como si ni siquiera hubieran notado su ausencia. Pero no le dolía. No como él pensaba que le dolería. Era más bien una confirmación, un cierre. Ya no les debía explicaciones. Cuando se acostó, el sonido de la lluvia lo arrulló. Pensó en Jenifer. En cómo lo miró ese día, en la escuela. En cómo Tiago se le acercaba como si fuera dueño de todo. Pero también recordó su rostro cuando él apareció al final, cuando la defendió sin pensarlo. Había algo en esa mirada que lo había acompañado todo el día. Sacó el celular. Buscó su número. Lo tuvo en la pantalla durante un largo rato. No se animó a escribirle. Aún no. Pero esa noche soñó con ella. En el sueño estaban solos, en un aula vacía. Ella le hablaba, pero no podía oírla. Solo veía su sonrisa, suave, triste. Y luego, la niebla. Como un manto que cubría todo. La misma niebla que él sentía en su pecho cuando pensaba en volver atrás. --- A la mañana siguiente, Gabriela lo despertó con tostadas y café con leche. —Dormiste como piedra —le dijo, dejando la bandeja sobre el escritorio. —Hacía mucho que no dormía tan bien. —Eso es porque ahora estás donde te hacen bien las cosas. Lautaro sonrió, apenas. Su mochila seguía ahí, en la esquina del cuarto, como un recordatorio de que esta vez había hecho lo que sentía, no lo que esperaban de él. Mientras desayunaba, el celular vibró de nuevo. Esta vez era un mensaje de Jenifer. "¿Estás bien? Hoy no te vi en clase..." Se le aceleró el corazón. Tomó el celular y escribió, sin pensar: "Me fui a vivir con mi tía Gabriela. Necesitaba respirar un poco. ¿Querés que te cuente?" Esperó. El reloj marcaba los segundos como un tambor lejano. Finalmente, llegó la respuesta. "Sí. Quiero saber. Te extraño un poco, ¿sabés?" Lautaro miró la pantalla durante unos segundos y por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.