capitulo 2

El cielo seguía encapotado cuando Lautaro dobló la esquina de su cuadra. Las luces de las farolas parpadeaban como si también quisieran apagarse. La ciudad parecía dormida, pero él sabía que su casa nunca descansaba: ahí, el verdadero infierno tenía rostro y apellido.

No caminaba rápido ni lento. Iba como siempre: con los hombros caídos, la mirada baja y los pasos apagados. No era por miedo, tampoco por pereza. Era costumbre. ¿Para qué apurarse a volver a un lugar donde nadie te espera?

Empujó el portón herrumbrado con la punta del pie. El chirrido era inevitable, aunque él supiera el truco para evitarlo. Esa noche no le importó. De todas formas, su presencia nunca pasaba desapercibida… aunque no por buenas razones.

Cruzó el pequeño patio, donde la bicicleta de Tiago reposaba como un trofeo reluciente. “Comprada con esfuerzo”, solía decir su padre, como si eso justificara todo. Lautaro nunca había pedido nada. No porque no quisiera, sino porque aprendió que pedir era una forma más rápida de recibir un “no”.

Abrió la puerta con suavidad. Desde el comedor, la televisión llenaba la casa con los gritos de un partido. Fútbol. Siempre fútbol. El centro de gravedad de esa familia.

—¿Ya llegó el otro? —preguntó la voz áspera de su padre desde el sillón.

—Sí, pasó como un fantasma —respondió su madre, sin levantar la vista del celular.

—Mmm… ojalá fuera como Tiago. Ese sí que va a llegar lejos.

Lautaro apretó los dientes. No dijo nada. Nunca decía nada. En esa casa, las palabras eran como piedras que solo servían para golpearse unos a otros. Y él estaba cansado de sangrar en silencio.

Cruzó el pasillo con los pies en piloto automático. La luz tenue del comedor iluminó a su hermano: Tiago, con su remera del club, las zapatillas nuevas y esa sonrisa fácil que tanto le celebraban. Comía sin preocupación, mientras todos giraban en torno a él como planetas alrededor de un sol brillante.

Lautaro se detuvo por un segundo antes de subir las escaleras. Lo observó. No con odio. Con una mezcla extraña de resignación y tristeza. Tiago no tenía la culpa de ser el favorito. Pero él tampoco la tenía por ser invisible.

Subió. Paso a paso. Como quien asciende al patíbulo.

Su cuarto era pequeño. Apenas lo justo: una cama que crujía con cada movimiento, un escritorio viejo con las patas flojas y una estantería improvisada con cajas donde guardaba lo único que le daba sentido: sus dibujos, sus cuadernos, sus ideas.

Cerró la puerta y respiró por primera vez en horas. No porque el aire fuera mejor, sino porque al menos ahí podía ser él sin que nadie lo señalara.

Se dejó caer sobre la silla. Frente a él, un dibujo a medio terminar: la figura de una chica parada sobre un puente, de espaldas, con el cabello al viento. Lo había comenzado días antes, sin saber por qué. Ahora todo tenía sentido.

Pensó en Jenifer. En cómo la había visto romperse. En cómo él, sin saber cómo ni por qué, había llegado justo a tiempo para sostenerla.

¿Por qué lo hizo?

No era un héroe. No era valiente. Pero había algo en los ojos de ella que le recordó demasiado a sí mismo. Y tal vez, solo tal vez, si la salvaba a ella, podía salvar una parte de él que todavía no estaba muerta del todo.

Abrió el cajón y sacó su cuaderno más importante. El que nadie conocía. El que estaba lleno de pensamientos, frases sueltas, bocetos y verdades que no podía decir en voz alta.

Escribió:

“Hoy, por primera vez en mucho tiempo, alguien me miró de verdad. No como ‘el hermano de Tiago’, no como el chico callado, no como el que no sirve para nada. Me miró… como si yo importara. Tal vez no cambie nada. Tal vez mañana todo vuelva a doler. Pero esta noche, esa mirada me salvó a mí también.”

Cerró el cuaderno y apoyó la frente sobre él. El silencio de su cuarto era espeso, pero distinto al del resto de la casa. Allá abajo, el bullicio seguía: risas, gritos, celebraciones. Festejaban un gol como si fuera una conquista histórica.

A nadie le importaba que él estuviera en su cuarto, con el alma hecha trizas.

A nadie le importaba nunca.

Excepto, tal vez, esa chica que casi se dejó caer al vacío. Esa chica que sonreía tanto, que nadie notaba lo rota que estaba por dentro.

Lautaro suspiró. Se puso de pie y caminó hacia la ventana. Abrió las cortinas y dejó que el aire frío le acariciara la cara. Las luces de la calle titilaban a lo lejos, y en ese momento, deseó que Jenifer estuviera mirando por su ventana también.

Como si pensarla pudiera aliviar un poco la asfixia.

Su celular vibró. Un mensaje. Raro. Nadie le escribía nunca.

Desconocido: Gracias por no soltarme.

No hacía falta nombre. Sabía que era ella.

Una lágrima solitaria bajó por su mejilla. No de tristeza. Tampoco de alegría. Era otra cosa. Algo más profundo. Más humano. Sentirse visto, aunque fuera una sola vez, podía cambiar todo.

Respondió:

Lautaro: No pienso hacerlo. Nunca.

Se sentó de nuevo frente al escritorio. Agarró el lápiz. Y comenzó a dibujar de nuevo. Esta vez, a Jenifer. No como la vieron todos en la escuela, sonriente y superficial. No. La dibujó como la había visto esa noche: rota, sí, pero también valiente. De pie al borde del abismo, con lágrimas en los ojos… y con alguien que la sujetaba.

Él.

Y en el fondo del dibujo, escribió una frase.

“Nadie debería estar solo cuando decide rendirse.”

Volvió a mirar el cuaderno. Acarició el borde de la hoja como si fuera un secreto sagrado. Y por primera vez, en mucho tiempo, no sintió miedo de dormir.

Porque esa noche, alguien sabía que él existía.

Y eso, para Lautaro, ya era mucho más de lo que había tenido en años.

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