Lautaro bajó las escaleras con la mochila al hombro. No era pesada, pero le dolía. Más que el peso físico, lo que cargaba eran años de palabras no dichas, de silencios disfrazados de obediencia, de una soledad que nadie en esa casa parecía notar. Se detuvo en la cocina, donde sus padres seguían desayunando, ajenos al temblor silencioso que se extendía desde su pecho hasta la punta de los dedos.—Me voy a lo de la tía Gabriela —dijo, sin dramatismos.Su padre alzó la vista del diario, con el café humeante entre las manos. Su madre, ya con el celular en la mano, apenas lo miró.—¿A lo de Gabriela? ¿Por qué? —preguntó ella, sin real interés.—Necesito un tiempo —respondió él, con la voz firme pero controlada—. Ya hablé con ella. Dice que no hay problema.El silencio que siguió fue tan espeso como un pantano. Finalmente, su padre soltó una carcajada breve, seca.—Dale, andá nomás. Vas a volver con el caballo cansado —dijo, sin quitarle la sonrisa sarcástica.—Sí, sí... Vos andá —agregó su
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