capitulo 5

Lautaro caminaba por los pasillos del colegio sintiendo que todas las miradas lo atravesaban. No era paranoia. Los susurros detrás suyo, las risitas contenidas, los empujones disfrazados de casualidad: todo lo confirmaba.

Había cruzado una línea. Y ahora no había vuelta atrás.

Cada tanto, levantaba la mirada y encontraba a algún compañero hablándole en voz baja a otro mientras lo señalaban. Algunos lo miraban con sorpresa, otros con burla. Lo más irritante era cuando se cruzaba con alguien que le decía con una sonrisa torcida:

—¿Así que te comés a la jodida de 5°B?

Ese tipo de comentarios no lo lastimaban por la grosería, sino por lo injustos que eran. Nadie conocía a Jenifer. Nadie tenía idea de lo que ocultaba detrás de esa expresión que la gente llamaba “cara de culo”. Pero claro, era más fácil juzgar. Siempre era más fácil.

En una clase, el profesor tuvo que llamarle la atención porque no respondía cuando pasaron lista. Estaba ahí, físicamente, pero su mente no. Su cabeza daba vueltas como una licuadora: Tiago, Jenifer, su casa, el abrazo de la noche anterior, los ojos de ella mientras se rompía.

Quería que el día terminara. Quería salir de ese infierno.

Cuando sonó el timbre del último recreo, no salió del aula. Se quedó sentado en su banco, dibujando círculos sobre la madera con una lapicera mordida. Hasta que escuchó una voz familiar.

—Te hiciste el héroe, ¿no?

Era Facundo, uno de los amigos de Tiago. Apareció en la puerta del aula junto a otros dos chicos.

—Se te subió la minita a la cabeza, Lautarito —agregó otro, riéndose.

Lautaro no contestó. Se limitó a guardar sus cosas y salir caminando entre ellos, sin mirarlos. No iba a caer en su juego.

—Che, te estamos hablando —dijo uno, empujándolo apenas con el hombro.

Lautaro se detuvo. Cerró los ojos un segundo. Pensó en Jenifer, pensó en su promesa de no quedarse más callado. Pero también pensó en lo que vendría después si respondía.

Y entonces, simplemente, siguió caminando.

Los chicos lo dejaron ir. Se rieron fuerte, satisfechos de haberlo hecho sentir menos. Pero Lautaro, por dentro, sabía que ese silencio era más fuerte que cualquier golpe. Lo estaban esperando. Solo que no sabían quién era realmente él.

---

A la salida, el aire fresco lo alivió un poco. Durante el camino a casa, no se cruzó con Jenifer, y no supo si eso lo tranquilizó o lo entristeció.

Pensó en mandarle un mensaje, pero no lo hizo. Quería escribirle algo que no sonara estúpido, y nada le salía bien cuando estaba en ese estado.

Cuando llegó a su casa, apenas metió la llave en la cerradura, escuchó los gritos.

—¡Ah, mirá quién llegó! ¡El valiente defensor de las nenas! —vociferó su padre desde el comedor.

El corazón de Lautaro se apretó. Entró lentamente, cerrando la puerta con cuidado, como si eso pudiera evitar el temblor que empezaba a subirle por la espalda.

—¿Qué hiciste ahora, Lautaro? —dijo su madre, desde la cocina—. ¿No podés pasar un día sin armar quilombo?

Tiago estaba sentado en la mesa, comiéndose una milanesa como si nada. Sonreía.

—Le faltó el respeto a un hermano —dijo su padre, señalándolo con el tenedor—. ¡A su propio hermano! ¡Y todo por una pendeja con fama de fácil!

—Eso no es verdad —dijo Lautaro, bajito.

—¿Qué dijiste?

—Que no es verdad —repitió, un poco más fuerte.

—¡Ah! ¡Encima hablás! ¡Qué milagro! ¿Y quién te creés que sos ahora? ¿El galán incomprendido?

Tiago soltó una risita.

—Papá, solo lo conté porque me preocupaba por él. Se puso loco en el colegio, casi me pega delante de todos. Y todo por defender a esa chica rara. A mí me dio vergüenza...

—¡Vergüenza me das vos, Lautaro! —interrumpió el padre, golpeando la mesa—. ¿Querés terminar como tu tío Ezequiel? ¿Hablando solo, encerrado en su pieza?

—¡Yo no estoy loco! —gritó Lautaro, sin poder contenerse.

El silencio que siguió fue brutal. Su madre lo miró como si hubiera blasfemado. Tiago fingía sorpresa. Su padre se levantó de golpe.

—¡No me grités! ¡No te creas con derecho a levantar la voz en esta casa! ¡Acá el que manda soy yo!

Lautaro retrocedió un paso. No por miedo a los gritos, sino porque se sintió nuevamente ese nene indefenso de ocho años que se escondía detrás del sillón mientras su padre revoleaba botellas.

La angustia le trepó por el pecho como una hiedra.

—¿Y sabés qué más? —continuó su padre, acercándose—. Mañana vas a pedirle disculpas a tu hermano. Y a esa chica también. Porque no vamos a quedar como unos locos delante de los demás. ¿Entendiste?

Lautaro no respondió.

—¡¿Entendiste?! —gritó otra vez.

—Sí... —dijo él, casi susurrando.

—Así me gusta. Y si no te gusta, ya sabés dónde está la puerta.

Lautaro subió a su cuarto. Cerró la puerta con traba y se apoyó contra ella. La respiración le temblaba. Su garganta ardía. No podía llorar, no frente a ellos. No les iba a dar ese gusto.

Tampoco iba a disculparse. No esta vez.

Se dejó caer en el piso. Miró el techo. En su mente, apareció el rostro de Jenifer. Su voz. Su fuerza.

Había prometido no volver a esconderse.

Y esa promesa, aunque le costara todo, iba a cumplirla.

*Perspectiva de Jenifer*

El timbre del colegio había sonado, pero Jenifer no se había movido. Se quedó sentada en el mismo banco de siempre, con la mochila sobre las piernas y la mirada fija en la puerta del aula.

No quería salir. No todavía.

Sabía que, apenas cruzara los portones, las miradas vendrían como cuchillas. Las risas contenidas, las preguntas incómodas, las frases con doble sentido. Había sido así siempre. Desde que tenía trece. Desde que decidió dejar de sonreír para evitar malentendidos. Desde que aprendió que mostrarse fuerte era la única forma de sobrevivir.

Pero ese día había sido diferente.

Ese día, **alguien se había puesto de pie por ella**. Y eso… eso le había desarmado la coraza.

La imagen de Lautaro enfrentando a Tiago todavía le vibraba en el pecho. No por lo que dijo, ni por cómo lo dijo, sino porque lo hizo. Porque no tuvo miedo del qué dirán. Porque, de alguna forma, **él había entendido** lo que ella venía cargando en silencio.

Se levantó del banco y salió del aula. No tenía sentido quedarse más tiempo. El pasillo estaba casi vacío. Solo se cruzó con dos chicas que bajaron la voz al verla. No las conocía, pero sabía que hablaban de ella. De eso hablaban todos.

Apretó los dientes. Caminó rápido. Salió del colegio sin mirar atrás.

---

El camino a casa fue largo. Más largo que de costumbre. No por la distancia, sino por el peso.

Cada paso era como arrastrar un costal lleno de piedras.

Pensó en su madre, en su padre, en la cena perfectamente servida sobre una mesa impoluta. Pensó en los saludos mecánicos, en los "¿cómo te fue?" que no esperaban respuesta real. En el perfume costoso que llenaba el ambiente, cubriendo todo lo que no querían ver.

Cuando llegó, la puerta de la casa estaba cerrada, pero la llave giró sin problemas. Nada parecía fuera de lugar. Las luces encendidas, el piso impecable, el aire acondicionado funcionando.

—¿Hola? —dijo, entrando.

—En el comedor —respondió la voz de su padre desde la otra habitación.

Los encontró sentados, con copas de vino en la mano y platos de porcelana frente a ellos. La escena perfecta para una foto familiar. Pero ella sabía que solo era eso: una escena.

—¿Cómo te fue en la escuela, hija? —preguntó su madre con una sonrisa ensayada.

—Bien —respondió sin ganas.

—¿Segura? —insistió su padre—. Recibimos un mensaje de la madre de Tiago. Al parecer tuviste un altercado.

Jenifer sintió que la sangre le subía a la cara. Claro que Tiago había corrido a contar su versión.

—Me estaba molestando. Desde hace días. Hoy se pasó.

—¿Y decidiste armar escándalo? —replicó su madre, cruzando los brazos con elegancia fingida—. ¿Eso es lo que hacemos ahora?

—No armé nada. Lautaro se metió porque Tiago no entendía que no me interesa.

El nombre de Lautaro provocó una mueca en su padre.

—¿Ese chico? ¿El hermano de Tiago? ¿Qué tiene que ver contigo?

—Nada. Solo me defendió. Alguien tenía que hacerlo.

Su madre suspiró con fastidio. Su padre dejó la copa sobre la mesa con un leve golpe.

—Jenifer, no queremos que te relaciones con personas que puedan traerte más problemas de los que ya tienes —dijo su padre, con un tono que pretendía ser comprensivo, pero solo sonaba condescendiente—. Te queremos, y por eso nos preocupamos.

Ella apretó los puños.

"Te queremos".

Las palabras eran huecas. Vacías. Solo un disfraz más para el desinterés que se escondía tras sus gestos pulcros y sus ropas planchadas.

La realidad era que nunca preguntaban si estaba bien. Nunca la escuchaban realmente. Solo querían que todo pareciera perfecto.

—¿Puedo ir a mi cuarto? —preguntó, conteniendo el temblor en la voz.

—Claro —dijo su madre, levantando su copa de nuevo—. Pero por favor, no más escenas públicas. Nos preocupa lo que puedan decir.

Jenifer se dio la vuelta sin responder. Subió las escaleras y cerró la puerta de su habitación.

Allí, por fin, pudo respirar. Aunque el aire olía a perfume caro y encierro.

Se sentó en su cama. Sacó el cuaderno negro donde escribía todo lo que no podía compartir con nadie. Lo abrió en una página en blanco y escribió:

> *"Hoy alguien me defendió sin pedir nada. Y eso… eso me descolocó.

> Porque nunca nadie lo había hecho.

> Porque en esta casa todo es apariencia. Y yo me estoy desvaneciendo en silencio."*

Cerró el cuaderno. Se acostó boca arriba. No tenía hambre. Tampoco sueño.

Pero al menos, ese día, sabía que alguien la había visto de verdad.

---

Mientras tanto, en otra casa de la misma ciudad, la risa de Tiago llenaba el comedor. Estaba contando lo ocurrido en la escuela como si fuera una broma, imitando con exageración los gestos de Jenifer y Lautaro. Sus padres reían también, disfrutando de la escena sin pensar demasiado en lo que implicaba.

Lautaro los miraba desde la escalera. El estómago le ardía de bronca. Ver a su familia burlarse de algo tan serio, de una situación que a él le había costado mucho enfrentar, le revolvía las entrañas.

Sin decir nada, subió de nuevo a su habitación, cerró la puerta con fuerza y buscó su celular. Sabía que no podía hablar con sus padres. Sabía que todo lo que dijera sería minimizado o devuelto con reproches.

Marcó un número que conocía de memoria. Uno que le traía un poco de alivio.

—¿Hola? —respondió la voz cálida de una mujer.

—Tía Gabriela… soy yo, Lautaro.

—¿Qué pasó, mi amor? ¿Estás bien?

Lautaro tragó saliva. Le temblaba la mano.

—No… no estoy bien. Necesito hablar con vos. Con alguien que me escuche de verdad.

Le contó todo. Lo que había pasado con Tiago. Lo que dijo en la escuela. Cómo su padre le había dejado claro que esa era su casa, no la de Lautaro. Que si no le gustaba, sabía dónde estaba la puerta.

—Tía… ¿puedo irme a vivir con vos? —preguntó finalmente, con un hilo de voz—. No aguanto más acá. No quiero seguir fingiendo que todo está bien. Yo… necesito estar con alguien que me quiera de verdad.

Del otro lado del teléfono, hubo silencio. Luego, la voz de Gabriela se quebró apenas:

—Claro que sí, Lautaro. Vamos a arreglarlo. No estás solo, ¿me escuchás? No estás solo.

Y por primera vez en mucho tiempo, Lautaro sintió que alguien lo estaba abrazando, aunque fuera solo con palabras.

Y eso bastaba para no quebrarse del todo.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App