El timbre del colegio sonó con la misma monotonía de siempre. Gritos, mochilas arrastradas, pasillos llenos. Como si el mundo no hubiera cambiado. Como si la noche anterior no hubiera dejado marcas.
Jenifer caminaba con la cabeza gacha, sintiendo el peso de las miradas aunque nadie realmente la estuviera mirando. La sonrisa que usaba como escudo no apareció esa mañana. No tenía energía para fingir. La noche anterior, después de cerrar la puerta de su casa, su madre apenas le dirigió una palabra. Un reclamo seco por la hora, y luego, el silencio de siempre. Ni un “¿dónde estabas?”, ni un “¿estás bien?”. Dormir fue casi imposible. Se quedó mirando el techo, recordando el abrazo de Lautaro, su voz temblorosa, sus confesiones. Era raro. En tan poco tiempo, ese chico callado había hecho más por ella que todos los que decía quererla. —¡Jenii! —gritó una voz detrás de ella. Se giró por inercia. Tiago. El hermano de Lautaro. Siempre demasiado seguro de sí mismo, siempre rodeado de otros, siempre con esa sonrisa de que todo le salía bien. —Te estaba buscando —dijo él, caminando rápido para alcanzarla. —No estoy de humor, Tiago —respondió, sin siquiera mirarlo. —¿Y cuándo sí estás? —bromeó él—. Dale, no seas así. Ayer no te vi por ningún lado. Jenifer siguió caminando, como si no lo oyera. Pero Tiago no era de rendirse fácil. —¿Te pasa algo? ¿Te peleaste con tu mamá otra vez? Ella se detuvo en seco. Giró lentamente. —¿Cómo sabés eso? Tiago parpadeó, como si no esperara que le preguntara. —No sé, se nota que estás mal. Y no soy tonto. Además… te estuve mirando. Eso último lo dijo con una sonrisa ladeada que a Jenifer le revolvió el estómago. —No me mires más. No me sigas. No me hables —dijo con frialdad. —¿Qué te pasa? ¿Desde cuándo te volviste tan seca conmigo? —preguntó él, visiblemente herido en su orgullo. Jenifer lo miró fijo. Estaba harta. Harta de que todos creyeran que tenían derecho sobre ella. De que su dolor fuera invisible a menos que lo usaran para acercarse. —No quiero salir con vos. No me interesás. No estoy para nadie. ¿Está claro? Tiago frunció el ceño. Por un segundo se le borró la sonrisa. —¿Es por mi hermano? El corazón de Jenifer dio un vuelco. Lo miró desconcertada. —¿Qué? —Sí, Lautaro. Ayer lo vi volviendo tarde, con cara de... no sé, distinto. Vos también estabas rara. ¿Estuvieron juntos? Ella no respondió. No tenía por qué hacerlo. —Ah, claro. ¡El calladito ganó! —se burló Tiago, sin ocultar la rabia—. Qué raro. Todas terminan cayendo por los raritos. Después se arrepienten. —Callate —dijo Jenifer, con la voz quebrada—. No sabés nada. —Sé que mi hermano no es para vos. Nadie lo conoce más que yo. No habla, no sale, es un pobre infeliz que vive encerrado. Vos necesitás a alguien como yo. —¡Vos no me conocés, Tiago! —le gritó ella. Varias personas en el pasillo se detuvieron a mirar. Tiago dio un paso más cerca, como si no entendiera la palabra “no”. —No tenés por qué ponerte así. Solo quiero ayudarte. Sé que tu vida es un quilombo, y pensé que... —¡NO NECESITO TU AYUDA! La voz de Jenifer rebotó en las paredes del colegio. La gente alrededor ya no disimulaba la atención. Algunos reían, otros cuchicheaban. Ella temblaba. No por miedo, sino por bronca. Y entonces, apareció él. —Ella te dijo que no. La voz fue clara. Firme. Jenifer se giró. Lautaro estaba parado a pocos metros, con los puños cerrados y la mirada clavada en Tiago. Tiago soltó una risa sarcástica. —Mirá quién habla. El fantasma. —No te rías, Tiago. Esto no es un chiste —dijo Lautaro, caminando hacia ellos—. No la sigas. No la molestes. No tenés idea por lo que está pasando. —¿Y vos sí? ¿Qué sos ahora, su salvador? —escupió Tiago—. Andá, Lautaro. Volvé a tu rincón. —Ya no me pienso esconder —dijo Lautaro. Su voz no era fuerte, pero tenía un peso que sorprendió a todos. Jenifer no podía dejar de mirarlo. Era el mismo chico callado de siempre, pero había algo distinto en él. Algo que lo hacía brillar en medio de esa oscuridad. —La próxima vez que la sigas, te juro que no me voy a quedar callado —continuó Lautaro—. Ya no soy el que se deja pisotear. Ni por vos, ni por nadie. El silencio fue total. Tiago lo miró con rabia contenida, pero no dijo nada más. Dio media vuelta y se fue, empujando a un par de chicos por el camino. Jenifer no se movía. Estaba congelada. Nadie jamás se había puesto entre ella y el mundo de esa manera. Nadie había hablado por ella sin robarle la voz. —¿Estás bien? —preguntó Lautaro, acercándose. Ella asintió, aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas. —Gracias —murmuró—. No sé cómo lo hiciste… pero gracias. Lautaro bajó la mirada, un poco incómodo. —No podía quedarme mirando. No otra vez. Ambos se quedaron ahí, en medio del pasillo, mientras los murmullos se apagaban y la rutina volvía a la escuela. Pero para ellos, algo ya había cambiado. Porque a veces, un “no” dicho a tiempo es más valiente que mil gritos. Y ese día, por primera vez, Jenifer no se sintió sola.