Las paredes de su habitación seguían siendo del mismo color pastel que tenía desde los ocho años. Su madre decía que daba “alegría”, pero a Jenifer le parecía que el rosa solo servía para ocultar lo roto que estaba todo debajo.
Cerró la puerta con cuidado. No porque alguien la esperara, sino porque no quería que nadie la escuchara llorar… otra vez. Se sentó al borde de la cama sin sacarse los zapatos. El silencio pesaba, pero no era nuevo. Su casa siempre había sido un teatro de apariencias: orden, limpieza, fotos familiares y sonrisas enmarcadas. Pero cuando se apagaban las luces, cada rincón susurraba cosas que nadie quería escuchar. Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Lautaro. El nombre le vino como un susurro cálido, casi un alivio. Lo había visto durante años en el colegio. Siempre solo, siempre callado, siempre el “hermano del crack”. Nadie le hablaba más de lo necesario. Nadie se preguntaba qué pensaba o cómo se sentía. Ella tampoco. Hasta hoy. Hasta que apareció justo cuando más lo necesitaba. Jenifer no recordaba cómo llegaron al banco, ni cuánto tiempo estuvieron sentados. Solo sabía que no se soltaron. Ni una vez. Y eso, para alguien que siempre fingía estar bien, fue más de lo que podía soportar sin quebrarse. Se paró y fue directo al espejo. Lo miró. Se miró. ¿Qué veía la gente cuando la miraba? Pestañas largas, sonrisa blanca, ropa prolija, perfume caro. La chica perfecta. La que saca buenas notas. La que siempre está de buen humor. La que todos quieren tener cerca, pero nadie se atreve a conocer de verdad. Porque si la conocieran, si de verdad se asomaran a lo que había debajo… huirían. Se quitó la campera y la dejó caer al suelo. Respiró hondo y comenzó a desmaquillarse frente al espejo. Con cada pasada de algodón, su cara cambiaba. La sonrisa se desvanecía. Las ojeras aparecían. Las pequeñas cicatrices alrededor de la boca, casi invisibles, se hacían más evidentes. Se quedó mirando su reflejo sin decir nada. “Hoy estuve a punto de desaparecer”, pensó. “Y nadie se habría dado cuenta hasta mañana en el aula vacía”. La idea no le dolía tanto como debería. Le dolía más otra cosa: que lo había pensado tantas veces, que ya ni le parecía grave. Se tiró en la cama con el celular entre las manos. Releyó el mensaje que le había mandado a Lautaro: “Gracias por no soltarme.” Y su respuesta: No pienso hacerlo. Nunca. Una sonrisa, esta vez real, le tembló en los labios. Había algo en ese chico que le daba paz. No porque fuera fuerte, ni popular, ni extrovertido. Justamente por lo contrario: porque entendía el dolor sin necesidad de explicarlo. Porque tenía la mirada de quien también cargaba con algo que no se podía contar. El timbre de la casa sonó de repente. —¡Jenifer! —gritó su madre desde abajo—. ¡Vino tu padre! El estómago se le encogió. El espejo dejó de ser un lugar seguro. Se levantó como un resorte, se acomodó el pelo y volvió a ponerse la campera. No porque tuviera frío. Porque era su escudo. Su armadura. Bajó las escaleras con pasos livianos. Su padre estaba en la cocina, con un vaso de whisky en una mano y su habitual sonrisa fingida. El tipo perfecto: trajeado, exitoso, bien hablado. El padre modelo… para los demás. —Hola, princesa —le dijo, abriendo los brazos. Jenifer lo abrazó por reflejo. Era parte del guión. El mismo de siempre. El que nadie se atrevía a cambiar. —¿Todo bien en la escuela? —Sí —mintió—. Tranquilo. —¿Y los chicos? ¿Te siguen molestando? —preguntó con un tono que intentaba parecer paternal. —No, ya no. Él asintió, satisfecho. No le interesaba la respuesta. Solo quería sentirse un buen padre. —Bueno —dijo mientras se servía otro trago—. Me quedo hasta mañana. Me ofrecieron una campaña en Rosario. Si sale bien, capaz me quede unos meses allá. —Ah —murmuró Jenifer—. Qué bueno. —¿Querés que te traiga algo? ¿Unos zapatos? ¿Maquillaje? —No hace falta, papá. —Algo te voy a traer. Así estás linda cuando salgas con ese novio que no me contás. Ella forzó una risa. El comentario, si venía de otra persona, habría sido tierno. Pero de él, sonaba distinto. Sucio. Incómodo. Como muchas otras cosas que no se nombraban en esa casa. Volvió a su cuarto lo antes posible. Cerró con llave. Apagó la luz. Se tiró en la cama mirando el techo. Recordó la voz de Lautaro. Su silencio. Sus manos temblorosas pero firmes. Ese gesto de no soltarla cuando ella más lo necesitaba. Volvió a mirar el celular. Abrió la galería de fotos y sacó una selfie, a oscuras, con la cara sin maquillaje, sin filtros. La guardó. No la iba a publicar. No quería likes. Solo quería recordar cómo era ella de verdad. Por si algún día lograba salir del personaje que todos esperaban. Escribió una nota en el bloc: “Si alguien alguna vez me ve llorar, que no piense que estoy rota. Estoy drenando el veneno.” Suspiró. Cerró los ojos. Se abrazó a la almohada como si fuera la única cosa que tenía sentido. Y justo antes de quedarse dormida, una imagen la abrazó: Lautaro, sentado a su lado, mirándola con esa ternura silenciosa que no se puede fingir. Esa forma de ver a alguien como si su dolor tuviera valor. Quizá no estaba sola. Quizá todavía había algo por lo que quedarse.