En lo alto de los acantilados de Cornualles, donde el viento gime, antiguos lamentos y las piedras de la abadía susurran secretos prohibidos, vive Eira, una joven monja que nunca ha tocado el mundo ni ha sido tocada por él. Fue criada entre rezos, símbolos olvidados y miradas que siempre bajaban ante la suya… pero nadie le ha contado quién es realmente. Entienne Valois, inquisidor de mirada severa y cuerpo marcado por la penitencia, es enviado por orden directa del Papa, en alianza secreta con el rey de Inglaterra, para sofocar una supuesta herejía que amenaza con despertar los cimientos de ambas coronas. Pero su verdadera misión es una más oscura: encontrar a la hija de una unión prohibida entre el Pontífice anterior y la esposa de su hermano, el rey de Inglaterra. Sangre maldita había nacido entre los dos, cosas que no debió existir... y querían hacerla desaparecer. Lo que Entienne no esperaba era que aquella niña era mujer, y que su dulzura, su inteligencia y su sensual inocencia encenderían un fuego que ni su fe podrá apagar. Atrapado entre los votos que juró y el deseo que lo consume, comenzará a descubrir los secretos del convento: suicidios silenciados, violaciones encubiertas, símbolos celtas, anglicanos y católicos que hablan de una sociedad antigua dedicada a preservar el equilibrio entre la religión y la política… y una profecía olvidada: “Cuando el cuervo blanco vuelva a cantar sobre la piedra de los antiguos, la sangre dormida despertará, y la verdad del norte reinará de nuevo.” Mientras Eira siendo una monja devota se transforma en una mujer indomable, mientras Etienne deberá decidir si traiciona a la Iglesia… o a su propio corazón. Juntos, enfrentando traiciones y pasiones prohibidas, aprenderán que el verdadero poder radica en el amor capaz de desafiar el destino.
Leer másCornualles, Inglaterra – Año 1800
Noche cerrada, sin luna ni estrellas. Solo el silbido del viento en los árboles milenarios y el crujir de una carreta cubierta por cortinas negras rompían el silencio de la espesura.
La carreta se detuvo ante una reja devorada por hiedras. No había camino visible, solo una vereda empedrada que se perdía entre los árboles y se abría paso entre pequeños ríos ocultos, ruinas antiguas y una cascada que descendía desde lo alto de una colina. A lo lejos, entre la niebla, se alzaba un castillo perdido en el tiempo, resguardado por los altos muros de una abadía construida siglos atrás por un noble celta que soñaba con preservar el equilibrio entre el mundo humano y lo divino.
Bajo una capucha negra, el cardenal Giovanni Aureliano de Borgia caminaba con paso firme. Sus botas mojadas aplastaban el barro del sendero, mientras en sus brazos protegía con fuerza a una criatura dormida: una bebé de cabellos rojizos y piel rosada, envuelta en lino blanco.
Llegó a la gran puerta de hierro. En ella estaban tallados símbolos que fundían cruces, lunas, espirales y runas celtas. Golpeó tres veces. Una pequeña compuerta se abrió.
—¿Quién va? —preguntó una voz femenina, severa.
—El cuervo canta en la piedra. —dijo él.
La puerta crujió al abrirse.
A la luz de los faroles, apareció una mujer joven de gesto firme y mirada penetrante. De cabello oscuro y moño tirante, unos treinta y siete años de edad, de presencia imponente.
—Madre Abadesa Rowena MacKellen —dijo el cardenal—, gracias por recibirme.
—Cuando un Borgia llama, no es por cortesía —replicó la mujer, aunque sus ojos bajaron con suavidad al ver al bebé.
—He traído a esta niña. Su origen debe permanecer oculto para siempre.
—¿Quién es?
El cardenal hizo una pausa.
—Hija del actual Pontífice de Roma, Adrianus IV, nacido como Edward Thorne Ashcombe, segundo hijo del difunto Duque de Pembroke, hermano menor del actual rey de Inglaterra.
Rowena frunció el ceño.
—¿Un inglés en el trono de San Pedro?
—El primer inglés en siglos. Heredero de una línea real, pero renunció a todo por la sotana. Sin embargo, cayó en la tentación. Lady Eleonora di Fiore, noble italiana, esposa de su hermano mayor, quien luego se ha convertido en rey. Edward la ama, se enamoraron antes de tiempo y la tomó… y ella quedó encinta.
—¿Y el rey…?
—Cree que la niña murió en el parto. Fue la condición para permitir que Edward ascendiera en la Iglesia y Eleonora viviera. Pero la verdad es esta pequeña… aun sin nombre. Hija de la sangre del pontífice y de una reina. Nacida de la más peligrosa herejía: el amor.
—¿Y qué esperas de mi Borgia?
—Que la ocultes. Que la críes como una hija de Dios, dentro de estos muros. Que nunca salga, que nunca sepa quién es. Debes educarla como monja. Podéis enseñarle a escribir, enséñale lenguas, las que te sabes y lo más importante a rezar… pero jamás permitáis que lea libros de historia, o de cualquier índole del mundo exterior.
—¿Y qué si preguntan por ella?
—Dices que fue abandonada. Como muchas otras.
La abadesa acarició el rostro de la bebé dormida.
—Su cabello… rojo como el fuego. Ojos verdes… como la tierra húmeda. Lleva la marca de los Thorne y la belleza de los Fiore.
—La profecía dice:
“Cuando el cuervo blanco vuelva a cantar sobre la piedra de los antiguos, la sangre dormida despertará, y la verdad del norte reinará de nuevo.”
Rowena se tensó.
—¿Crees que es ella…?
—No creo. Lo sé. Esta niña es la clave del equilibrio entre la Iglesia y la Corona. Si alguien la descubre, será perseguida, silenciada, ejecutada como símbolo de herejía.
—¿Volverás por ella?
—Si vivo, regresaré en diez años. Si muero antes, enviaré a alguien de mi confianza. Hasta entonces… Eira Maclir no debe saber nada.
Rowena tomó a la niña en sus brazos y la sostuvo contra su pecho.
—Será una más entre nuestras hijas. Pero cuando llegue el día… la verdad la encontrará.
—Entonces el cuervo volverá a cantar.
Y con esa frase, el cardenal desapareció entre la niebla. La puerta del convento se cerró tras él con un estruendo sordo.
Así comenzó la historia de Eira.
Un secreto nacido del amor.
Un pecado marcado por la sangre.
Y un destino escrito por una profecía olvidada.
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Abadía de St. Caelia Cornualles – Año 1815
El viento soplaba con fuerza entre los riscos y árboles del bosque, como si la tierra susurrara antiguas plegarias a los cielos grises. Las campanas del convento repicaban suavemente, marcando la hora nona, cuando las novicias se reunían a orar.
Un carruaje negro y discreto se acercó lentamente a la abadía, abriéndose paso entre la neblina que aún rondaba los caminos de piedra. El cochero se detuvo frente a la gran reja. El sonido del hierro al abrirse se mezcló con el cantar de los cuervos que rondaban los tejados del antiguo castillo oculto entre los árboles.
Descendió del carruaje un hombre alto, cubierto con una capa de terciopelo negro y bordados dorados apenas visibles. Bajo la capucha, el rostro cansado del cardenal Giovanni Aureliano de Borgia se asomó. Habían pasado quince años desde la última vez que cruzó esos muros.
La abadesa Rowena MacKellen, con más canas que antaño y el rostro marcado por la experiencia, aguardaba en la entrada del claustro. Al verlo, sus labios se curvaron apenas.
—Sigues igual de puntual, Giovanni.
—Y tú sigues llevando la eternidad en los ojos, Rowena —dijo el cardenal, con voz profunda y suave, al tiempo que se retiraba la capucha.
Caminaron juntos por una puerta secreta hasta la oficina de la abadesa, sin que nadie los viera, es una sala con paredes revestidas de madera oscura, una gran chimenea encendida, y una ventana que daba al patio central donde algunas novicias caminaban en silencio por la mañana y otras reían cuando nadie las veía.
El cardenal se acercó al cristal. Entre los hábitos blancos, una figura destacaba. Una joven de largos cabellos pelirrojos recogidos con cuidado, su andar elegante, los ojos verdes alzados hacia la capilla, mientras leía la Biblia con devoción.
—¿Es ella?
—Sí —respondió la abadesa, con orgullo evidente—. Eira. En un año tomará sus hábitos. Será la monja más joven que haya sido aceptada formalmente en nuestra comunidad.
El cardenal sonrió levemente, sin despegar la vista de la joven.
—Tiene la sonrisa de su madre…
—Y el fuego de su padre en la sangre —dijo Rowena, sentándose con lentitud en su sillón—. Es noble, es pura. Inteligente como pocas, ya sabe todos los idiomas que yo aprendí hasta los treinta. Jamás hemos recibido una sola queja sobre ella. Protege a las niñas huérfanas, consuela a las mujeres rotas, ayuda a sus compañeras novicias con pasión verdadera. Todos aquí la aman.
El cardenal cruzó los brazos, pensativo.
—Es mejor así… Las cosas en Inglaterra no andan bien. La reina ha tenido varios abortos en los últimos años. Solo logró darle una hija al rey, que ha sido enviada lejos del reino. El rey quiere un heredero varón, fuerte, de sangre real. Si una amante logra darle ese hijo, no dudará en desterrar a la reina.
Rowena apretó los labios.
—Esperemos que este nuevo embarazo sea distinto…
—Esperemos que así sea, Rowena. No me gustaría ver sufrir a mi pequeña Eira.
La abadesa alzó una ceja con gesto suspicaz.
—¿Pequeña, dijiste?
El cardenal volvió la mirada hacia ella, sin responder de inmediato. Rowena sostuvo su mirada, y luego, con una sonrisa segura, susurró:
—Sabes bien a qué me refiero, Borgia. Ella es más que una novicia. Lleva sangre real y divina. Pero aquí, en este lugar, ha sido protegida como una hija. He cuidado de ella como si fuese mía. Y lo sabes.
El cardenal asintió, caminando hacia la puerta.
—Entonces nos veremos en unos años más… amiga mía.
Pero cuando su mano tocó el pomo de la puerta, la voz de la abadesa lo detuvo.
—Giovanni… ¿Han entrado más seguidores a nuestra causa?
Él bajó la mirada, sus dedos apretaron el borde de la capa.
—Lamentablemente, no. Muchos han muerto por la causa. Y sabes tan bien como yo que no cualquiera puede entrar.
—Esperemos que lleguen pronto —murmuró Rowena con un dejo de esperanza.
Y el cardenal, sin decir más, se retiró.
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Cornualles - Año 1817
La pequeña capilla de St. Caelia se llenó con un tenue perfume a incienso y flores blancas. La ceremonia de los hábitos era solemne, silenciosa. Las campanas tocaron doce veces. Las novicias se alinearon, pero solo una vestía una túnica blanca inmaculada. Eira.
Ninguna supo que el hombre que observaba desde el fondo, oculto entre las sombras de los vitrales, era su padre: el Pontífice Adrianus IV. Él no podía revelarse. No podía abrazarla. Solo podía mirar… y llorar en silencio.
Eira tomó los hábitos sin saber que con ello sellaba un pacto antiguo, que su sangre clamaba desde las piedras del pasado.
Y el cuervo, en lo alto del campanario, volvió a cantar.
Dos noches después del nacimiento de Fiorella, la casa dormía en completo silencio. El murmullo de la fuente del jardín y el lejano canto de los grillos eran los únicos sonidos que acompañaban la calma.Pero de pronto, un grito rasgó la madrugada.—¡¡NOOOO!! ¡¡NOOOOO!!Edward fue el primero en llegar a la habitación de Rowena, con una bata sobre su camisa de dormir y el corazón latiendo con fuerza. Entró sin pensarlo dos veces.—¡Rowena! ¡Estoy aquí! —dijo con voz firme.Rowena estaba empapada en sudor, incorporada en la cama, los ojos perdidos pero brillantes. Jadeaba como si hubiera corrido por horas. Su cabello se pegaba a sus sienes.Eleonora entró segundos después, con la barriga prominente y el rostro asustado.—¿Qué ocurre?Edward ya lo sabía. La había visto muchas veces en ese estado.—Una visión —dijo en voz baja—. Una premonición del futuro.Rowena lo confirmó con un tembloroso susurro.—Sí… sí… el equilibrio se ha adelantado. El niño nacido y alimentado con sangre de vírgene
El verano en Toscana era un regalo de Dios.El cielo, de un azul profundo y sin nubes, abrazaba los viñedos y los campos de girasoles que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Las cigarras cantaban su himno de mediodía, y la brisa que venía desde el valle acariciaba las ventanas abiertas de la Villa della Luce, una propiedad de piedra clara, con persianas verde oliva, arcos adornados con bugambilias y una fuente de mármol en el centro del jardín que cantaba su murmullo constante.La casa había sido un regalo de Edward Thorne para su hija.—No pude darte una infancia entre algodones —le había dicho a Entienne al entregarle los documentos—, pero ahora quiero que tu esposa y tus hijos vivan en la seguridad que yo no pude darles.Además de la villa, Edward les había concedido varias tierras en Inglaterra, propiedades en York y Dorset. Pero ni Eira ni Entienne deseaban regresar aún. Italia era su hogar ahora. Entienne había invertido parte de la dote en un negocio de exportación de
La luna se alzaba sobre la villa como un faro silente de los cielos, iluminando con su luz plateada las columnas de mármol, los pasillos silenciosos y los jardines dormidos. Roma guardaba silencio. Y entre ese silencio sagrado, Entienne caminaba con paso firme pero contenido hacia la habitación de Eira.Llevaba aún la capa del inquisidor, pero no pesaba como antes. Ya no era una cruz, sino un símbolo transformado. Su alma no cargaba culpa, sino verdad. Su pecho palpitaba con una urgencia nueva, no de guerra… sino de amor.Cuando abrió la puerta, la encontró de espaldas, sentada junto a la ventana, su largo cabello cayendo como una cascada oscura sobre su bata blanca. El reflejo de la luna delineaba su figura y hacía brillar sus hombros como si fueran de alabastro. Ella giró apenas al sentir sus pasos… y sus ojos se llenaron de lágrimas antes de decir palabra alguna.—Volviste —susurró Eira, su voz quebrada, temblando como la primera nota de un himno.Entienne no respondió al principio
La mañana del 23 de enero de 1819 amaneció con un silencio denso en Roma. El cielo se hallaba cubierto por una neblina tenue, como si la ciudad misma aguardara con temor lo que habría de suceder ese día. Era el día de la misa mayor de San Clemente, una ceremonia solemne que congregaba a toda la jerarquía eclesiástica en la antigua Basílica de San Clemente, donde se celebraba no solo la memoria del mártir, sino el poder absoluto de quien portaba la tiara papal.En un ala secreta de una vieja villa romana, Geovanni se encontraba reunido con sus más fieles aliados: Entienne, ahora vestido con una imponente capa negra que le cubría hasta las botas; Teodoro, cuyo porte imponente contrastaba con la delicadeza de sus movimientos estratégicos; y un pequeño grupo de cardenales leales a la Sociedad del Equilibrio, vestidos de rojo pero con el corazón claro.—Hoy no se gana con sangre, sino con verdad —sentenció Borgia, su voz firme como roca—. Hoy el Pontífice caerá ante lo que siempre ha temid
La habitación aún estaba en penumbra, el sol apenas se alzaba por el horizonte cuando Eira se removió entre las sábanas, soñando con el calor del cuerpo de Entienne. Pero al abrir los ojos, se sobresaltó. Frente a ella, sentadas en una silla junto a la ventana, estaban Rowena y Eleonora, conversando en voz baja.—¡Ah! —exclamó Eira incorporándose bruscamente.Las sábanas cayeron en el movimiento dejando al descubierto sus senos desnudos, llenos de marcas rojizas y profundas. Su piel blanca las hacía más visibles, como pinceladas sobre porcelana. Se tapó instintivamente, roja de vergüenza, mientras murmuraba:—¡Dios mío… qué vergüenza…!Rowena soltó una carcajada delicada pero sincera, mientras Eleonora reía con dulzura.—Ay, niña mía —dijo Rowena entre risas—. Si vieras lo que hemos visto en nuestras vidas, esto no es nada. Créeme, más escandaloso sería no tener esas marcas después de la luna de miel que te diste.—¡Tía…! —dijo Eira, llevándose las manos al rostro.Eleonora se acercó
Villa secreta del Equilibrio, Italia.2 de enero de 1819, amanecer.El aroma del incienso de ciprés llenaba el aire mientras las primeras luces del año nuevo se filtraban por los vitrales de la antigua sala que ahora servía como cámara de estrategia. En el centro, una mesa de roble tallado estaba cubierta por mapas del Vaticano, planos subterráneos y sellos antiguos. Borgia, Entienne, Teodoro, Eleonora, Rowena —ahora mucho más recuperada— y Eira, se encontraban reunidos. Nadie hablaba por un instante. El silencio pesaba como un presagio.Borgia fue el primero en hablar:—Hoy será el golpe. Innocentius XII está rodeado por sus hombres, pero esta noche celebrará la misa en el antiguo altar de San Clemente. Allí estará más vulnerable. Nuestros aliados dentro del Vaticano lo saben y están listos.—Una vez derrocado, se proclamará la purga de los Cardenales corruptos —agregó Teodoro con tono serio—. Y se restablecerá la red de protección a los monasterios, a los pueblos y al equilibrio mi
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