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Capítulo 5. Una misión, un enigma y un juicio

El corazón de Entienne latía con fuerza. Había llegado el 6 de enero de 1818, sin saber cómo. Se levantó y se acercó a la ventana. Afuera, la nieve caía con lentitud. En algún lugar cercano, Borgia lo observaba. De eso estaba seguro.

Y por primera vez, comprendió algo fundamental: nunca había estado realmente solo. Desde Erik el Sabio hasta el papa Silvestre, pasando por los Borgia, Thorne… Todos eran piezas del mismo tablero. Una Orden escondida en la sombra del trono papal, resguardando lo que debía permanecer oculto.

La cabaña se había transformado en un santuario de silencios y papel. Cada rincón olía a madera antigua, cuero envejecido y tinta seca. Entienne recorría la sala con pasos medidos, como si temiera romper el misterio que se cernía sobre los estantes cargados de historia.

Los libros no eran simples objetos. Eran llaves. La primera hora la dedicó a los títulos más evidentes: tratados sobre la Inquisición, códices religiosos censurados por la Santa Sede, manuales sobre lenguas muertas que conocía apenas de oído. Pero a medida que su mente se adentraba más en aquel templo de palabras, sus dedos comenzaron a escoger tomos menos ostentosos, sin títulos, sin ornamento, como si algo más allá de él los guiara.

Fue entonces cuando lo vio. Un diario encuadernado en lino oscuro, con letras ya desdibujadas por el tiempo:

“Memorias del Prior Marcus D’Aumont” – Año 1745

Entienne lo abrió con cuidado. La escritura era apretada, nerviosa. Cada línea parecía escrita a toda prisa, como si el autor temiera no terminar a tiempo. Leyó, conteniendo el aliento:

“La herejía no es lo que está fuera de la Iglesia. Está en su interior. Mi fe tambalea cuando veo al pontífice bendecir guerras que él mismo financia. Me he refugiado en las montañas del norte, esperando la llegada de un nuevo guardián.”

“Las escrituras hablan de un niño nacido del pecado de los santos… uno que será señalado, pero portará la verdad como castigo.”

El corazón de Entienne latió más fuerte. ¿Un niño nacido del pecado… de los santos? ¿Qué significaba eso? ¿Una abominación? ¿Un heredero? ¿Una señal?

Cerró el diario con brusquedad. El eco del golpe resonó en la sala vacía.

Sus ojos, turbios por pensamientos que no se atrevía a nombrar, buscaron algo más. Casi sin pensarlo, sus manos fueron al último rincón del estante más alto. Allí, envuelto en una tela que alguna vez fue púrpura, encontró un pequeño volumen. Era distinto a todos los anteriores. Su cubierta era de plata ennegrecida, y las hojas tan delgadas como pétalos secos.

Lo abrió. Nada. Solo una página escrita a mano, al final del libro:

*“El conocimiento no es la respuesta. El sacrificio lo es.

Si estás leyendo esto, ya es demasiado tarde para volver.”*

Firmado: — G.B.

Giovanni Borgia.

Entienne tragó saliva. Sentía el peso de cada palabra clavarse en su pecho. Ese libro no contenía información… contenía un juramento. Una sentencia. Una advertencia.

Cerró el libro, y en ese preciso instante, la puerta crujió detrás de él.

Giró con lentitud. Nadie allí.

Solo la puerta abierta, revelando el pasillo de piedra que conducía al túnel por donde había entrado. El fuego aún ardía, pero su calor ya no le era suficiente.

Era una elección.

Podía irse. Fingir que nada había leído. O… cerrar esa puerta tras de sí y seguir el camino que tantos otros habían recorrido antes: el camino hacia lo oculto, hacia lo prohibido, hacia el equilibrio.

Entienne cerró los ojos. Inspiró profundamente. El aroma a papel antiguo y humo de roble lo envolvió como una capa invisible. Alzó la vista hacia el cielo, invisible tras el techo, pero lo sintió. Sabía que no había marcha atrás.

Dio media vuelta. Tomó el picaporte. Y cerró la puerta lentamente.

Desde la cercana colina nevada, oculto entre los árboles, Borgia lo observaba en silencio, los labios curvados en una sonrisa leve y orgullosa. Había esperado ese gesto. No una palabra. No una promesa. Solo un acto. El acto más poderoso de todos: la decisión voluntaria.

—Bien hecho, Entienne —murmuró para sí—. Ahora comienza tu verdadera prueba.

Porque la Orden no se hereda.

Se merece.

El túnel bajo el priorato no tenía fin visible. Las antorchas en las paredes proyectaban sombras danzantes que parecían murmurar secretos al pasar. Entienne avanzó en silencio, la mente aún aturdida por las revelaciones que había leído. Al final del túnel, una gran puerta metálica con relieves de símbolos antiguos se abrió sola al tocarla.

Dentro, una bóveda subterránea tallada en roca viva se desplegaba ante él. El aire era más frío, pero se sentía cargado de electricidad. Una veintena de figuras encapuchadas lo esperaba en formación semicircular. Cada uno de ellos portaba el anillo de la Orden, con el sello de las dos espadas cruzadas y la pluma.

Uno de ellos dio un paso adelante. Era un hombre de rostro severo, con ojos profundamente azules y una barba blanca perfectamente recortada.

—Entienne. Bienvenido al Núcleo de la Orden. Has cruzado la puerta por tu voluntad. Pero para pertenecer a nosotros, primero debes enfrentarte a ti mismo.

Tendrás tres pruebas. Una misión, un enigma y un juicio. No para tu gloria. Para tu alma.

PRIMERA PRUEBA: LA MISIÓN

Sin más palabras, el suelo bajo Entienne vibró. Una plataforma lo descendió a una cámara inferior. Allí, una figura holográfica se proyectó. Era él mismo, joven, sucio, sangriento, con una túnica de inquisidor y una sonrisa desquiciada. En el centro de la sala, una escena fue reconstruida con una precisión aterradora: su madre y su hermana, atadas, llorando. Gritaban su nombre mientras las llamaban brujas.

Las voces eran reales. Las llamas, simuladas con un sistema térmico que hizo que su piel sintiera el calor. Los verdugos eran figuras de niebla, pero los gritos eran exactos.

—Sálvalas —dijo una voz que no era suya, que venía del techo—. Pero sin matar. Solo con perdón.

Entienne apretó los puños. Su cuerpo temblaba. Dio un paso al frente, pero las llamas aumentaron. En su pecho, la rabia latía como una herida abierta.

—¡Fueron ellos! ¡Los malditos herejes! ¡Ellos las mataron!

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no de compasión. De ira. Golpeó la pared. Intentó destruir las imágenes. Quiso matar algo, cualquier cosa.

Pero nada ocurrió.

Fracasó.

SEGUNDA PRUEBA: EL ENIGMA

Lo siguiente fue una sala circular con un domo de cristal sobre su cabeza. En el centro, una esfera de metal suspendida sin cables. La voz volvió a hablar:

—Responde, Entienne:

“¿Qué es aquello que cuando crece, destruye; cuando se apaga, salva; y cuando se guarda, libera?”

Una cuenta regresiva comenzó a proyectarse en el aire. 60 segundos.

Entienne pensó en fuego, en castigo, en silencio. Recordó los libros… recordó las palabras de Borgia… “el conocimiento no es la respuesta. El sacrificio lo es".

—¡La fe! —gritó.

Nada.

—¡El odio! —gritó más fuerte.

La esfera vibró peligrosamente.

—¡El dolor!

El tiempo acabó.

La respuesta era: el perdón.

TERCERA PRUEBA: EL JUICIO

Una última sala se abrió ante él. Era un espejo. Solo eso. Un gigantesco espejo de agua sólida. Al tocarlo, se vio de nuevo joven, pero no como inquisidor… sino como un jevencito. De rodillas. Llorando frente a las cenizas de su madre.

—¿Quién tiene la culpa? —preguntó la imagen.

—Los herejes —respondió él.

—¿Quién encendió el fuego?

—Los inquisidores —contestó, y dudó.

—¿Quién creyó en ellos?

Entienne cayó de rodillas. El peso era insoportable. Recordó cada noche de sexo sin amor, de castigos, de sermones gritando odio. Edward le había dado una salida… pero él había elegido el camino más oscuro disfrazado de fe. Porque le era más fácil odiar que perdonar.

—¡No puedo! ¡Nunca podré perdonarlos! ¡¡Ellos las mataron!!

Lloraba. No con redención, sino con furia. Gritaba desde lo más hondo de su alma.

—¡No descansaré hasta aniquilar a cada maldito hereje! ¡Hasta que griten como ellas gritaron!

Y el juicio terminó.

El suelo se abrió lentamente, lo expulsó de la cámara. Las sombras lo rodearon, no con burla… sino con silencio. No fue rechazado. Pero tampoco fue aceptado.

Borgia, desde un rincón, observó. No dijo nada. Solo susurró al oído de su líder encapuchado:

—Aún no es tiempo. Debe sanar más. Solo el fuego que lo forjó podrá destruir su odio.

Entienne quedó solo, de rodillas, temblando. Había fallado. Pero la semilla estaba plantada.

La verdadera prueba apenas comenzaba.

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