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Capítulo 6. El Mandato del León y la Cruz

Aquel amanecer de invierno en Roma no traía luz, sino sombras alargadas sobre los muros centenarios del Vaticano. Las palomas revoloteaban entre las estatuas que decoraban la entrada lateral, por donde solo los enviados más fieles y letales eran admitidos. Entienne caminaba con paso firme, el manto negro ondeando con el viento helado. Sus ojos estaban endurecidos, su cuerpo cansado, y su alma… desgarrada.

El viaje desde Inglaterra había sido largo, pero el rostro de su madre y su hermana aún ardía en sus pensamientos como la pira que las consumió. No había dormido. No podía. No después de las pruebas.

La Guardia Suiza lo saludó con respeto apenas entró al pasillo de mármol que conducía a los aposentos papales secretos. El perfume del incienso no lograba ocultar el hedor de la intriga. Las pinturas doradas en las bóvedas observaban su andar como testigos de siglos de sangre en nombre de Dios.

Al llegar, dos puertas altas se abrieron en silencio. Lo esperaban.

Sentado en su trono de madera tallada, con vestiduras de un blanco reluciente bordeado en oro, se hallaba Su Santidad Innocentius XII, un hombre de rostro anguloso, mirada de acero y sonrisa medida e hipócrita. Tenía apenas cuarenta y cinco años, pero el peso del poder y la astucia le daban la apariencia de alguien mucho más viejo. No había dulzura en sus ojos, solo cálculo, odio, pode y posesión.

—Entienne. —pronunció con tono suave—. Hijo querido de la espada divina… Ven. Acércate.

Entienne se arrodilló, besó su anillo con reverencia y se incorporó, cruzando las manos tras la espalda.

—Santidad.

—Háblame de Escocia. ¿Has hallado lo que te encomendé?

—Nada en concreto, Santidad. —mintió sin temblar—. Pero limpié el terreno. Tres aldeas estaban contaminadas. La palabra de Dios arde de nuevo en esos rincones.

El Papa esbozó una sonrisa retorcida, satisfecho. Sus ojos brillaron con orgullo.

—Excelente. Dios bendice a sus instrumentos más afilados… Y tú, Entienne, eres el más puro entre los puros. Tus manos son fuego divino.

—Mi alma arde solo por su mandato.

Innocentius XII aplaudió una vez, apenas, y un secretario se acercó con un documento sellado.

—El Reino de Inglaterra nos ha enviado una súplica. El Rey Leopoldo Thorne —dijo el nombre con cierta ironía, casi desprecio—. Dice que en una abadía olvidada de Cornualles, llamada Caelia, se están refugiando herejes. En nombre de Cristo.

Entienne alzó la vista, pero no dijo nada. Su pecho se tensó. Sabía qué lugar era ese.

—Desea que enviemos a alguien… firme. Alguien que no tenga miedo de encender hogueras si es necesario.

El pontífice extendió la carta. El sello del león inglés aún brillaba en cera roja. Entienne la tomó con cuidado, y asintió sabía que sería él, el designado.

—Aniquilaré a todo aquel que manche el nombre del creador.

Pero Innocentius alzó un dedo.

—No tan rápido. Antes deberás presentarte ante el Rey Leopoldo. Él te dará provisiones, hombres si los necesitas… y lo que tú y yo sabemos que podría necesitarse: acceso a sus archivos. Al parecer, este asunto es más profundo de lo que dice la carta.

Entienne tragó saliva. Había un leve temblor en su mano, uno que no dejó ver.

El Papa lo percibió.

—¿Te incomoda la misión, hijo?

—Solo deseo cumplirla con perfección.

—Bien. —El pontífice se levantó. Sus pasos eran lentos, pero seguros—. El mundo está podrido. Tú eres mi lanza. No falles.

Luego se detuvo. Se giró hacia él con frialdad helada.

—Oh… y Entienne. Vigila al cardenal Borgia si llegas a verlo. Hay rumores. Un nuevo informante en el convento de Santa Mildred de Dorseth, en el sur de Inglaterra, dice que Borgia viaja muy seguido a tierras inglesas. Y siempre… sin escolta.

—¿Borgia? —Entienne fingió sorpresa, con la pericia de un asesino profesional—. Pensé que sus días de campo habían acabado.

—Y yo pensé que la lealtad no se ocultaba bajo túnicas negras. Pero los tiempos cambian. Y la traición siempre florece donde el poder crece.

Entienne asintió. Ya no solo iba a cumplir una misión. También debía jugar al juego del Vaticano. A doble cara. A doble filo.

Al salir de la sala papal, mientras los guardias volvían a cerrar las puertas, Entienne respiró hondo. El viaje a Inglaterra debía comenzar de nuevo. Pero ahora, con más que una misión… Con una carga.

La luna colgaba alta sobre el cielo de Londres cuando el carruaje papal atravesó los portones de Whitehill Castle, residencia del joven monarca Leopoldo Thorne, rey de Inglaterra desde hacía apenas siete años. Su reinado, aunque firme, estaba marcado por la ostentación, el despilfarro y una atmósfera decadente que se extendía por sus salones como una peste dulce.

Entienne Valois descendió del carruaje en medio de la noche, envuelto en su manto oscuro. El mármol blanco del vestíbulo reflejaba la luz de cientos de candelabros dorados que colgaban como ramas invertidas desde el techo, donde los querubines esculpidos parecían llorar en silencio.

El ambiente era denso. Lleno de perfume, vino y lujuria.

Las risas escandalosas de mujeres semi desnudas resonaban por el corredor principal. Músicos tocaban en un rincón, sus notas se perdían entre susurros indecentes. Hombres vestidos de terciopelo y plumas se inclinaban ante el rey con adulación grotesca, como si su sola presencia bendijera sus vicios. Entre ellos, Entienne caminaba como un cuervo entre cisnes drogados.

Observaba todo.

Un cortesano escondía polvo blanco bajo su manga.

Una dama de compañía reía con los ojos vidriosos.

Un obispo viejo acariciaba con lujuria una copa de vino mientras lanzaba miradas a los muslos de una joven noble.

Y en el centro, sobre un trono bajo, con la corona ladeada y una copa de oro en mano, estaba él: Rey Leopoldo Thorne, de apenas treinta años, bello como una pintura renacentista, con la expresión altanera de quien sabe que puede mandar a la horca con un solo dedo.

—Ah… ¡Valois! El verdugo de Roma. —exclamó el rey con una sonrisa torcida—. Ven, acércate. Me han hablado tanto de ti que comencé a creer que eras un mito.

Entienne hizo una leve reverencia, sin inclinar la cabeza.

—Majestad.

El rey le estudió con detenimiento. Chasqueó los dedos, y una mujer se le acercó con más vino.

—¿Sabes, Entienne? —dijo mientras la mujer le besaba el cuello—. Me agrada recibir hombres sinceros. Aquí todos me mienten. Me halagan. Me lamen los talones. ¿Tú lo harás?

—No. —contestó Entienne con voz seca—. No vine a adular, sino a cumplir una misión. De Dios.

Varias mujeres soltaron una carcajada exagerada. Una de ellas, completamente desnuda excepto por un collar de perlas, intentó posar una mano en el brazo de Entienne. Él la miró con frialdad, y la apartó con apenas un gesto.

El rey alzó una ceja, divertido.

—Eres de hielo. O de piedra. Qué exquisita rareza. Debiste nacer entre reyes, no entre frailes.

Entienne ladeó apenas la cabeza.

—Hablando de nacimientos, majestad… Me extraña ver tantas damas ligeras de ropa a su alrededor. Pensé que estaba casado.

El silencio cayó por un instante. Hasta los músicos bajaron la melodía.

Los ojos del rey se entrecerraron. Aún sonreía, pero ya no había diversión.

—Ah… mi esposa. —dijo con voz más grave—. Una historia amarga. Se volvió loca, ¿sabes? Una enfermedad que ni los médicos ni los santos pudieron entender.

El cardenal Borgia —dijo el nombre con pesadez— se la llevó lejos, a un convento en los fiordos del norte. Allá, dicen, podrá encontrar paz.

Los ojos de Entienne brillaron. La pieza encajaba. El dolor del rey… ¿o era culpa? ¿Miedo? ¿Mentira?

—¿Y no has sabido más de ella?

—No. Y prefiero no hablar de ello. —bebió de su copa, luego se levantó—. Pero tú, huésped mío, disfrutarás de los placeres de este castillo. Quédate unos días. Olvida tus hogueras y tus rezos.

—No vine a buscar placer, sino propósito. Y no dormiré donde el pecado gotea de los muros.

El rey rio con fuerza.

—¡Por Dios! Eres más feroz que mi madre, y eso es decir mucho.

Chasqueó los dedos. Un lacayo joven, tembloroso, se acercó.

—Llévalo a la habitación real del ala este, la de las columnas de mármol. Dale lo mejor. Y tráiganle agua caliente. Aunque no creo que le guste…

Entienne asintió, girándose sin más palabra. Mientras avanzaba por los pasillos, vio lo que los demás fingían no ver.

Un joven noble, hijo de algún duque ignorante, jaló violentamente a una sirvienta que apenas se le veía la edad estipulada para tales actos Ella chilló bajito.

—Por favor… no… No quiero…

Pero el joven comenzó a manosearla, empujándola contra una pared. Entienne no intervino. No aún. Solo observó, grabó su rostro, su andar, el blasón de su cinturón. Lo recordaría.

Más adelante, una túnica negra colgaba semioculta tras un biombo. El ribete dorado era de un clérigo de alto rango. Su portador tenía voz suave, pero las palabras eran veneno. Sabía a quién pertenecía. La corrección vendría. Pero no ahora.

Finalmente, al llegar a su habitación, el lacayo se inclinó.

—Señor… El agua no estará lista.

Entienne lo miró fijamente.

—¿Por qué?

El lacayo tragó saliva.

—Su Majestad prohibió los baños desde hace tres inviernos. Dice que los médicos de la corte le enseñaron que… —miró hacia los lados—… que el agua abre los poros y deja entrar a los demonios. Que bañarse es invitar a la enfermedad. Solo se perfuman.

Entienne alzó una ceja. Entró en la habitación. Estaba adornada con tapices lujosos, cama de cuatro columnas, mármol en el suelo… pero un olor rancio y agrio flotaba en el aire.

—Tráeme una cubeta de agua, por lo menos. O sangre correrá antes del alba.

El sirviente corrió.

Entienne cerró la puerta. Se quitó el manto. Se sentó, cansado. Pero su mente no descansaba.

Había llegado a la guarida de los lobos.

Y estaba dispuesto a prender fuego desde dentro.

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