La niebla cubría los riscos de Cornualles como un sudario.
En la apartada Abadía de St. Caelia, el viento gemía entre los viejos vitrales, como si el mismísimo cielo lamentara los secretos que allí se tejían.
La abadesa Rowena, de rostro severo, pero alma piadosa, atendía con urgencia a la nueva interna.
Una mujer de treinta y siete años, de cabello oscuro enmarañado por el sudor de la fiebre, descansaba agitada en una de las habitaciones más ocultas de la abadía, destinada solo a huéspedes excepcionales.
Había sido Geovanni Borgia quien, semanas atrás, la trajo de manera clandestina usando una de las entradas secretas que solo los fundadores conocían.
Todo debía ser discreto. La dulce Eira, la que quería como a una hija y la mejor de sus monjas, había querido ayudar en cuanto supo de la misteriosa paciente. Pero Rowena, firme, le había negado el acceso y la había enviado a su habitación, con la excusa de preservar la paz de la interna.
Ahora, a solas, la abadesa tomó la mano de la mujer enferma, sintiéndola arder como el fuego.
—No entiendo por qué te trajeron aquí… —susurró Rowena, angustiosa.
La mujer abrió los ojos apenas un instante, pero el delirio de la fiebre se los volvió a cerrar. La abadesa, al borde de las lágrimas, continuó, como si buscara liberar el peso que oprimía su pecho.
—No podré ocultarte para siempre. Ella… —Su voz tembló—, ella preguntará quién eres y sabrá la verdad en cuanto te vea.
Rowena cubrió su rostro con las manos y lloró en silencio, el dolor rompiéndole el alma. Pero sabía que la llegada de aquella mujer cambiaría todo. Que su protegida, su amada Eira, no podría escapar al destino sellado antes de su nacimiento.
Mientras tanto, en el Vaticano, bajo los frescos del techo que parecían mirar desde los cielos, el cardenal Geovanni Borgia paseaba lentamente por su habitación. La soledad era su aliada; el silencio, su escudo. Sabía que el nuevo pontífice, Innocentius XII, planeaba alejarlo.
Sabía que su influencia en el Colegio de Cardenales era un obstáculo para los oscuros designios del actual trono papal. Pero también sabía que la elección del pontífice había estado viciada de trampas y engaños, y que más pronto que tarde la verdad emergería. Por eso, debía actuar con inteligencia. Y por eso era urgente cumplir la misión que su verdadero amigo, Edward Thorne Ashcombe, le había encomendado.
Mientras caminaba, meditaba sobre otro asunto que le pesaba. Entienne Valois. El joven inquisidor, su antiguo pupilo, había caído en una senda oscura, cegado por la masacre y la intolerancia disfrazada de fe.
Borgia sabía que su deber era mostrarle el verdadero camino. Pensó entonces en la única esperanza que les quedaba. La Orden del Equilibrio.
Una sociedad secreta, fundada hacía siglos, para mantener el delicado balance entre religión y política. Su creador había sido un hombre legendario, un vikingo llegado a las costas inglesas antes de que la historia misma se atreviera a nombrarlo. Su nombre era Erik Thorvaldsson el Sabio, un guerrero que abandonó el saqueo para abrazar la fe cristiana, sin renunciar jamás a su sentido de la justicia.
Bajo el amparo de esa antigua sociedad, generación tras generación, se protegía el libre albedrío de los hombres frente a la corrupción del poder. La Orden del Equilibrio aún vivía, en susurros y acciones invisibles, y Borgia con Rowena eran unos de sus guardianes. Lamentablemente, sus planes inmediatos habían sufrido un revés.
Gracias a sus informantes, supo que Entienne ya había partido hacia Escocia, en busca del “hereje” que tanto deseaba exterminar.
Lo bueno era que Entienne no sabía a quién buscaba realmente.
No sabía si era hombre o mujer.
No sabía que el verdadero secreto estaba mucho más cerca de lo que imaginaba. Borgia suspiró, mirando hacia la ventana donde la noche comenzaba a caer sobre Roma.
Dejaría que el tiempo… Y que Dios… Mostrarán a todos cuál era el verdadero camino. Mientras tanto, en una habitación oculta de Cornualles, el destino de Eira latía, todavía dormido… pero ya empezaba a despertar.
El invierno había llegado con una crudeza inusitada a Cornualles. El año de 1817 agonizaba entre tormentas y frío implacable, trayendo consigo las consecuencias de tiempos turbulentos.
En Inglaterra, la hambruna de la posguerra aún se hacía sentir, producto de los estragos de las Guerras Napoleónicas recién finalizadas.
Las malas cosechas, combinadas con las políticas injustas como las Corn Laws, habían llevado a los campesinos a la miseria, y en los campos de Cornualles los hombres luchaban cada día por extraer de la tierra helada lo poco que podían llevar a sus mesas.
La desesperanza se respiraba en el viento, tan cortante como cuchillas.
Sin embargo, la Abadía de St. Caelia, perdida entre riscos y acantilados, seguía siendo un refugio silencioso para almas desgarradas.
La mujer que semanas atrás había sido traída en secreto por Geovanny Borgia ahora estaba lúcida.
Su mente, aunque aún débil, se había despejado de la niebla de la fiebre.
Sin embargo, obedeciendo las instrucciones estrictas de la abadesa Rowena, no salía de su habitación, sino hasta que todo en la abadía estuviera sumido en el sueño más profundo.
La explicación era sencilla: su presencia debía permanecer oculta.
Ni siquiera las monjas debían sospechar.
Ella había aceptado esas condiciones sin rebelarse, agradecida de no volver a estar encerrada en la soledad fría de aquella torre de castillo donde había languidecido durante años.
Pero la sangre siempre llama.
Y aquella madrugada, en que la lluvia azotaba los ventanales como látigos, y el viento parecía querer arrancar las piedras mismas de los muros, la mujer sintió la imperiosa necesidad de caminar.
De sentir el mundo vivo bajo sus pies.
Se colocó un manto grueso, de lana burda, que la abadesa le había dejado, y salió de su habitación.
Los caminos de piedra, cubiertos de musgo resbaladizo, se extendían como arterias verdes entre los jardines apagados de la abadía.
El aire helado le calaba hasta los huesos, pero ella avanzó, dejando que la humedad le pegara el cabello al rostro y que el sonido de los animales nocturnos —el aullido lejano de un zorro, el ulular de un búho— acompañaran su solitario paseo.
Mientras tanto, en otro extremo de la abadía, una jovencita no encontraba descanso.
Eira, siendo tan jovencita, se revolvía una y otra vez sobre su estrecha cama.
Las habitaciones de las monjas benedictinas eran austeras hasta el extremo. Pequeñas habitaciones de piedra, con paredes desnudas, iluminadas apenas por una vela temblorosa sobre una mesilla tosca.
Cada celda contenía lo estrictamente necesario: una cama estrecha de madera maciza, un jergón de paja envuelto en una sábana de lino rústico, una manta gruesa para soportar el frío, un reclinatorio para la oración, y un sencillo crucifijo de hierro sobre la pared.
No había lujos. No había comodidad. Solo silencio, soledad y obediencia.
Eira, sin embargo, no podía permanecer en su cama. Una inquietud la había atrapado.
Algo más fuerte que la lógica, más intenso que la obediencia ciega que se debía al hábito.
Se envolvió en su manta marrón, se colocó unos zuecos de madera, y salió a los pasillos.
Los grandes corredores de la abadía se extendían como ríos de piedra, con arcos de medio punto, iluminados aquí y allá por antorchas que chisporroteaban contra la humedad.
Eira caminaba descalza sobre las piedras frías, sosteniendo la manta con una mano y con la otra tocando la pared, como buscando seguridad. No debía. Sabía que no debía. La madre Rowena le había prohibido acercarse a la mujer desconocida. Pero su juventud y su curiosidad fueron más fuertes.
Avanzó hacia el ala más apartada, aquella que alguna vez había pertenecido a las peregrinas enfermas, pero que ahora era usada para ocultar algo… o alguien.