Dos noches después del nacimiento de Fiorella, la casa dormía en completo silencio. El murmullo de la fuente del jardín y el lejano canto de los grillos eran los únicos sonidos que acompañaban la calma.
Pero de pronto, un grito rasgó la madrugada.
—¡¡NOOOO!! ¡¡NOOOOO!!
Edward fue el primero en llegar a la habitación de Rowena, con una bata sobre su camisa de dormir y el corazón latiendo con fuerza. Entró sin pensarlo dos veces.
—¡Rowena! ¡Estoy aquí! —dijo con voz firme.
Rowena estaba empapada en sudor, incorporada en la cama, los ojos perdidos pero brillantes. Jadeaba como si hubiera corrido por horas. Su cabello se pegaba a sus sienes.
Eleonora entró segundos después, con la barriga prominente y el rostro asustado.
—¿Qué ocurre?
Edward ya lo sabía. La había visto muchas veces en ese estado.
—Una visión —dijo en voz baja—. Una premonición del futuro.
Rowena lo confirmó con un tembloroso susurro.
—Sí… sí… el equilibrio se ha adelantado. El niño nacido y alimentado con sangre de vírgene