El verano en Toscana era un regalo de Dios.
El cielo, de un azul profundo y sin nubes, abrazaba los viñedos y los campos de girasoles que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Las cigarras cantaban su himno de mediodía, y la brisa que venía desde el valle acariciaba las ventanas abiertas de la Villa della Luce, una propiedad de piedra clara, con persianas verde oliva, arcos adornados con bugambilias y una fuente de mármol en el centro del jardín que cantaba su murmullo constante.
La casa había sido un regalo de Edward Thorne para su hija.
—No pude darte una infancia entre algodones —le había dicho a Entienne al entregarle los documentos—, pero ahora quiero que tu esposa y tus hijos vivan en la seguridad que yo no pude darles.
Además de la villa, Edward les había concedido varias tierras en Inglaterra, propiedades en York y Dorset. Pero ni Eira ni Entienne deseaban regresar aún. Italia era su hogar ahora. Entienne había invertido parte de la dote en un negocio de exportación de