La habitación aún estaba en penumbra, el sol apenas se alzaba por el horizonte cuando Eira se removió entre las sábanas, soñando con el calor del cuerpo de Entienne. Pero al abrir los ojos, se sobresaltó. Frente a ella, sentadas en una silla junto a la ventana, estaban Rowena y Eleonora, conversando en voz baja.
—¡Ah! —exclamó Eira incorporándose bruscamente.
Las sábanas cayeron en el movimiento dejando al descubierto sus senos desnudos, llenos de marcas rojizas y profundas. Su piel blanca las hacía más visibles, como pinceladas sobre porcelana. Se tapó instintivamente, roja de vergüenza, mientras murmuraba:
—¡Dios mío… qué vergüenza…!
Rowena soltó una carcajada delicada pero sincera, mientras Eleonora reía con dulzura.
—Ay, niña mía —dijo Rowena entre risas—. Si vieras lo que hemos visto en nuestras vidas, esto no es nada. Créeme, más escandaloso sería no tener esas marcas después de la luna de miel que te diste.
—¡Tía…! —dijo Eira, llevándose las manos al rostro.
Eleonora se acercó