La mañana del 23 de enero de 1819 amaneció con un silencio denso en Roma. El cielo se hallaba cubierto por una neblina tenue, como si la ciudad misma aguardara con temor lo que habría de suceder ese día. Era el día de la misa mayor de San Clemente, una ceremonia solemne que congregaba a toda la jerarquía eclesiástica en la antigua Basílica de San Clemente, donde se celebraba no solo la memoria del mártir, sino el poder absoluto de quien portaba la tiara papal.
En un ala secreta de una vieja villa romana, Geovanni se encontraba reunido con sus más fieles aliados: Entienne, ahora vestido con una imponente capa negra que le cubría hasta las botas; Teodoro, cuyo porte imponente contrastaba con la delicadeza de sus movimientos estratégicos; y un pequeño grupo de cardenales leales a la Sociedad del Equilibrio, vestidos de rojo pero con el corazón claro.
—Hoy no se gana con sangre, sino con verdad —sentenció Borgia, su voz firme como roca—. Hoy el Pontífice caerá ante lo que siempre ha temid