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Capítulo 1. La muerte del Pontífice.

Abadía de St. Caelia, Cornualles, Inglaterra — año 1817

La lluvia golpeaba los vitrales con fuerza, como si el mismo cielo llorase la tragedia que acababa de acontecer. La gran campana de la abadía resonaba en un lúgubre tañido, anunciando la muerte de un alma noble y santa.

En el corazón de la abadía, dentro del oratorio privado, la Abadesa Rowena MacKellen se encontraba de rodillas, con las manos apretadas sobre el regazo y los ojos anegados en llanto. Su rostro, curtido por los años y el deber, se quebraba bajo el peso del dolor.

Un pergamino, aún húmedo por la lluvia, yacía a sus pies. Las letras, escritas con mano temblorosa, confirmaban la noticia.

Su Santidad Adrianus IV había muerto en Roma. Rowena se cubrió el rostro con ambas manos, sus sollozos resonando en las frías paredes de piedra.

Los suaves pasos de Eira rompieron el silencio. La joven, vestida ya con su sencillo hábito blanco, se acercó, confundida y alarmada al ver a la abadesa en ese estado.

—Madre Rowena… ¿Qué sucede? —preguntó con voz dulce, arrodillándose a su lado.

Rowena alzó su rostro, las lágrimas surcando sus mejillas.

—Hija mía… el mundo ha perdido a un gran hombre —susurró, su voz rota—. El Santo Padre… nuestro querido pontífice… ha partido al encuentro del Señor.

Los verdes ojos de Eira se llenaron de pesar.

—¿Ha muerto…? —murmuró, como si la palabra misma doliera, y sintió que su corazón se aplastaba de dolor, aunque no conocía al pontífice.

Rowena asintió, temblando. Eira, siguiendo un impulso puro, abrazó a la abadesa, rodeándola con sus brazos.

—No llores, madre. Él está ahora en un lugar mejor… junto a los santos.

Rowena cerró los ojos, abrazándola con fuerza, como si temiera perderla también.

—Tienes el corazón más puro, Eira. No dejes nunca que el mundo corrompa esa luz que llevas dentro. Él… —La voz de Rowena se quebró, pero continuó—. Escúchame, Eira… —le dijo entre sollozos—. El mundo es un lugar duro, lleno de juicios y falsedades. Pero tú… tú debes permanecer en la luz. No permitas que la oscuridad te toque jamás. Tienes un corazón noble. No importa quién seas ni de dónde vengas… lo único que importa es lo que hagas con lo que el Señor ha puesto en ti.

Eira asintió, con lágrimas en los ojos. Rowena le acarició la mejilla con dulzura.

—Él… el Pontífice… siempre te tuvo presente en sus oraciones. Siempre. Él te habría amado como yo te amo ahora.

Eira la abrazó más fuerte, sin saber que las lágrimas que caían sobre su hombro eran también las de una madre sustituta, que acababa de perder al hombre que más había amado. La joven apoyó su frente en el hombro de la abadesa, sin comprender la profundidad de aquellas palabras.

—Oraré por su alma cada día de mi vida —prometió Eira en un susurro.

Rowena acarició el cabello pelirrojo de la joven, conteniendo un grito de dolor que amenazaba con rasgar su alma. “Perdóname, señor, por ocultarle la verdad…”

Por un largo momento, no hubo palabras. Solo el sonido de la lluvia, el crepitar del fuego, y dos corazones latiendo en un mismo dolor.

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Algún lugar de Europa — año 1817

La noche se cerraba sobre las ruinas de un antiguo monasterio, escondido en las montañas de Navarra, España. La inquisición había llegado. No había escapatoria.

Bajo el estandarte rojo y dorado de Roma, los hombres marchaban en silencio, rodeando la abadía destruida. El fuego iluminaba los rostros tensos y decididos.

Al frente de todos, cabalgaba Entienne de Valois. De tan solo veintisiete años, el inquisidor era una figura temida en todo el continente. Había sido nombrado Inquisidor Supremo a los veinticinco años, cuando su destreza en las armas y su fría estrategia lo hicieron destacar entre miles. Desde entonces, había servido sin fallos, cazando traidores, apóstatas y herejes, en nombre de la fe y del orden sagrado.

Entienne desmontó con rapidez, su espada negra colgada de su cinturón. Sus ojos grises, fríos como el acero, escaneaban la escena.

Un sacerdote tembloroso se acercó a él.

—M-mi señor Inquisidor… los herejes se esconden dentro… mujeres y hombres que se niegan a reconocer la autoridad de Roma…

Entienne levantó una mano, ordenando silencio. Su mirada se endureció.

—Nadie abandona este lugar vivo. —Su voz era un cuchillo.

Con una seña, sus hombres rodearon la abadía, y las puertas fueron derribadas. En menos de una hora, la “limpieza” había terminado. No hubo misericordia.

Los cuerpos eran lanzados en una gran pira funeraria. El fuego rugía contra la oscuridad de la noche, llevando consigo las últimas plegarias de los condenados.

Entienne observaba en silencio, su capa ondeando en el viento.

Se acercó a su segundo al mando, un caballero templario veterano.

—¿Algún documento? ¿Alguna carta?

El soldado negó con la cabeza.

Entienne suspiró, cubriendo sus manos con guantes negros.

—Que no quede nada —ordenó—. Que este lugar sea ceniza. Ningún recuerdo de herejía debe sobrevivir.

Así era él. Exacto, letal, implacable.

Así lo había forjado Roma… y su amo actual.

Un mensajero llegó jadeando al amanecer.

—Señor… el Santo Padre Adrianus IV… ha muerto.

Por un instante, solo un parpadeo, Entienne se detuvo.

—¿Y el sucesor?

—Ya ha sido nombrado, señor. Su Santidad Innocentius XII. Con nombre de nacido Donatello Grasso.

Entienne asintió lentamente.

Él sabía que el nuevo pontífice no era un hombre santo. Sabía que Innocentius XII era mucho más ambicioso, más cruel, más dispuesto a derramar sangre si eso aseguraba el control y el poder.

Y sabía también el secreto que solo cinco personas a parte de él, el mundo conocían:

Que el antiguo pontífice había engendrado un hijo ilegítimo. Una herejía viva. Una amenaza que debía ser eliminada.

Entienne no conocía la identidad del hereje. Solo sabía que debía encontrarlo… o incinerarlo por órdenes de Donatello y que no cumpliría siempre y cuando no llega al puesto, cosa que ahora sería imposible no cumplir.

Entienne se giró hacia sus hombres, con los ojos encendidos de una nueva determinación.

—Prepara las bestias. Partimos al alba.

Pronto… muy pronto, la caza comenzaría.

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Ciudad del Vaticano — Roma, año 1817

La Basílica de San Pedro se hallaba envuelta en un luto espeso y solemne.

La muerte de Su Santidad Adrianus IV, considerado por muchos como el mejor pontífice de la era moderna, había dejado un vacío insondable en la Santa Sede.

Su partida era un misterio… y entre las sombras de Roma, más de uno susurraba que no había sido obra de Dios.

Dentro del Palazzo Apostólico, en la sala del Consistorio, dos figuras vestidas de luto intercambiaban miradas silenciosas:

El cardenal Geovanny Borgia, y el recién llegado, el Santo Inquisidor de la Espada Sagrada, Entienne Valois, también conocido como “el Azote de Dios”. Entienne había sido, años atrás, pupilo de Borgia durante su formación teológica.

Pese a la dureza de su vida y a las cicatrices que le cubrían el alma, Borgia conocía bien que Entienne, en el fondo, conservaba un corazón justo.

Pero ahora no era tiempo de nostalgia. Ahora, solo bastó una mirada entre ellos para saber la verdad.

Adrianus IV no había muerto por causas naturales. Había sido asesinado o eso es lo que hicieron creer algunos.

Y lo que más importaba en aquel momento era la pregunta que ardía en los labios de todos los hombres de fe que sabían de tan grande secreto. ¿Qué pasaría ahora con la herejía nacida diecisiete años atrás?

El gran portón del roble se abrió con un estruendo.

Los dos hombres se inclinaron cuando el nuevo pontífice, Innocentius XII, hizo su entrada majestuosa, ataviado con ropajes de oro y púrpura.

Sus ojos pequeños y astutos brillaban de ambición, y en sus labios curvados se dibujaba una sonrisa helada.

—Cardenal Borgia. Inquisidor Valois. —Su voz era como el siseo de una serpiente—. Acérquense

Los dos se arrodillaron, besando el anillo papal. Innocentius XII tomó asiento en su trono dorado y los miró con fría expectación.

—Hemos llorado suficiente. Ahora... hablemos de lo importante —escupió con desprecio—. ¿Dónde está la herejía? ¿Dónde se oculta el pecado que el traidor Adrianus IV dejó como legado? ¿Y qué noticias traen ustedes, mis fieles servidores?

Hubo un silencio tenso. Entienne se adelantó primero, firme y respetuoso.

—Santísimo Padre, cumplí la misión encomendada en España. Localizamos y extinguimos un convento infectado de rebeldes y herejes. Ninguno escapó. El fuego consumió hasta el último pergamino de apostasía.

Innocentius XII sonrió con satisfacción maliciosa.

—Dios actúa a través de tu espada, Valois. El Azote de Dios nunca falla.

Se giró entonces hacia el cardenal Borgia, sus ojos achinados brillando con suspicacia.

—¿Y tú, Borgia?. Dime… ¿Qué fue de la misión que te encomendó ese hombre…? —hizo una pausa cargada de veneno—. Edward Thorne Ashcombe, ese fue su nombre antes de pretender ser santo. Que el Señor lo tenga en su gloria… o en el infierno —agregó con una sonrisa burlona.

Borgia, imperturbable, inclinó la cabeza y respondió:

—Mi señor pontífice… fui enviado a Inglaterra por mandato de Su Santidad Adrianus IV —su voz era grave y medida—. Había recibido una misiva del rey Leopold Thorne Ashcombe, solicitando una investigación. Se sospechaba que la reina sufría de… perturbaciones mentales.

Borgia guardó un breve silencio, fingiendo pesar, y continuó:

—He de informar, con tristeza, que las sospechas eran correctas. La reina… ha perdido la razón.

Innocentius XII soltó una carcajada breve, seca.

—¡Dios ha hecho justicia! —exclamó, levantando una mano al cielo—. Tanto en España, por tu espada, Valois, como en Inglaterra, por la miseria de esa ramera… ¡La hija del demonio que trajo al mundo una abominación! Que sufra en vida, y aún más en la muerte.

Se acomodó en su trono, más satisfecho aún.

—Descansa, Borgia. Se te asignarán nuevas tareas— añadio—. Pronto irás a otras tierras

Puedes retirarte.

Borgia se inclinó reverentemente, besó el anillo papal y los pliegues de la túnica pontificia, y se retiró de la sala sin mirar atrás.

Pero lo que Innocentius XII no sabía era que el viejo cardenal tenía oídos en cada rincón del Vaticano, y mucho más allá. Cuando quedaron solos, el pontífice se inclinó hacia Entienne, su expresión endurecida.

—Valois… tú no eres como ellos. No confío en serpientes como Borgia… pero en ti, sí.

Entienne permaneció en silencio, esperando las órdenes.

—Tienes ahora una misión divina —continuó el pontífice con voz baja, casi venenosa—: Encuentra a ese pecado andante. A ese engendro del diablo. Busca en Escocia. Busca en Inglaterra. Trae buenas noticias a esta casa… y al Creador.

Entienne, sin pestañear, se arrodilló de nuevo, tomó la mano del Papa y besó el anillo y los pliegues de su vestidura, como dictaba el protocolo.

—Cumpliré su voluntad, Santidad.

Cuando se retiró, su capa negra flotando detrás de él como la sombra de un cuervo, sabía que el verdadero juego apenas comenzaba.

Y ni el propio pontífice imaginaba que, en las oscuras galerías del Vaticano, otros oídos seguían cada palabra… cada movimiento.

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