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Capítulo 7. El azote de Dios.

Tres días habían pasado desde la llegada de Entienne Valois a Londres, y en ese tiempo su mente aguda no descansó. No era hombre de ocio ni de descanso. Durante las mañanas recorría la ciudad con capa y capucha, camuflado entre la multitud. Por las noches, interrogaba discretamente a criados, nobles menores, y hasta prostitutas que lo recibían con una mezcla de temor y fascinación. Su voz era severa, sus ojos eran puñales envueltos en silencio.

Había reunido nombres, blasfemias, alianzas. Sabía ya cuáles duques apoyaban ciegamente al rey, cuáles lo despreciaban en silencio, y cuáles fingían neutralidad, esperando ver qué bando saldría triunfador. Había descubierto también que la mujer que el rey mantenía oculta, una joven noble de la región de Norfolk, estaba embarazada, y que el monarca había jurado casarse con ella solo si el hijo era varón. En caso contrario, sería enviada lejos, tal vez a un convento en Escocia, con una bolsa de monedas y el nombre sellado bajo amenazas.

Entienne no se sorprendió. La carne dominaba al rey, no el alma. Esa mañana del tercer día, vistiendo sus ropajes oscuros, con la cruz de plata brillando sobre su pecho, Entienne pidió audiencia en la sala del trono. El rey lo recibió con mejor aspecto: su cabello peinado, una capa de terciopelo escarlata, y rodeado por su séquito de consejeros. El ambiente era solemne, aunque fingido. El consejero real, Lord Wexham, alzó la voz:

—El inquisidor de Roma tiene la palabra.

Entienne hizo una leve reverencia. Su tono era firme, pero tranquilo:

—He venido a hablar con Su Majestad sobre la carta que envió al pontífice, en la cual se denuncia una abadía donde supuestamente se refugian herejes… y algo más.

El rey apretó la mandíbula. Se levantó sin decir palabra, y con un movimiento de su anillo indicó que todos abandonaran el salón. Cuando quedaron solos, se acercó con una sonrisa tensa y le extendió la mano:

—Ven, caminemos. Este palacio tiene más historia de la que sueles leer en los libros de Roma.

Caminaron juntos por los largos pasillos del palacio de Whitehill, cuyas paredes estaban cubiertas por retratos de los antiguos reyes de Inglaterra, cada uno con su mirada perpetua, como si vigilara el presente desde el lienzo.

Entienne observaba cada cuadro con minuciosa atención. Miraba las coronas, los cetros, los detalles ocultos. El rey comenzó a hablar con un tono altanero, lleno de esa arrogancia que solo los que han nacido entre columnas y sangre heredada pueden usar sin vergüenza.

—Imagino que, para que mi querido amigo el pontífice te haya enviado a ti, es porque confía en ti más que en ningún otro perro de su jauría.

Entienne mantuvo su mirada fija en un retrato de Enrique V, sin responder. El rey siguió:

—Me llegó un rumor. De esa abadía que menciono en mi carta. Dicen que está llena de mujeres de dudosa procedencia, que dan placer a hombres de todo tipo. Tienen hijos con ellos, y a los niños los sacrifican. Solo conservan a las niñas.

Entienne se giró lentamente, su mirada como hielo. Sabía que algo en esa historia era falso. No solo por su tono, sino por el modo en que lo dijo: demasiado teatral, demasiado pulido. Una mentira ensayada.

—¿Y cómo llegó a sus oídos ese rumor, Majestad?

—Una carta. Anónima. Ya sabes cómo son los enemigos de Dios… y del reino.

Fue entonces que Entienne se detuvo ante un cuadro peculiar. Un acuario colgante, con la imagen de un rey pelirrojo, de rasgos finos pero marcados, una mezcla innegable de sangre escocesa e inglesa.

El rey se burló con amargura:

—Ese fue una desgracia para Inglaterra. El primer y último pelirrojo que contaminó el trono. Mi tataratatarabuelo se casó con una escocesa, como si fuera una campesina cualquiera, y de esa mezcla inmunda nació este… engendro real.

Por suerte, la sangre volvió a purificarse. Ahora somos perfectos. A la gracia de Dios.

Entienne sintió un asco profundo. Un hedor invisible lo rodeaba, más denso que el del vino rancio o el sudor de los muros. Pero no dijo nada. Ese hombre traería su propia ruina.

—No comprendo algo, Majestad. —dijo Entienne finalmente, clavando sus ojos en los del rey—. ¿Cómo es que un monarca anglicano se lleva tan bien con el pontífice de Roma?

El rey sonrió, sin mostrar temor alguno.

—Dicen por ahí que a los enemigos hay que tenerlos cerca. Pero te diré algo: el pontífice y yo somos amigos desde hace años. Nuestra amistad no tiene nada que ver con la fe. Solo con el poder.

—Me complace oírlo —replicó Entienne—. El Santo Padre me envió a hacer un trabajo. Y lo cumpliré. Ahora… le pido que me acompañe. Hay algo que quiero que vea.

El rey alzó una ceja, divertido, y aceptó.

Un carruaje real los condujo por las calles empedradas de Londres hasta llegar a una iglesia antigua, de piedra negra, en cuyo interior Entienne había visto la noche anterior a dos clérigos disfrazados de nobles participando en los festejos indecentes del castillo.

Al llegar, Entienne se cubrió con su capa negra, ajustó la cruz al cuello y adoptó su mirada más severa, esa que helaba incluso a los obispos más soberbios. El rey notó el cambio y por un instante titubeó, pero mantuvo el gesto tranquilo.

Entraron.

El aire olía a incienso rancio. Las velas iluminaban las bóvedas altas. En una de las salas laterales, dos hombres de sotana hablaban entre sí, en voz baja, ajenos a la presencia real.

Uno de ellos tenía la misma túnica que Entienne había visto tras el biombo aquella noche, el otro tenía una copa de plata en la mano, vacía. Ambos se giraron con asombro cuando vieron entrar al inquisidor con su cruz al frente, como una lanza de luz en la oscuridad.

Entienne no saludó. Avanzó como una tormenta.

—Padre Elrich… Padre Massen. Qué hermoso encontrarles de nuevo… esta vez… en su propio templo.

Los clérigos palidecieron. El rey, detrás, cruzó los brazos y observó, sin intervenir.

—¿Quién les dio permiso para abandonar la casa de dios? ¿Y por qué los encontré yo… entre los licores y los muslos de las mujeres del rey?

El silencio fue sepulcral. Entienne no necesitaba gritar. Su tono bajo era más temible que el de cualquier verdugo. Uno de los clérigos murmuró una excusa. El otro tartamudeó una defensa.

El rey rio, apenas.

—Bueno… parece que la santa inquisición está a punto de divertirse.

Pero Entienne no sonrió.

—Este no es el inicio de un juego, Majestad. Es el comienzo de una purga.

Y los ojos de los clérigos comprendieron, por primera vez, que su condena ya estaba escrita.

Las cabezas de los dos clérigos rodaban en la entrada de la iglesia, clavadas en lanzas improvisadas que Entienne había mandado al sacristán preparar en silencio. No hubo juicio, ni oraciones. El crimen era evidente, y el castigo debía ser inmediato. La sangre corría aún por los escalones de piedra, tiñendo el umbral sagrado.

El rey, observando desde su carruaje, comprendió al fin que el pontífice no era un viejo ingenuo, sino un estratega que había enviado a su arma más implacable. Aquel hombre de ojos vacíos era el Azote de Dios, y no dudaba ni un segundo antes de ejecutar.

Mientras Entienne montaba su caballo negro, el rey fingió cortesía.

—Toma, para el camino —dijo, entregando un cofre con monedas de oro y un paquete con pan, queso y carne curada—. Que el viaje no sea tan amargo.

Entienne lo tomó sin emoción. No agradeció.

—Mi deber no es juzgar la fe anglicana, sino esclarecer lo que ocurre en esa abadía. Solo eso.

El rey forzó una sonrisa, pero su mente ya tramaba. Sabía que Entienne iría directo hacia Eleonora, su mujer, su vergüenza, había descubierto dónde estaba aquella joven que había osado desafiarlo, que el cardenal Borgia escondió en la abadía de Caelia como última esperanza. Si hablaba, lo perdería todo.

—“Que el perro del Papa crea que ella es una hereje”, pensó el rey, “que la mate… y me ahorre llenarme las manos de sangre”

Entienne no se detuvo a mirar atrás. El hedor del palacio, la podredumbre moral y espiritual que lo rodeaba, le resultaba insoportable. Se montó en la carroza sin cochero, dejando que su caballo lo guiara. El animal negro, tan oscuro como la noche, era más que un compañero: era su sombra, su reflejo. Uno solo.

A su paso, las campanas repicaban con eco hueco, como si Londres misma quisiera deshacerse de él.

El inquisidor partió al amanecer, con la cruz al cuello, el alma templada, y los ojos fijos en el norte.

La abadía de Caelia lo esperaba. Y con ella, la verdad.

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