El viento azotaba los páramos de Escocia con una furia que parecía provenir de tiempos antiguos.
Bajo un cielo de acero, la pequeña villa de Dunkeld, al norte del río Tay, resistía como podía el embate del invierno.
Allí, levantándose en medio de los campos nevados, se alzaban los restos de una antigua catedral. La catedral de Dunkeld. Sus piedras grises, carcomidas por el paso del tiempo y las batallas, parecían susurrar secretos olvidados a cada ráfaga helada.
Era allí donde Entienne había llegado, tras meses de investigaciones infructuosas. Durante semanas había escudriñado archivos, interrogado ancianos, recorrido parroquias y santuarios en busca de un rastro, cualquier señal de algún niño enviado en secreto hacia Escocia en el año 1800. Pero todo había sido en vano. Los registros estaban vacíos o perdidos, las memorias borrosas, los rumores demasiado vagos como para seguirlos.
La esperanza que alguna vez ardió en su pecho se iba apagando lentamente, sofocada por la certeza del fracaso.
En su pequeña bitácora de cuero negro, Entienne había anotado meticulosamente cada pista descartada, cada nombre tachado, cada día perdido.
Su caligrafía precisa y elegante, dejaba constancia de su frustración. Y también de sus acciones más sombrías. Herejes descubiertos, denunciados y eliminados sin un ápice de piedad, tal como su deber le dictaba. La fe no toleraba desviaciones. La fe debía ser defendida con sangre si era necesario.
Esa noche, como tantas otras, Entienne se hospedaba en uno de los modestos coaching inns, los alojamientos rústicos donde viajeros y comerciantes se resguardaban del frío. El lugar, llamado The Thistle and Crown, consistía en una construcción de piedra oscura, con techos bajos y vigas de roble ennegrecidas por el humo.
Las habitaciones eran pequeñas y húmedas, iluminadas apenas por velas parpadeantes y perfumadas con el olor agrio de lana mojada.
Los suelos crujían bajo el peso de los pasos, y el fuego de la chimenea apenas lograba templar la sala común, donde un par de hombres bebían en silencio. Fue allí, mientras repasaba sus notas bajo la luz temblorosa de la lumbre, que el tabernero se acercó, dejando caer sobre su mesa una carta lacrada.
—Para usted, señor… —dijo el hombre, sin dar más explicaciones.
Entienne alzó la vista, extrañado. No esperaba correspondencia. Tomó el sobre: era de un pergamino grueso y caro, sellado con un emblema que jamás había visto antes.
Un libro abierto, atravesado por dos espadas cruzadas, y una pluma vertical en el centro, todo encerrado en un círculo de cera roja. Frunció el ceño. Aquello no era casualidad. Con mano firme, rompió el sello y desplegó la carta. La caligrafía era rápida y segura, pero había algo más: una estructura en el texto, palabras elegidas a propósito, un mensaje oculto solo para ojos entrenados.
La misiva decía:
Es difícil encontrarte, lo cual demuestra que te enseñé bien, azote de Dios o, más bien, querido amigo y pupilo.
Imagino que la misión que te encargó nuestro adorado pontífice te mantiene ocupado... Entienne detectó el tono burlón.
Déjame decirte que, donde estás ahora, no hallarás respuesta alguna.
Tus pasos, aunque certeros, te alejan de lo que realmente buscas.
Me gustaría decírtelo en persona.
Te invito a que te unas a la misión que nuestro pontífice, en su infinita sabiduría, me ha confiado.
Llegarás justo cuando el invierno agonice y enero despierte.
Encuéntrame en el Priorato de St. Brynach, en Pembrokeshire.
Entienne reconoció el lugar: una abadía antigua, perdida en las brumas de Gales, a siete días de viaje desde Dunkeld.
Sigue la vieja ruta romana hasta el puerto de Cardigan, luego toma el sendero hacia el oeste.
Encontrarás una señal: la cruz rota entre espinos.
Allí te espero.
Te mando un cordial saludo.
A.G.
Entienne esbozó una leve sonrisa.
A.G.
La inicial era una clave secreta que solo él entendía. Significaba Adoptatus Geovanni, el nombre con que, en su entrenamiento, el cardenal Borgia firmaba sus mensajes ocultos.
Un vínculo silencioso que sellaba su relación de maestro y discípulo. Guardó la carta en el interior de su capa con suma discreción. Nadie en la posada debía sospechar.
Apagó su vela, cerró su bitácora, y se reclinó en el catre frío, mientras en su mente ya trazaba el nuevo rumbo.
Por primera vez en semanas, una chispa de esperanza ardía de nuevo en su pecho. El invierno en Escocia aún rugía afuera. Pero su verdadera travesía apenas estaba comenzando.
El crudo invierno no dio tregua. Desde que partió de Dunkeld, Entienne se había visto forzado a cabalgar largas jornadas a través de parajes hostiles, donde el hielo mordía la carne y el viento parecía arrastrar voces antiguas.
A su alrededor, los caminos se desdibujaban bajo capas de nieve endurecida. Los árboles, desnudos y retorcidos, parecían centinelas lúgubres a la orilla de los senderos olvidados.
El cielo, siempre plomizo, descargaba tormentas breves, pero feroces, que lo obligaban a buscar refugio donde pudiera: en cuevas, bajo salientes de roca, o en cobertizos abandonados por los pastores. A veces, en la distancia, divisaba pequeñas aldeas cuyos habitantes lo miraban con recelo, refugiándose tras puertas entornadas.
No era tiempo ni tierra para extraños.
Las ruedas de su carreta una vieja estructura reforzada que había conseguido en un puesto de postas crujían bajo el peso de la escarcha.
Su caballo, un alazán curtido, avanzaba con pasos pesados, resoplando nubes de vapor por las narices.
Ambos, jinete y bestia, parecían formar parte ya de aquel paisaje desolado.
Las noches eran las peores.
Bajo mantas heladas, con apenas una hoguera diminuta para calentarse, Entienne repasaba mentalmente la carta una y otra vez.
“La cruz rota entre espinos…”
No podía permitir que las penurias lo retrasaran.
El mensaje del cardenal era claro: debía llegar al Priorato de St. Brynach antes de que enero mostrara su verdadero rostro.
Y así, día tras día, combate tras combate contra la naturaleza misma, Entienne avanzó.
Finalmente, tras casi ocho jornadas de viaje, cuando el calendario marcaba los últimos días de diciembre, divisó el lugar.
La cruz rota se alzaba solitaria en una colina.
Era un monumento antiguo: la piedra, partida en diagonal, estaba envuelta en zarzas espinosas que parecían abrazarla como un presagio de olvido.
Más allá, en un valle estrecho y envuelto en niebla, se erguían las ruinas del Priorato. El viento soplaba con fuerza, arrastrando consigo copos de nieve como si fueran diminutos cuchillos. Entienne descendió de su caballo, ajustó su capa alrededor de los hombros y avanzó lentamente hacia el punto acordado.
Sus botas crujían sobre el suelo helado.
No había nadie a la vista. El priorato, oscuro y semiderruido, parecía abandonado desde hacía siglos. Pero él sabía que no era así. Borgia estaba allí.
Y, aunque lo ocultara bien, un extraño nerviosismo comenzaba a crecer dentro de él. No porque temiera al encuentro… sino porque intuía que las verdades que estaba a punto de descubrir cambiarían su misión para siempre. Apoyó su espalda contra una de las piedras del monumento, resguardándose un poco del viento, y entrecerró los ojos, escudriñando la bruma. Esperaría. No importaba cuánto tiempo hiciera falta. Él siempre cumplía sus órdenes. Y esta vez, algo le decía que su fe sería puesta a prueba de formas que jamás había imaginado.
El viento silbaba entre las ruinas, y el frío le calaba hasta los huesos. Entienne ajustó su capa con fuerza mientras vigilaba la neblina espesa que cubría el priorato como un velo de muerte.
Entonces, sin previo aviso, sintió el filo de una hoja en su garganta.
—Eres difícil de encontrar… pero aún más difícil parece que es que pongas atención a lo que te rodea —susurró una voz grave, con acento romano arrastrado, tan familiar como perturbadora.
Entienne apenas movió los ojos.
—Estoy aquí con el trasero entumido, por eso fue fácil presa —contestó con tono seco, sarcástico, sin dejar de observar de reojo la sombra que lo tenía a su merced.
La hoja se retiró con lentitud.
—En la guerra siempre hay que estar en todos nuestros sentidos, aprendiz. Estoy aquí desde horas antes de que llegaras… y no te percataste de mí. Pero lo importante es que estás aquí. Sígueme.
La figura se alejó sin más, deslizándose como un fantasma entre la niebla. Entienne respiró hondo y lo siguió, con el ceño fruncido y la mano aún sobre la empuñadura de su espada.
Cruzaron la colina por un sendero casi invisible, cubierto por raíces y ramas heladas. A los pies de un muro desmoronado, Borgia retiró una gruesa piedra musgosa y reveló una entrada subterránea. Un túnel de piedra antigua, húmeda y mal iluminada. Bajaron en silencio, sin una palabra, solo con la reverberación lejana del eco de sus pasos.