Mundo de ficçãoIniciar sessãoAriana nunca imaginó que la ruina de su familia la llevaría a subastar su virginidad. Leonardo, el presidente más temido del país, busca una esposa solo por conveniencia… hasta que la ve a ella. Lo que comenzó como un trato por dinero se convierte en una guerra entre poder, deseo y redención. Porque él no solo compró una esposa… compró a la única mujer capaz de doblegar su corazón.
Ler maisLas llantas del auto rechinaron mientras el cuerpo de Alicia voló por los aires, suspendido un instante entre la vida y el asfalto. El sonido metálico del impacto retumbó en la calle vacía, seguido de un silencio que dolía más que el propio golpe. Por un segundo, todo pareció detenerse: el humo, las luces, incluso el propio tiempo.
Minutos antes, ella corría desesperada por la avenida. Sus pasos eran torpes, el aliento entrecortado, y su pecho subía y bajaba con una angustia que casi le desgarraba el alma. No miró hacia los lados. Solo quería escapar de algo, o de alguien, que la consumía por dentro. Cruzó la calle sin pensar, sin notar el rugido del motor que se acercaba a toda velocidad.
El impacto fue demasiado fuerte. El golpe la levantó del suelo y su cuerpo giró en el aire antes de caer con violencia sobre el pavimento. Su cabeza golpeó contra el asfalto, y un hilo de sangre comenzó a dibujar un camino trágico hacia la calle.
El conductor frenó de golpe. Su respiración se volvió errática mientras abría la puerta con torpeza.
—¡No, no… maldición! —gritó, corriendo hacia ella.
Sus manos temblaron al rozar el cuerpo inerte. No había pulso. No había nada que hacer. Solo el silencio y la culpa.
Miró a su alrededor, desesperado. No había testigos, ni cámaras, ni un alma que pudiera verlo.
Tragó saliva, retrocedió, y volvió al auto. Encendió el motor con manos temblorosas y huyó, dejando atrás el cuerpo sin vida de Alicia y el sonido lejano de una sirena que aún no llegaba.
En el despacho presidencial, a varios kilómetros de distancia, el reloj marcaba las ocho con diecisiete cuando la puerta se abrió bruscamente. Un hombre de traje oscuro entró corriendo, con el rostro pálido y el sudor empapando su frente.—Señor… señor presidente —jadeó, sosteniendo unos papeles con fuerza—. Es su esposa… Alicia. Acaba de llegar un informe. Sufrió un accidente…
El bolígrafo cayó de los dedos de Leonardo antes de que las palabras terminaran de tomar forma. Su mirada se perdió en un punto fijo y los papeles que tenía sobre el escritorio se deslizaron lentamente al suelo.
—No… —murmuró, levantándose de golpe. Dio un paso hacia adelante, pero sus piernas flaquearon.
El silencio se apoderó de la oficina. Solo el sonido del reloj marcando los segundos acompañaba su respiración entrecortada.El asesor lo observó con una mezcla de compasión y miedo.
—Señor, escúcheme… —dijo en voz baja, acercándose con cautela—. Debemos manejar esto con discreción. Sé que es doloroso, pero estamos a menos de dos meses de las elecciones. Nadie puede saber que su esposa ha… muerto.
Leonardo levantó la mirada lentamente. Sus ojos, enrojecidos por el impacto, se clavaron en el hombre frente a él.
—¿Qué estás diciendo? —su voz era apenas un susurro cargado de furia contenida.
—Señor… —titubeó el asesor—. Si la noticia se filtra, la oposición lo destrozará. La prensa no tendrá piedad. Le ruego que lo piense. Todo debe manejarse en silencio… al menos hasta después de las elecciones.
Leonardo se giró bruscamente y, en un arranque de ira, lo tomó del cuello del saco, empujándolo contra la pared.
—¡Estás pidiéndome que oculte la muerte de mi esposa! —rugió, con la voz quebrada entre dolor y rabia—. ¡Era mi vida!
El asesor cerró los ojos, sintiendo la presión de los dedos del presidente.
—Lo siento, señor… —dijo con dificultad—. Pero si quiere seguir en el poder, debe hacer lo que le pido. La próxima semana es la cena de caridad, y usted iba a asistir con su esposa. Todos la esperan… y no solo eso, esperan conocerla.
Leonardo lo soltó de golpe. Retrocedió, respirando con dificultad, y apoyó una mano sobre el escritorio para no caer. Miró hacia la ventana, hacia la ciudad que lo había coronado como su líder, y una lágrima silenciosa se deslizó por su mejilla.
Sabía que tenía razón. Sabía que debía callar.
Pero también sabía que con el cuerpo de Alicia, acababan de enterrar la última parte humana que le quedaba.
Leonardo respiró hondo, mirando el suelo como si las palabras que acababa de pronunciar pesaran más que cualquier decreto firmado en su mandato.
Finalmente, levantó la vista y dijo con voz quebrada pero firme:
—Está bien… ocúltenlo. Si nadie conocía públicamente a mi esposa, será más fácil mantener el silencio. Que su nombre quede fuera de los informes, de los titulares, de todo.
Martín, su jefe de gabinete, asintió con discreción, sabiendo que en esa frase se enterraba tanto a su mujer como al hombre que Leonardo alguna vez había sido.
—Es lo mejor, señor —respondió con tono sereno, intentando mantener la compostura—. Nadie debe sospechar nada. La ausencia de una esposa que nadie conocía no levantará preguntas. Yo me encargaré de todo.
Leonardo se recostó en la silla, agotado, mientras sus manos temblaban ligeramente sobre la superficie del escritorio. El silencio entre ambos era espeso, cargado de culpa.
Martín se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo y habló con cautela.
—Señor, arreglaré todo… incluso las honras fúnebres. Nadie sabrá dónde descansará. —Hizo una breve pausa, luego agregó—. Ah, dejaron este sobre para usted —dijo, extendiéndoselo—. El mensajero insistió en que era muy importante.
Leonardo lo tomó con lentitud, llevándose las manos a la cabeza, como si el peso del papel fuera el peso del mundo. No sabía que dentro de ese sobre se escondía el principio del fin.
El reloj marcaba más de cuatro horas desde que Ariana había sido llevada de urgencia a cirugía. En el pasillo Ethan caminaba de un lado a otro con los ojos enrojecidos, incapaz de quedarse quieto. Mónica lo miraba desde la banca, nerviosa, frotándose las manos, sin saber cómo consolarlo. Cada vez que una puerta se abría, los dos levantaban la mirada, esperando que al fin saliera el doctor.Hasta que ocurrió.La puerta doble de la sala de cirugía se abrió y el doctor apareció, exhausto, con la bata ligeramente manchada y la mascarilla colgando del cuello. Ethan casi tropezó al avanzar hacia él, deteniendo el aliento.—Doctor —logró decir con la voz quebrada—. ¿Cómo está… Ariana Santillán?El médico respiró hondo, se quitó los lentes y los guardó en el bolsillo de la bata antes de responder.—Gracias a Dios —comenzó— la señora Santillán y el bebé salieron bien.Ethan sintió que el mundo se detenía. Parpadeó varias veces, incrédulo.—¿El… bebé? —susurró, con el corazón golpeándole el pec
Martín tardó más de lo que Leonardo podía soportar. Cada minuto era una tortura. Cada segundo, una cuerda que se apretaba alrededor de su garganta.Cuando al fin entró en la cabina del avión, la expresión en su rostro lo dijo todo antes de abrir la boca.—Lo siento, señor presidente… —su voz tembló apenas—. Pero no podemos despegar. No nos dan el permiso.Leonardo levantó la cara lentamente, como si su mente se negara a procesarlo.—¿Qué acabas de decir? —preguntó con un hilo de voz, tan helado que incluso Martín dio un paso atrás.—Que… que no podemos despegar, señor. —Tragó saliva—. Dicen que por el mal clima. Hay tormentas eléctricas. Es imposible. Las torres no autorizarán nada.La silla de Leonardo rechinó cuando él se puso de pie de golpe.—Arranca este avión de una buena vez.Martín parpadeó varias veces, nervioso.—Señor presidente, es… imposible. Según acaban de informar, esto llevará dos días. Tal vez más dependiendo de cómo evolucione la tormenta.El silencio que siguió fue
Ethan se quedó mirando la pantalla del celular aun después de que la llamada con Mónica finalizara. Las palabras parecían seguir sonando dentro de su cabeza, rebotando, rompiéndole algo en el pecho.“La señora Ariana… Muy mal. Al parecer tuvo un accidente.”El teléfono temblaba entre sus dedos. O tal vez eran sus manos.—No… tú no, bonita… —susurró, con el corazón golpeándole tan fuerte que casi le dolía.Dejó el móvil sobre la mesa con brusquedad y comenzó a caminar por todo su apartamento recogiendo las llaves, la chaqueta, cualquier cosa que necesitara, aunque ni siquiera sabía qué necesitaba realmente. Solo sabía una cosa: tenía que llegar al hospital. Tenía que verla. Tenía que asegurarse de que estaba viva.Agarró la chaqueta sin ponérsela bien, abrió la puerta con torpeza y salió al pasillo casi corriendo. Cuando llegó al estacionamiento, las manos todavía le temblaban. Abrió la puerta del auto, se sentó y golpeó el volante con ambas manos.—¡No, no, maldición! —gritó, con una
El impacto ocurrió en un segundo que se estiró como una eternidad.El rugido del motor llenó la calle, un grito metálico que hizo temblar el aire antes de que las llantas chirriaran violentamente contra el asfalto. Ariana apenas tuvo tiempo de girarse. Sus ojos, aún llenos de lágrimas, se abrieron grandes, reflejando un destello de luz, la sombra del auto, la muerte viniendo hacia ella.—¡No! —susurró, pero su voz se perdió en el viento.El cuerpo de Ariana salió despedido como si fuera una muñeca de trapo. Se elevó, dio una vuelta en el aire y cayó contra el pavimento con un golpe seco que resonó por toda la cuadra. Su cabeza golpeó el suelo con un ruido sordo, sus brazos quedaron extendidos en un ángulo lateral y un hilo de sangre comenzó a deslizarse desde su frente hacia la acera, mezclándose con el polvo y las hojas caídas.El auto nunca se detuvo.A la distancia, en el interior del vehículo, Olivia sostuvo el volante con fuerza, temblando no de miedo, sino de la euforia más ret
Ariana sintió que el mundo se le comprimía en el pecho.La tarjeta temblaba entre sus dedos, no por el viento suave que recorría el parque, sino por la sacudida interna que le dejó la última frase de Olivia. Era la tarjeta de Leonardo. La misma. Idéntica.Un escalofrío le subió por la espalda.Olivia, frente a ella, sonreía… pero esa sonrisa se evaporó en cuanto sus ojos bajaron, sin querer, hacia el abdomen de Ariana.Un movimiento casi imperceptible apenas un bulto suave, aún pequeño, aún frágil pero suficiente para que Olivia abriera los ojos de par en par.Ariana notó el cambio inmediatamente: la tensión, la sorpresa, el cálculo frío detrás del temblor de labios de Olivia.—Me… voy —susurró la mujer, tragando saliva. La voz no le salió firme, sino temblorosa.Ariana levantó la mirada, confundida, dolida, rota.—Yo solo… —continuó Olivia— solo quería que no sufras. Que no sigas viviendo engañada. Por eso vine. Para que Leonardo no te siga mintiendo.Dio un paso atrás, y luego otro.
El motor rugió en cuanto Ariana cerró la puerta del vehículo. Sus dedos temblaban ligeramente sobre el volante, no por miedo, sino por una sensación extraña que le apretaba el pecho. Algo en el mensaje que Olivia le había dicho minutos antes había sido demasiado… insistente. Demasiado calculado. Pero aun así, allí estaba, manejando hacia el lugar que ella había indicado.Ariana estacionó frente al parque, apagó el motor y salió del auto. El viento de la tarde golpeó su cabello, haciéndolo volar suavemente hacia un lado mientras cruzaba la calle con paso decidido. A su alrededor, algunas hojas secas crujían bajo sus zapatos. Era un día tranquilo, demasiado tranquilo para el torbellino que se formaba dentro de ella.Al llegar al parque, su mirada recorrió el lugar hasta detenerse en una figura sentada en una banca, con los hombros encogidos y el rostro hundido entre las manos. Olivia. Estaba llorando.Ariana frunció el ceño.—Olivia… —dijo al acercarse.La mujer levantó la mirada len










Último capítulo