La esposa virgen del presidente

La esposa virgen del presidenteES

Romance
Última actualización: 2025-10-20
Paola Ramírez  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Ariana nunca imaginó que la ruina de su familia la llevaría a subastar su virginidad. Leonardo, el presidente más temido del país, busca una esposa solo por conveniencia… hasta que la ve a ella. Lo que comenzó como un trato por dinero se convierte en una guerra entre poder, deseo y redención. Porque él no solo compró una esposa… compró a la única mujer capaz de doblegar su corazón.

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Capítulo 1

Accidente

Las llantas del auto rechinaron mientras el cuerpo de Alicia voló por los aires, suspendido un instante entre la vida y el asfalto. El sonido metálico del impacto retumbó en la calle vacía, seguido de un silencio que dolía más que el propio golpe. Por un segundo, todo pareció detenerse: el humo, las luces, incluso el propio tiempo.

Minutos antes, ella corría desesperada por la avenida. Sus pasos eran torpes, el aliento entrecortado, y su pecho subía y bajaba con una angustia que casi le desgarraba el alma. No miró hacia los lados. Solo quería escapar de algo, o de alguien, que la consumía por dentro. Cruzó la calle sin pensar, sin notar el rugido del motor que se acercaba a toda velocidad.

El impacto fue demasiado fuerte. El golpe la levantó del suelo y su cuerpo giró en el aire antes de caer con violencia sobre el pavimento. Su cabeza golpeó contra el asfalto, y un hilo de sangre comenzó a dibujar un camino trágico hacia la calle.

El conductor frenó de golpe. Su respiración se volvió errática mientras abría la puerta con torpeza.

—¡No, no… maldición! —gritó, corriendo hacia ella.

Sus manos temblaron al rozar el cuerpo inerte. No había pulso. No había nada que hacer. Solo el silencio y la culpa.

Miró a su alrededor, desesperado. No había testigos, ni cámaras, ni un alma que pudiera verlo.

Tragó saliva, retrocedió, y volvió al auto. Encendió el motor con manos temblorosas y huyó, dejando atrás el cuerpo sin vida de Alicia y el sonido lejano de una sirena que aún no llegaba.

En el despacho presidencial, a varios kilómetros de distancia, el reloj marcaba las ocho con diecisiete cuando la puerta se abrió bruscamente. Un hombre de traje oscuro entró corriendo, con el rostro pálido y el sudor empapando su frente.

—Señor… señor presidente —jadeó, sosteniendo unos papeles con fuerza—. Es su esposa… Alicia. Acaba de llegar un informe. Sufrió un accidente…

El bolígrafo cayó de los dedos de Leonardo antes de que las palabras terminaran de tomar forma. Su mirada se perdió en un punto fijo y los papeles que tenía sobre el escritorio se deslizaron lentamente al suelo.

—No… —murmuró, levantándose de golpe. Dio un paso hacia adelante, pero sus piernas flaquearon.

El silencio se apoderó de la oficina. Solo el sonido del reloj marcando los segundos acompañaba su respiración entrecortada.

El asesor lo observó con una mezcla de compasión y miedo.

—Señor, escúcheme… —dijo en voz baja, acercándose con cautela—. Debemos manejar esto con discreción. Sé que es doloroso, pero estamos a menos de dos meses de las elecciones. Nadie puede saber que su esposa ha… muerto.

Leonardo levantó la mirada lentamente. Sus ojos, enrojecidos por el impacto, se clavaron en el hombre frente a él.

—¿Qué estás diciendo? —su voz era apenas un susurro cargado de furia contenida.

—Señor… —titubeó el asesor—. Si la noticia se filtra, la oposición lo destrozará. La prensa no tendrá piedad. Le ruego que lo piense. Todo debe manejarse en silencio… al menos hasta después de las elecciones.

Leonardo se giró bruscamente y, en un arranque de ira, lo tomó del cuello del saco, empujándolo contra la pared.

—¡Estás pidiéndome que oculte la muerte de mi esposa! —rugió, con la voz quebrada entre dolor y rabia—. ¡Era mi vida!

El asesor cerró los ojos, sintiendo la presión de los dedos del presidente.

—Lo siento, señor… —dijo con dificultad—. Pero si quiere seguir en el poder, debe hacer lo que le pido. La próxima semana es la cena de caridad, y usted iba a asistir con su esposa. Todos la esperan… y no solo eso, esperan conocerla.

Leonardo lo soltó de golpe. Retrocedió, respirando con dificultad, y apoyó una mano sobre el escritorio para no caer. Miró hacia la ventana, hacia la ciudad que lo había coronado como su líder, y una lágrima silenciosa se deslizó por su mejilla.

Sabía que tenía razón. Sabía que debía callar.

Pero también sabía que con el cuerpo de Alicia, acababan de enterrar la última parte humana que le quedaba.

Leonardo respiró hondo, mirando el suelo como si las palabras que acababa de pronunciar pesaran más que cualquier decreto firmado en su mandato. 

Finalmente, levantó la vista y dijo con voz quebrada pero firme:

—Está bien… ocúltenlo. Si nadie conocía públicamente a mi esposa, será más fácil mantener el silencio. Que su nombre quede fuera de los informes, de los titulares, de todo.

Martín, su jefe de gabinete, asintió con discreción, sabiendo que en esa frase se enterraba tanto a su mujer como al hombre que Leonardo alguna vez había sido.

—Es lo mejor, señor —respondió con tono sereno, intentando mantener la compostura—. Nadie debe sospechar nada. La ausencia de una esposa que nadie conocía no levantará preguntas. Yo me encargaré de todo.

Leonardo se recostó en la silla, agotado, mientras sus manos temblaban ligeramente sobre la superficie del escritorio. El silencio entre ambos era espeso, cargado de culpa.

Martín se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo y habló con cautela.

—Señor, arreglaré todo… incluso las honras fúnebres. Nadie sabrá dónde descansará. —Hizo una breve pausa, luego agregó—. Ah, dejaron este sobre para usted —dijo, extendiéndoselo—. El mensajero insistió en que era muy importante.

Leonardo lo tomó con lentitud, llevándose las manos a la cabeza, como si el peso del papel fuera el peso del mundo. No sabía que dentro de ese sobre se escondía el principio del fin.

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