El silencio se apoderó de la habitación cuando el hombre se dejó caer pesadamente a un lado de la cama, el cuerpo aún cubierto por el sudor y la respiración entrecortada. Emma giró sobre las sábanas revueltas, mirándolo con una mezcla de fastidio y deseo que no podía negar. Aun con el cabello desordenado y la piel enrojecida, conservaba ese aire de superioridad que la hacía sentirse importante, deseada… viva.
—A veces me pregunto cómo es que sigo corriendo detrás de ti —murmuró con un dejo de burla mientras buscaba su bata de seda en el suelo.
El hombre, un tipo de mirada oscura y sonrisa peligrosa, se incorporó con pereza. Tenía el torso amplio, el cabello despeinado y ese encanto ruin que solo poseen los hombres acostumbrados a tenerlo todo. La tomó del mentón, obligándola a mirarlo.
—Porque te encanto, querida —susurró con una sonrisa ladeada—. Y tú lo sabes.
Emma sonrió, pero sus ojos brillaron con un destello frío. Sabía que había caído demasiado bajo, pero ahora no podía retroce