Ahora me perteneces

Ariana bajó la vista, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho con tanta fuerza que temió que todos pudieran escucharlo. Su voz apenas fue un murmullo tembloroso, un susurro que ni ella misma comprendió del todo.

—Ese hombre… —murmuró, temblando, mientras retrocedía un paso.

El hombre gordo que estaba frente a ella la observó con una sonrisa torcida, su bigote brillando por el sudor que le brillaba  la frente. Ariana dio dos pasos más hacia atrás, buscando una salida, cualquier rincón donde el aire no se sintiera tan denso, pero la esperanza se le escapó cuando él la sujetó del brazo con una fuerza brutal.

—¿A dónde crees que vas, muñequita? —gruñó, con un aliento impregnado de tabaco y licor—. ¿No ves que ya hay un comprador?

El tono de su voz le heló la sangre. Antes de que pudiera responder, él la jaló con violencia, arrastrándola por el pasillo de aquel edificio  silencioso, hasta empujarla dentro de un salón adornado con luces doradas y sillones de terciopelo rojo. 

El cuerpo de Ariana cayó sobre uno de ellos, su respiración agitada, el corazón desbocado,  y el alma hecha trizas.

—Será mejor que te pongas hermosa —escupió él, cerrando la puerta con un golpe seco—. Un hombre demasiado importante acaba de comprar tu virginidad y no queremos dar mala impresión, ¿Verdad?

Las palabras la atravesaron como cuchillas. Ariana tragó saliva, intentando mantener la calma, aferrándose a la idea de que lo hacía por su padre, por esa cirugía que podía salvarle la vida. Su voz salió quebrada, apenas audible.

—¿Y el dinero…? —preguntó—. ¿Cuándo me entregan mi dinero?

El hombre soltó una carcajada ronca, oscura, llena de burla.

—El dinero se te dará mañana —respondió con un tono malicioso, dando un paso hacia ella—. Después de que termines con tu trabajo. Ah… por supuesto que voy a tener mis ganancias.

Ariana lo miró, confundida y con el rostro encendido de ira.

—Yo le daré su pago —dijo con valentía—. Pero no se quede con nada, no tiene derecho.

Él sonrió con un destello repulsivo en los ojos.

—¿Quién te dijo a ti que yo cobro miserablesas? —replicó, inclinándose sobre ella—. Yo me quedo con la mitad, muñequita. Así es como funciona el negocio…tu ganas, yo gano, todos ganamos.  Recuerda que firmaste un documento muñeca, un documento en donde cedías a todo o ya lo olvidaste.

La sangre de Ariana hirvió. Se levantó de golpe, enfrentándolo con el temblor contenido en su cuerpo.

—No puedes hacer eso —dijo con voz firme—. Es mucho dinero, no puedes quedarte con la mitad.

El hombre rió, divertido por su coraje, vaya que si era atrevida.

—Ay, que linda cuando se pone brava —murmuró, y sin previo aviso, levantó la mano y la abofeteó con fuerza. 

El golpe la lanzó contra el respaldo del sillón. Sintió el sabor metálico de la sangre en su boca y un zumbido en los oídos.

 Cuando él levantó la mano nuevamente para repetir la acción, una voz grave, firme, y peligrosa cortó el aire como una espada.

—Baja esa mano —ordenó alguien desde la puerta.

El gordo se detuvo en seco. Giró apenas la cabeza y su rostro se descompuso al ver quién estaba allí. Era Leonardo.

El hombre alto, de traje negro impecable, se acercó con pasos lentos y pesados. Su mirada era hielo puro. Antes de que el gordo pudiera hablar, Leonardo le tomó la muñeca, se la dobló hacia atrás con una fuerza controlada y precisa. El grito del hombre retumbó en el salón.

—S-señor, lo siento… —balbuceó, intentando soltarse—. No sabía que era su… su mercancía.

Leonardo apretó un poco más, hasta que el gordo cayó de rodillas.

—¿Cómo te atreves a maltratar algo que me pertenece? —su voz fue un rugido contenido, de esos que helaban la sangre.

Con una seña de la mirada, Martin, su asistente, entró al salón y lo sacó arrastrando del lugar, sin decir una palabra. El silencio que quedó fue casi insoportable. Ariana temblaba en el sillón, con la mejilla aún ardiendo. Leonardo permaneció de pie frente a ella, observándola. Había en sus ojos un brillo de reconocimiento, algo que la hizo apartar la vista.

Él se inclinó un poco, acercándose.

—Pensé que lo de anoche era un sueño —murmuró—. Que me había encontrado con ella. Pero vaya… —sus labios se curvaron apenas— no te parece que el mundo es una maldita casualidad.

Ariana lo miró, el miedo mezclado con rabia.

—Lo siento —dijo con voz baja—. Lo de anoche fue una pesadilla… una maldita pesadilla, para mí, por poco y me atropella, y fuera de eso trato de lastimarme.

Leonardo se giró, molesto, su mandíbula tensándose.

—Cruzarte en mi camino fue lo peor que pudiste hacer —escupió, sin mirarla.

Ariana tragó saliva, sintiendo un nudo apretarle la garganta. Entonces, en un impulso irracional, llevó las manos a su cuello, desatando lentamente las cintas del vestido rojo que la oprimía. Leonardo se volvió, sorprendido.

—¿Qué demonios haces? —preguntó, con tono severo.

Ariana levantó el mentón, aunque su cuerpo temblaba.

—No estoy aquí para pagarle nada, señor —dijo con valentía quebrada—. Usted… usted compró mi virginidad. Así que…

El resto de la frase se perdió en el aire. Leonardo la observó, furioso. Dio un paso al frente, su sombra cubriéndola.

—No te atrevas —gruñó—. No quiero absolutamente nada contigo.

Ella lo miró confundida, sin comprender.

—¿Qué… qué dice?

Leonardo suspiró hondo, intentando calmar la furia que hervía en su interior.

—Yo no compré una noche, Ariana —dijo, pronunciando su nombre con una calma peligrosa—. Compré una esposa.

El silencio se rompió con el eco de esas palabras. Ariana lo observó, incrédula. Su respiración se volvió inestable, el miedo y la confusión se mezclaban con algo que no entendía.

—¿Una… esposa? —repitió, apenas en un susurro.

Leonardo se apartó de ella y se acercó al ventanal. Afuera, las luces de la ciudad brillaban con más fuerza.

—Mi vida… —dijo con un tono que sonaba a veneno y cansancio— está llena de enemigos. Necesito a alguien que no pregunte, que no hable, que no tenga pasado ni apellido que estorbe. Tú… encajas perfectamente en ese papel.

Ariana apretó las manos contra el vestido, temblando.

—No puede obligarme —susurró.

Leonardo giró el rostro, mirándola fijamente.

—Te equivocas —respondió con dureza—. Ya lo hice.

Se acercó despacio, su presencia imponiendo un peso que la hacía retroceder sin notarlo.

—Tu firma está en el contrato, y el dinero… —hizo una pausa, con una sonrisa helada— ya fue transferido para la cirugía de tu padre.  Así que, desde este momento, me perteneces.

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