Ariana mantenía la mirada fija en la ventana del auto. El vehículo avanzaba con suavidad por las avenidas desiertas, y cada vez que pasaban frente a un semáforo.
No pensaba en Leonardo, ni en lo que había dicho antes de salir. Solo podía escuchar el eco de su corazón.
“Vas a ver a tu padre.”
Esas palabras se repetían en su cabeza como un mantra que la mantenía despierta.
Martin conducía en silencio. Su perfil era imperturbable, la expresión de un hombre acostumbrado a obedecer órdenes sin cuestionarlas.
Ariana lo observó de reojo un instante: la mandíbula rígida, los dedos firmes sobre el volante. No parecía un enemigo, pero tampoco un aliado.
Solo alguien más atrapado en el mundo oscuro de Leonardo Santillan.
El auto se detuvo frente a las puertas del hospital. El reloj del tablero marcaba las nueve y cuarenta y cinco. Ariana se sujetó el abrigo y respiró profundo. El aire de la noche le pareció más denso cuando Martin bajó del vehículo, rodeó el capó y abrió la puerta del copiloto