Mientras tanto, Leonardo abrió el sobre con manos que apenas lo obedecían. Al deslizar la primera fotografía, el mundo se le hizo pequeño. Alicia el amor de su vida estaba en brazos de su contrincante a la presidencia, la risa ajena en una boca que él había jurado conocer. Las imágenes se multiplicaron, una tras otra, cada una era daga que se hundía más al fondo de su corazón
Un ruido seco salió de su garganta; sin pensarlo, lanzó las fotos contra el suelo. Luego, en un arranque que mezclaba furia y horror, extendió el brazo y tiró todo cuanto encontró a su paso: informes, notas, el vaso de agua, haciendo que el despacho quedara hecho trizas
Martín retrocedió unos pasos, las manos alzadas en un gesto instintivo de mediador.
—Señor, debe tranquilizarse —dijo con la voz contenida—. Sé que la muerte de la señora Alicia le duele, pero ahora no podemos…
Leonardo no le permitió terminar. Con la mirada enrojecida y la mandíbula apretada, lo miró.
—No me hable de esa zorra. —Abrió otra fotografía y la puso ante los ojos de Martín como si fuera una prueba—. Mírela bien. ¿A esto llamas traición?
Martín dio un paso atrás al ver la imagen con la que lo confrontaban; la compostura que llevaba años mostrando se resquebrajó por un segundo. Leonardo, con la respiración áspera, se limpió las lágrimas de un gesto brusco, como si quisiera borrar la debilidad de su rostro.
Su voz se tornó helada, mezclada con el dolor de la traición.
—Encárgate de que le lleven el cuerpo a sus padres. Que ellos vean qué hacer… que la echen al mismísimo infierno si así lo quieren. Que no quede rastro aquí.
—Pero, señor… —tartamudeó Martín, intentando detener lo que intuía sería un desastre. Leonardo lo interrumpió, girándose de golpe, la figura del presidente endurecida por la necesidad de controlar lo que quedaba de su corona.
—Ah —dijo, casi en un susurro que no admitía nada—. Y otra cosa, consígueme una mujer. Me caso mañana. No me importa de dónde la saques; ofrece dinero suficiente y que firme todo lo necesario.
Martín, aún aturdido por las fotos, asintió con la promesa de obedecer, consciente de que la maquinaria debía ponerse en marcha antes de que la verdad pudiera respirar.
Leonardo salió del despacho con el rostro endurecido por la rabia y el licor de su propia desgracia.
En el pasillo, tomó una botella de whisky del mueble de cristal, rompiendo el sello sin siquiera pensarlo. Sus pasos resonaban, mientras descendía hacia la salida privada. Afuera, el chofer lo esperaba junto al automóvil presidencial.
—Esta vez conduciré yo —dijo con una voz ronca, cargada de cansancio y furia.
El chofer intentó objetar, pero bastó una mirada del presidente para hacerlo retroceder.
—Retírese —añadió, y el hombre, comprendiendo el peligro de insistir, asintió en silencio antes de alejarse hacia la sombra.
Leonardo se subió al auto, cerrando la puerta de un golpe. El silencio del interior lo abrazó como una tumba. Destapó la botella y bebió con desesperación, tragos largos y brutales, como si buscara quemar con alcohol los recuerdos que le destrozaban el alma.
La garganta le ardió, pero no se detuvo. Cuando el líquido se acabó, soltó una carcajada amarga y encendió el motor. La oscuridad de la noche lo envolvía, y la ciudad parecía tan muerta como él por dentro. Golpeó el volante con ambas manos, una, dos, tres veces, mientras gritaba:
—¡Maldita! ¡Maldita una y mil veces, maldita! —Su voz se quebró, y un brillo salvaje cruzó su mirada antes de acelerar sin rumbo fijo.
A varias cuadras de distancia, Ariana salía del hospital con los ojos hinchados por el llanto. Caminaba sin rumbo, deshecha por la noticia que el médico le había dado sobre su padre.
Su mente era un torbellino; no veía ni oía nada, solo sentía el peso del miedo en el pecho. Al llegar a la calle, cruzó sin mirar, con la vista nublada por las lágrimas. Un par de luces se abalanzó sobre ella. Leonardo, al verla surgir de la oscuridad, levantó la vista y frenó en seco, las llantas chirriando con un grito que desgarró la calma de la noche.
Ariana, sobresaltada, llevó las manos a su pecho, respirando con dificultad mientras el vehículo se detenía a pocos centímetros de ella.
La puerta del auto se abrió con violencia. Leonardo bajó tambaleándose, con la botella vacía aún en la mano. Su aliento olía a whisky y rabia. Caminó hacia ella con pasos torpes pero determinados, la mirada desenfocada.
—¿Acaso está ciego? —gritó Ariana, retrocediendo un paso—. ¡Pudo haberme matado!
Leonardo chasqueó la lengua, el rostro deformado por la ira y la confusión. Viendo a alguien más en el rostro de la desconocida.
—¿Acaso pensaste que no me daría cuenta de que me traicionabas? —espetó, sus palabras arrastradas por el alcohol y la herida que le carcomía el alma.
Ariana lo miró con desconcierto, y al ver su estado, comprendió que estaba ebrio.
—Debería entregar las llaves —dijo con firmeza—. Por lo visto, está completamente borracho.
Intentó alejarse, pero Leonardo la tomó del brazo con una fuerza que no parecía de un hombre cansado. La jaló bruscamente, pegándola a su cuerpo, y su mirada cegada por la mezcla de whisky y delirio se clavó en ella como si viera a otra.
—Me vas a pagar una a una —susurró con una voz cargada de odio y deseo reprimido. Ariana forcejeó, con los ojos muy abiertos.
—¡Suélteme! —gritó, pero él apretó aún más su muñeca, confundido, perdido en la sombra de una mujer muerta. En su mente, no era Ariana quien intentaba liberarse, sino Alicia, la esposa infiel que acababa de condenarlo.