La bofetada resonó en toda la habitación como un disparo seco. El golpe fue tan fuerte que el rostro de Ariana se giró hacia un lado y su piel ardió al instante.
Su mejilla palpitaba, enrojecida, mientras una lágrima traicionera rodaba por su rostro. No lloraba por el dolor físico, sino por la humillación.
Lentamente levantó la cabeza, con la respiración contenida, y sus ojos grandes, oscuros, llenos de rabia se clavaron en el rostro de su madrastra.
Emma, su madrastra, con el rostro tenso y los labios apretados, sostenía aún la mano en el aire, temblorosa.
—¿Acaso no te importa la salud de tu padre? —le gritó, con una mezcla de furia y desesperación en la voz.
Ariana respiró hondo. La mejilla aún le ardía, pero no apartó la mirada.
—No pienso venderme a nadie —respondió con firmeza, cada palabra pronunciada con una calma que contrastaba con el fuego de sus ojos—. Si mi padre necesita ayuda, la conseguiremos de otra forma. Pero no me voy a entregar a absolutamente nadie.
Emma soltó una carcajada amarga y se giró hacia la ventana. La luz del mediodía bañaba la habitación, haciendo brillar los anillos dorados en sus dedos.
—Eres una estúpida —dijo con desdén—. ¿De qué piensas que vamos a vivir, Ariana? ¡Estamos en bancarrota! No hay nada, ni un centavo, ni una cuenta que no esté embargada. Tu padre necesita un trasplante urgente y tú, en lugar de ayudar, decides jugar a la digna.
Ariana bajó la mirada. Su garganta se cerró y sintió el peso de las palabras como piedras cayendo sobre su pecho. Apretó los puños hasta que las uñas se hundieron en la palma de sus manos.
Perfectamente sabía que su padre estaba enfermo. Sabía también que la situación económica era crítica, pero no podía aceptar lo que Emma le pedía. No podía permitir que la usaran como moneda de cambio.
El silencio duró apenas unos segundos. De pronto, el sonido de pasos apresurados y un grito rompieron el aire tenso.
—¡Señora Emma! ¡Señorita Ariana! —exclamó Flor, la empleada del servicio, entrando agitada—. ¡El señor Pablo acaba de desmayarse!
El rostro de Emma se transformó. Sus labios esbozaron una sonrisa apenas perceptible, casi cínica, mientras sus ojos se iluminaron con una expresión que Ariana no entendió de inmediato.
Pero Ariana no esperó explicación alguna. El corazón le dio un vuelco y salió corriendo del salón, con el miedo golpeándole el pecho.
Sus pies descalzos resonaron contra el piso, mientras descendía las escaleras a toda prisa. En mitad de la sala, sobre la alfombra, yacía su padre, Pablo, con una mano apretando su pecho y la otra extendida hacia ningún lugar.
—¡Papá! ¡Papito, despierta! —gritó Ariana, arrodillándose junto a él.
Le tomó la mano, fría y húmeda, y la apretó con fuerza. Las lágrimas le nublaban la vista.
—Por favor, no me hagas esto… ¡Papá, mírame!
Emma bajó las escaleras con paso calculado, fingiendo pánico en el rostro.
—¡Llama a una ambulancia, Flor! —ordenó con voz aguda, aunque la calma en sus ojos traicionaba la falsa desesperación de su tono.
Los minutos se hicieron eternos. Ariana intentó reanimarlo como pudo, temblando, suplicando, llamándolo una y otra vez. Hasta que, finalmente, el sonido de la sirena rompió el aire. Dos paramédicos irrumpieron por la puerta con una camilla y un maletín.
—Aparten, por favor —dijo uno de ellos con profesionalidad—. Denle espacio.
Ariana se hizo a un lado, cubriéndose la boca con ambas manos. El suelo parecía moverse bajo sus pies.
Emma, detrás, observaba todo con una serenidad escalofriante, las manos juntas frente al pecho como si rezara.
—¿Cómo está? —preguntó con una voz tan dulce que contrastaba con la dureza de sus ojos.
—Su presión está cayendo —respondió el paramédico—. Hay que trasladarlo de inmediato.
Lo subieron a la camilla. Ariana intentó subir con ellos, pero el otro paramédico la detuvo.
—Espere, señorita, deje que trabajemos.
Emma, por su parte, caminó lentamente hasta la puerta
—Vamos, Ariana —dijo sin emoción—. Lo seguiremos al hospital.
La ambulancia corrió por las calles, mientras Ariana observaba el vehículo desde el asiento trasero del automóvil, con los ojos hinchados de tanto llorar. Emma, a su lado, fingía rezar.
Cuando llegaron al hospital, el ruido de los pasillos, las luces blancas y el olor a desinfectante la hicieron sentir en otro mundo. Todo parecía moverse demasiado rápido, excepto ella.
Durante horas, caminó de un lado a otro frente a la sala de urgencias. Su cuerpo temblaba, su mente no podía dejar de pensar en su padre tirado en el suelo, pálido, sin poder respirar.
Emma se mantenía sentada en una esquina, cruzada de piernas, hojeando una revista con una calma que la hacía parecer ajena al sufrimiento que los rodeaba.
Finalmente, la puerta se abrió y apareció el doctor Ramírez, el médico personal de Pablo, con el semblante grave.
—Señora Emma… señorita Ariana —saludó con voz seria—. Necesito hablar con ustedes.
Ariana corrió hacia él, con la esperanza brillando por un segundo en sus ojos.
—¿Cómo está mi papá? ¿Va a despertar?
El médico suspiró, bajando la mirada.
—Su padre está muy débil. Su corazón no resistirá mucho más. Si no realizamos la cirugía en los próximos ocho días, me temo que no sobrevivirá.
Ariana sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—¿Ocho días? —repitió con la voz quebrada—. Pero… ¿cómo vamos a pagar eso?
El doctor no respondió. No necesitaba hacerlo. Todos sabían la respuesta.
Emma, en cambio, solo cruzó los brazos y la miró con expresión calculadora.
—¿Ves lo que te decía, Ariana? —susurró, con una falsa dulzura—. No tenemos opción.
Ariana se llevó las manos al rostro. Las lágrimas salieron sin control. Su cuerpo entero temblaba, su respiración era un sollozo entrecortado. Caminó unos pasos, intentando pensar, intentando encontrar una salida. Pero no la había.
—Por favor, doctor, haga todo lo posible —suplicó, aunque sabía que las palabras no podían comprar esperanza.
El médico asintió con compasión y se alejó.
Emma se levantó despacio, alisándose la falda con elegancia.
—Sabes lo que hay que hacer —dijo sin rodeos.
Ariana la miró, con los ojos rojos y el rostro empapado.
—No puedo… —susurró—. No puedo convertirme en lo que tú quieres.
—¿En alguien que salve a su padre? —replicó Emma con sarcasmo—. A veces hay que ensuciarse las manos para no quedarse con nada.
Ariana apretó los labios. El silencio que siguió fue sofocante. Solo se oía el pitido lejano de las máquinas y el rumor de los pasos de enfermeras pasando por el pasillo.
—¿Qué me garantiza que, si acepto, él vivirá? —preguntó finalmente, su voz temblando entre la ira y la desesperación.
Emma dio un paso al frente y la miró con frialdad.
—Nada en esta vida es seguro, querida. Pero puedo garantizarte que, si no lo haces, tu padre morirá.
Ariana se quedó quieta. La sangre le martillaba las sienes.
Lentamente, levantó la cabeza. Sus ojos, antes llenos de lágrimas, ahora tenían una determinación nueva.
Se acercó un paso a Emma.
—Está bien —dijo con voz firme, aunque el temblor en sus manos la traicionaba—. Acepto.
Emma la observó unos segundos, sonriendo con satisfacción.
—Sabía que la sensatez terminaría llegando —susurró—. Voy a hacer unas llamadas..
Emma volvió al poco tiempo, con un brillo extraño en los ojos.
—Está hecho —dijo simplemente—. Mañana vendrán por ti.
Ariana la miró, confundida y aterrada.
—¿Por mí? ¿A dónde?
Emma solo sonrió, como si saboreara el momento.
—No te preocupes, querida. Es el precio de un corazón nuevo para tu padre.