La quiero a ella

La respiración de Ariana se entrecortó. Sentía el brazo de Leonardo aferrado a ella con fuerza, como si quisiera fundir su piel con la suya. 

Sus dedos la inmovilizaban, su mirada estaba nublada por la ira y el alcohol. Por un segundo, creyó que no lograría soltarse. Pero el instinto de supervivencia fue más fuerte.

—¡Suéltame! —gritó nuevamente desesperada, forcejeando con el cuerpo del hombre.

Leonardo apretó más. Su voz ronca, cargada de celos y despecho, retumbó entre ambos.

—¿Pensaste que podías engañarme, maldita? —espetó, y el olor del whisky la golpeó de frente—. Te descubrí. No volverás a burlarte de mí.

Ariana sintió cómo su corazón estallaba en el pecho. Lo que había sido una confrontación absurda se transformaba en una amenaza real.

Sin pensarlo, levantó la rodilla con fuerza.

El golpe fue certero. Leonardo soltó un gruñido ahogado, doblándose sobre sí mismo, y ella aprovechó ese instante para escapar.

Corrió sin mirar atrás. El sonido de su respiración se mezclaba con el eco de sus pasos y los insultos apagados que él lanzaba desde atrás. El viento le golpeó el rostro cuando alcanzó la calle; no sabía si lloraba por miedo o por rabia. Solo sabía que debía llegar a casa, a la mansión, donde al menos creía que estaría a salvo.

Finalmente, la imponente fachada de la mansión apareció ante sus ojos.

Abrió la puerta con manos temblorosas, pero al cruzar el umbral, el aire se volvió pesado, denso, diferente.

Una voz suave, cargada de un veneno disfrazado de dulzura, la recibió.

—Vaya, qué sorpresa… —susurró su madrastra, recostada contra el marco del salón con una sonrisa de oreja a oreja.

Ariana se detuvo en seco. La sonrisa de esa mujer siempre la había inquietado, pero aquella noche tenía algo más… algo que la heló por dentro.

Y entonces lo vio.

A un costado de Emma, un hombre de complexión gruesa, con un bigote oscuro y una mirada que la hizo retroceder instintivamente un paso.

—¿Quién… quién es él? —preguntó Ariana con la voz quebrada.

Emma caminó hacia ella con paso lento, calculado, como quien disfruta prolongando un momento.

—Él, querida, es quien va a ayudarnos —respondió con tono dulce, girando apenas el rostro hacia el hombre—. Gracias a él, podremos resolver todos nuestros problemas.

El hombre soltó una risa grave, casi animal. Su mirada la recorrió sin pudor.

—Por ella darán una buena cantidad de dinero —dijo, evaluándola con descaro—. Si resulta ser virgen, mucho más.

El mundo de Ariana se detuvo.

—¿Qué… qué está diciendo? —balbuceó, mirando a Emma, esperando que todo fuese un malentendido.

Pero Emma solo ladeó la cabeza con falsa ternura.

—Oh, tranquila, cariño. No te asustes. Es por tu padre. Sabes que necesita esa cirugía, y el dinero no crece en los árboles. Si de verdad lo amas, harás lo que debes.

Las palabras la atravesaron como cuchillas. Ariana quiso gritar, correr, huir de esa pesadilla, pero su cuerpo no respondía. 

Sabía que su padre yacía en una cama de hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte. Sabía también que sin dinero no habría esperanza.

El silencio se apoderó de ella.

Emma sonrió satisfecha, y el hombre se acercó más.

—Así que es virgen —murmuró, casi con deleite—. Pide mucho dinero, mujer. Con esa cara y ese cuerpo, no dudarán en pagar lo que sea.

Emma asintió, disfrutando del poder que tenía sobre la joven.

Ariana tragó saliva. Su mente gritaba que escapara, pero sus pies estaban clavados en el suelo.

El hombre gordo se movió rápido. En un segundo, su mano se cerró sobre el brazo de Ariana.

—Vendrás conmigo, muñequita —dijo con una sonrisa depravada—. Hay que aprovechar que estás hermosa.

—¡Suélteme! —gritó ella, intentando zafarse, pero él solo la jaló con más fuerza hacia la puerta.

Emma observaba la escena sin pestañear, fría, distante, como si aquello no tuviera nada de cruel.

El portazo resonó con fuerza. El auto negro esperaba afuera, y Ariana fue empujada dentro. No hubo palabras, solo el sonido del motor y el peso del miedo oprimiéndole el pecho.

El amanecer siguiente llegó con una resaca amarga y silenciosa.

Leonardo despertó en su cama con la garganta seca y la mente nublada. La botella vacía descansaba sobre el piso, testigo de una noche en la que su rabia había vencido su razón.

La luz del sol se filtró a través de las cortinas, quemándole los ojos.

Una figura se movió cerca. Era Martin, su asistente. Con gesto decidido, corrió las cortinas, dejando que la claridad inundara la habitación.

—Señor —dijo con tono urgente—, debe bañarse y vestirse de inmediato. Estamos a escasos minutos de que empiece la subasta.

Leonardo gruñó, llevándose una mano a la cabeza.

—¿Qué demonios dices, Martin? ¿Qué subasta? ¿Te volviste loco?

El asistente suspiró, intentando mantener la calma.

—No, señor. Solo recuerde lo que me pidió anoche… Me ordenó que encontrara una esposa para usted. Y, casualmente, hoy subastarán mujeres vírgenes, de nuestra sociedad, jóvenes discretas.

Leonardo soltó una carcajada irónica.

—¿Una esposa? ¿De una subasta? Debí haber estado más borracho de lo que creí.

—Lo estuvo —replicó Martin, sin inmutarse—, pero la oportunidad es real. Créame, señor, es la mejor opción. La mayoría de las mujeres subastadas no hacen preguntas… simplemente aceptan.

El silencio se prolongó unos segundos. Leonardo se levantó, con el cabello revuelto y los ojos aún vidriosos, y se acercó al ventanal.

Allá afuera, el mundo parecía seguir su curso, indiferente al caos de su interior.

—Está bien —dijo al fin, con voz ronca—. Vamos a la maldita subasta.

Martin asintió, satisfecho.

—Nadie se dará cuenta señor, se lo aseguro.

Una hora después, un lujoso automóvil se detuvo frente a un club privado. Desde el exterior, nada delataba lo que ocurría dentro: solo cristales oscuros, guardias con traje  y un aire de exclusividad que disfrazaba el pecado.

Leonardo descendió, con el porte altivo que lo caracterizaba, aunque el cansancio y el alcohol aún le nublaban la mirada. Martin lo guió hacia un palco privado, desde donde podía observar sin ser visto.

El ambiente era sofocante. Luces tenues, música instrumental y murmullos.

En el centro del escenario, un hombre se preparaba para comenzar.

Y allí estaba él. El hombre gordo, el mismo que horas antes había tomado del brazo a Ariana. Su voz grave retumbó en el salón.

—Señores, damos inicio a la primera subasta de la noche. Una joya muy especial, recién llegada, única…

De entre las sombras detrás del escenario, Ariana apareció.

Su cabello caía en ondas suaves sobre los hombros, y un vestido rojo, ceñido y breve, la envolvía dejando poco a la imaginación. Su rostro, sin embargo, era el retrato del miedo.

Cada paso que daba sobre la pasarela era una súplica muda.

Leonardo, distraído al principio, levantó la vista con desgano. Pero cuando sus ojos se toparon con los de ella, el tiempo pareció detenerse. El golpe de reconocimiento fue brutal.

—Dios… —murmuró, incrédulo.

En su mente, una imagen fugaz: la mujer que anoche lo había pateado, la que había huido de él. Era ella.

Su cuerpo se tensó.

El gordo la tomó del brazo y la giró para exhibirla ante el público.

—Comenzamos con cinco millones de dólares —anunció, sonriendo con avidez—. Una joya inigualable, pura, perfecta…

El murmullo creció entre los asistentes, manos levantadas, cifras que se multiplicaban.

Pero Leonardo no escuchaba. Solo veía el terror en los ojos de Ariana, el mismo terror que había provocado él mismo la noche anterior.

Martin, junto a él, lo observó confundido.

—¿Señor? —susurró.

Leonardo parpadeó, como si despertara de un trance. Su mandíbula se endureció.

—No me importa cuánto dinero pidan —dijo, con la voz baja pero firme, sin apartar la mirada del escenario—. La quiero a ella.

Martin lo miró, sorprendido.

—¿Está seguro, señor? Hay otras.

—A ella —repitió Leonardo, cortando toda objeción—. Es mía.

En el escenario, Ariana temblaba mientras el hombre gordo continuaba gritando cifras. Pero entonces, desde el palco más alto, se alzó una voz que todos reconocieron.

Una oferta imposible de igualar.

—Vendida —anunció el hombre gordo con una sonrisa codiciosa—. Para el señor del palco número tres.

Ariana levantó la vista.

Sus ojos se encontraron con los de Leonardo, y el pánico la atravesó.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP