Mundo de ficçãoIniciar sessãoEl día de su décimo aniversario, Valentina encontró a su esposo en la cama con su mejor amiga. "Ya no eres joven. Ya no eres bonita. Ya no sirves." Esas fueron las últimas palabras de Rodrigo Mendoza antes de echarla a la calle sin nada. Esa misma noche, Sebastián Duarte —el CEO más despiadado de la ciudad y el peor enemigo de los Mendoza— le hizo una oferta imposible: "Cásate conmigo. Seis meses. Y te daré todo lo que necesitas para destruirlos." Valentina aceptó. No por amor. Por venganza. Lo que no sabía era que Sebastián guardaba secretos más oscuros que los Mendoza. Y que, antes de que terminaran los seis meses, tendría que decidir quién era ella realmente: La mujer que todos desecharon, o la mujer en la que se estaba convirtiendo.
Ler maisEsos gemidos no eran míos.
Me quedé paralizada en el pasillo, con el pastel de aniversario en las manos y el corazón latiéndome en los oídos. Diez años de matrimonio, diez velas que nunca encendería. Reconocí la voz de inmediato, porque era la voz de Mónica, mi mejor amiga desde la universidad, la mujer que me había ayudado a elegir el vestido de novia.
La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y la empujé con el codo sin pensar, sin prepararme para lo que iba a ver. Rodrigo estaba sobre ella, en nuestra cama, en las sábanas que yo había lavado esa misma mañana con el suavizante que a él le gustaba.
El pastel se estrelló contra el suelo, y el ruido los hizo girar. Rodrigo me miró sin pánico, sin vergüenza, apenas con fastidio, como si yo fuera una molestia que había interrumpido algo importante.
—Llegaste temprano —dijo, y su voz sonó tan casual que me costó procesar las palabras.
Mónica ni siquiera se cubrió. Me observó desde las almohadas con esa sonrisa condescendiente que yo había confundido durante años con cariño.
—Valentina, cariño —dijo, estirando las vocales como si me explicara algo a una niña—, esto iba a pasar tarde o temprano. No te lo tomes personal.
Rodrigo se levantó de la cama sin pudor alguno, caminó desnudo hacia el armario y sacó una carpeta que yo nunca había visto, una carpeta gruesa con el logo de un bufete de abogados que reconocí porque manejaba sus cuentas.
—Ya que estás aquí, ahorramos tiempo —dijo, extendiéndome los papeles con la misma indiferencia con la que me pasaba las facturas del supermercado.
Divorcio. La palabra me golpeó antes de que pudiera leer los detalles. Fecha de hoy, su firma ya estampada en la última página, todo listo, todo preparado mientras yo decoraba un pastel y planeaba una cena romántica.
—¿Tenías esto preparado? —pregunté, y mi voz sonó extraña, ajena, como si viniera de otra persona.
—Desde hace tres meses —respondió él, poniéndose los pantalones con calma—. El abogado dijo que era mejor esperar a después del aniversario por temas de imagen pública. Ya sabes cómo son estas cosas.
Imagen pública. Después de diez años de matrimonio, de diez años cocinándole, limpiándole, manejándole las cuentas de la empresa familiar, yo era un problema de imagen pública.
—Firma, Valentina —insistió, con ese tono de quien no espera resistencia—. No compliques las cosas.
—¿Y la casa? —logré decir, porque mi cerebro intentaba aferrarse a lo práctico, a lo tangible, a cualquier cosa que no fuera el dolor que empezaba a trepar por mi pecho—. ¿Y mi trabajo?
Él se rio, una risa corta y cruel que nunca le había escuchado, o que quizás siempre había estado ahí y yo había elegido no oír.
—La casa es de mi madre, siempre lo fue. Tu trabajo es en la empresa de mi familia. ¿De verdad creías que algo de esto era tuyo?
Las rodillas me temblaban, pero me obligué a mantenerme de pie, a no darle el placer de verme caer.
—Diez años, Rodrigo —dije, y odié el temblor en mi voz, la debilidad que delataba—. Te di diez años de mi vida.
Él se acercó, y por un momento pensé que iba a disculparse, que algo humano iba a asomarse detrás de esa máscara fría. Pero lo que hizo fue peor: me miró de arriba abajo con desprecio, evaluándome como a un mueble viejo que había dejado de ser útil.
—Y yo te di un estilo de vida que no merecías —dijo, bajando la voz hasta convertirla en un susurro venenoso—. Mírate, Valentina. Tienes 34 años, ya no eres joven, ya no eres bonita, ya no sirves para darme hijos. ¿Qué esperabas, que me quedara contigo para siempre?
Las palabras entraron como cuchillos, cada una encontrando el punto exacto donde más dolía, donde yo misma había enterrado mis inseguridades durante años.
Mónica apareció a su lado envuelta en mi bata de seda, la que él me había regalado en nuestro quinto aniversario, y me miró con una lástima tan falsa que me revolvió el estómago.
—No seas cruel, amor —le dijo a él, acariciándole el brazo—. Valentina siempre fue demasiado simple para ti, todos lo sabíamos. Ella también, en el fondo.
La puerta principal se abrió en ese momento, y doña Carmen entró con paso firme, como si la hubieran convocado, como si todo esto fuera un espectáculo ensayado donde cada uno conocía su papel excepto yo.
—¿Ya firmó? —preguntó la suegra que nunca me aceptó, mirándome con el mismo desprecio que había cultivado durante una década.
—Está siendo difícil —respondió Rodrigo.
Doña Carmen caminó hacia mí con esos tacones que siempre sonaban como sentencias, y me observó como quien examina una mancha en la alfombra.
—Escúchame bien, Valentina —dijo, con la voz helada que usaba para despedir empleados—. Firmas ahora o te saco con la policía. Esta casa es mía, todo lo que llevas puesto lo pagó mi hijo, hasta el aire que respiras nos pertenece. No tienes estudios, no tienes talento, no tienes nada. Eres una don nadie que tuvo la suerte de que Rodrigo se fijara en ella, y esa suerte se acabó.
Mónica soltó una risita desde el fondo, y el sonido me atravesó como cristal roto.
—Firma —repitió doña Carmen—. Tienes cinco minutos para recoger tu ropa y salir de mi casa.
Firmé. No porque me rindiera, sino porque no podía respirar, porque el aire se había vuelto espeso y tóxico, porque necesitaba salir de ahí antes de derrumbarme frente a ellos.
Salí con una maleta que ni siquiera era mía y la ropa que llevaba puesta, esa ropa que según ellos también les pertenecía.
Llovía. Por supuesto que llovía, porque el universo tiene un sentido del drama que a veces resulta obsceno. El agua me empapó en segundos, mezclándose con las lágrimas que ya no podía contener, desdibujando el mundo hasta convertirlo en un borrón de luces y sombras.
Mi teléfono vibró dentro del bolsillo, y lo saqué con manos temblorosas para encontrar dos mensajes. El primero era del banco, informándome que mi tarjeta había sido cancelada por solicitud del titular principal. El segundo era de recursos humanos, un correo frío y formal comunicándome que mi contrato terminaba efectivo inmediatamente por reestructuración interna.
Diez años borrados en diez minutos, como si nunca hubieran existido, como si yo nunca hubiera existido.
Caminé sin rumbo por calles que ya no reconocía, arrastrando la maleta por charcos que me salpicaban las piernas. No tenía adónde ir, porque mi madre había muerto hace cinco años, porque mi padre nunca existió, porque todas mis amigas eran en realidad las amigas de Rodrigo, esposas de sus socios que me toleraban en los eventos pero nunca me llamaban para tomar un café.
Mónica era mi única amiga de verdad, o eso había creído durante quince años. Y Mónica estaba en mi cama, usando mi bata, riéndose de mí.
Encontré un banco en un parque y me dejé caer sobre él, sin importarme que estuviera empapado, sin importarme nada ya. La maleta quedó tirada a mis pies como un recordatorio patético de todo lo que había perdido.
¿Quién era yo ahora? No era la esposa de Rodrigo Mendoza, no era la contadora del Grupo Mendoza, no era la nuera de doña Carmen, no era la amiga de Mónica. Me habían arrancado todas las etiquetas, todos los roles que había desempeñado durante una década, y debajo de ellos no quedaba nada. Solo una mujer de 34 años sentada bajo la lluvia sin un peso en el bolsillo y sin un lugar al que volver.
Me levanté porque el frío empezaba a calarme los huesos, porque necesitaba encontrar un techo, un café caliente, algo que me recordara que seguía viva. Crucé la calle sin mirar, sin pensar, sin importarme.
Las luces me cegaron primero, dos faros blancos atravesando la cortina de lluvia, y después llegó el chirrido de los frenos cortando la noche como un grito metálico.
Un coche negro, enorme, venía directo hacia mí, y yo no me moví. No pude, o quizás no quise, quizás una parte de mí pensó que sería más fácil así, que el dolor terminaría antes de que pudiera procesarlo.
Cerré los ojos y esperé el impacto, pero el impacto nunca llegó.
Cuando abrí los ojos, el capó del coche estaba a centímetros de mi cuerpo, tan cerca que podía sentir el calor del motor atravesando la tela mojada de mi vestido. El olor a goma quemada llenaba el aire, mezclándose con la lluvia y el latido furioso de mi corazón.
La puerta del conductor se abrió, y un hombre bajó con movimientos deliberados, como si la lluvia no se atreviera a molestarlo. Llevaba un traje negro que debía costar más que todo lo que yo había poseído en mi vida, y tenía una mandíbula tallada en piedra y unos ojos que parecían carbón encendido.
—¿Estás loca o quieres morir? —preguntó, y su voz grave cortó el aire con la misma autoridad con la que seguramente daba órdenes en salas de juntas.
No respondí, porque no tenía respuesta, porque quizás las dos cosas eran ciertas.
Él me observó durante un momento largo, recorriendo con la mirada mi ropa empapada, mi maquillaje corrido, la maleta abandonada en el charco, y algo cambió en su expresión, algo que parecía reconocimiento.
—Eres la esposa de Rodrigo Mendoza —dijo, y no era una pregunta.
—Ya no —respondí, y mi voz salió rota, apenas un susurro que la lluvia casi se tragó—. Ya no soy nada.
Él sonrió entonces, pero no era una sonrisa amable ni reconfortante; era la sonrisa de un depredador que acaba de encontrar exactamente lo que estaba buscando.
—Perfecto —dijo—. Entonces tengo una propuesta para ti.
La oficina de Sebastián ocupaba el último piso de la torre Duarte, un espacio de cristal y acero que dominaba la ciudad como un trono sobre su reino.Llegué a las diez en punto, vestida con un traje sastre gris que el equipo de estilistas había dejado en mi habitación con una nota que simplemente decía: "Para impresionar". Los guardias de seguridad me escoltaron hasta un ascensor privado, y cuando las puertas se abrieron directamente en su oficina, encontré a Sebastián de pie frente a los ventanales, observando la ciudad con una expresión pensativa que se evaporó en cuanto me vio.—Puntual —comentó—. Me gusta.—No tengo el lujo de llegar tarde —respondí, caminando hacia el escritorio donde un documento grueso esperaba junto a dos plumas de aspecto carísimo—. ¿Este es el contrato?—Cuarenta y tres páginas. Mi equipo legal trabajó toda la noche.Me senté frente al escritorio y comencé a leer, sintiendo su mirada sobre mí mientras pasaba cada página. El contrato era exhaustivo: detalles
Rodrigo entró al restaurante como si fuera el dueño del lugar, con esa arrogancia que yo había confundido durante años con confianza.Llevaba el mismo tipo de traje caro que siempre usaba, el cabello perfectamente peinado, la mandíbula tensa de furia apenas contenida. A su lado venía un hombre que reconocí como su abogado personal, ese tipo de sombra legal que las familias ricas mantienen cerca para limpiar sus desastres.El restaurante entero pareció contener el aliento cuando él se acercó a nuestra mesa, y pude sentir los teléfonos levantándose, las conversaciones deteniéndose, todos los ojos fijos en lo que prometía ser un espectáculo memorable.—Valentina —dijo Rodrigo, deteniéndose frente a nuestra mesa con los puños apretados—. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?Me tomé un momento antes de responder, dejando que el silencio se estirara, dejando que él sintiera por primera vez lo que era esperar mi atención en lugar de exigirla.—Cenando —respondí finalmente, con una calma q
No reconocí a la mujer del espejo.Llevaba tres horas en aquel salón de belleza que ocupaba un piso entero de un edificio en la zona más exclusiva de la ciudad, rodeada de estilistas que hablaban en susurros reverentes y me trataban como si fuera alguien importante. El equipo completo había llegado al amanecer al penthouse con maletas de maquillaje, percheros de ropa y esa eficiencia silenciosa que solo el dinero puede comprar.Ahora, frente al espejo de cuerpo entero, veía el resultado.El cabello que Rodrigo siempre había criticado por ser demasiado común caía ahora en ondas brillantes hasta mis hombros, con reflejos castaños que capturaban la luz como seda líquida. El maquillaje resaltaba unos pómulos que no sabía que tenía y unos ojos que parecían más grandes, más intensos, más peligrosos. El vestido negro se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel, elegante y sofisticado, el tipo de vestido que nunca me habría atrevido a usar porque Rodrigo decía que era demasiado para alguien
El interior del coche olía a cuero italiano y a algo más, algo indefinible que solo podía describirse como poder.Me había subido sin pensar, sin preguntar, quizás porque ya no tenía nada que perder, o quizás porque él no me había dado opción. Simplemente había recogido mi maleta del charco, me había abierto la puerta trasera y había esperado a que entrara con la paciencia de quien está acostumbrado a que el mundo obedezca.—Bebe —ordenó, extendiéndome un vaso de whisky que apareció de algún compartimento oculto.Lo rechacé con un gesto de la mano, porque necesitaba mantener la cabeza clara, porque algo me decía que iba a necesitar toda mi lucidez para lo que venía.—¿Quién eres? —pregunté.—Sebastián Duarte —respondió, y el nombre me golpeó con la fuerza de un recuerdo que no sabía que tenía.Duarte Holdings, la empresa que había intentado comprar el Grupo Mendoza tres veces en los últimos cinco años. El hombre que doña Carmen mencionaba como si fuera el demonio encarnado, cuyo nombr
Esos gemidos no eran míos.Me quedé paralizada en el pasillo, con el pastel de aniversario en las manos y el corazón latiéndome en los oídos. Diez años de matrimonio, diez velas que nunca encendería. Reconocí la voz de inmediato, porque era la voz de Mónica, mi mejor amiga desde la universidad, la mujer que me había ayudado a elegir el vestido de novia.La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y la empujé con el codo sin pensar, sin prepararme para lo que iba a ver. Rodrigo estaba sobre ella, en nuestra cama, en las sábanas que yo había lavado esa misma mañana con el suavizante que a él le gustaba.El pastel se estrelló contra el suelo, y el ruido los hizo girar. Rodrigo me miró sin pánico, sin vergüenza, apenas con fastidio, como si yo fuera una molestia que había interrumpido algo importante.—Llegaste temprano —dijo, y su voz sonó tan casual que me costó procesar las palabras.Mónica ni siquiera se cubrió. Me observó desde las almohadas con esa sonrisa condescendiente que yo h





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