Mundo ficciónIniciar sesiónThalía Valentini nunca imaginó que la desaparición de su mejor amiga tras la misteriosa fiesta en una mansión oculta desvelaría un oscuro secreto. Ahora, incluida contra su voluntad en la temida “Lista A”, debe adentrarse en un mundo donde las mujeres son apuestas y el poder lo decide todo. En ese mundo de lujo, poder y peligros, Dean Hoffman es uno de los mafiosos más temidos y despiadados. Su nombre inspira respeto y miedo; frío, calculador y brutal, no muestra piedad con nadie. Ahora, con la mirada fija en Thalía, Dean se convierte en la amenaza que puede destruirla o ser la única llave para su supervivencia. Pero Thalía no es una víctima cualquiera: es hija de Vittorio Valentini, un mafioso peligroso y poderoso, lo que la convierte en una pieza aún más valiosa y codiciada dentro de este juego letal. Atravesada por secretos que podrían destruirla, Thalía tendrá que decidir si se rinde o lucha para salvar a su amiga y recuperar su libertad en un juego donde perder significa desaparecer para siempre.
Leer másLa lluvia golpeaba el parabrisas con fuerza, como si el cielo quisiera borrar el camino frente a mí. El chofer mantenía el silencio de siempre, atento a la carretera, mientras yo observaba cómo las luces de los faroles se desdibujaban entre las gotas. Afuera todo parecía gris, borroso, pero dentro de mi cabeza las imágenes eran nítidas: el rostro de Celine, su risa, y la última vez que la vi.
Había pasado un año desde su desaparición, y todavía no había un solo día en que no pensara en ella. Recuerdo el último mensaje que me envió, emocionada por aquella fiesta de la que su padre había oído hablar. “Dicen que es algo grande, Thalía. Distinto a todo. Deberías venir conmigo.” Había insistido tanto, que por un momento estuve a punto de ceder. Pero no lo hice. Nunca me gustaron ese tipo de fiestas… y mucho menos las organizadas por gente del círculo de mi padre. Él siempre decía que el poder era una moneda peligrosa, que había que saber usarla. Pero lo que nunca decía —aunque todos lo sabíamos— era que ese poder venía del miedo, de la corrupción, de cosas que nadie se atrevía a nombrar. Mi padre era un hombre temido, un hombre con demasiados secretos, y yo había pasado la vida entera aprendiendo a caminar sobre ellos sin tropezar. A veces me preguntaba si la desaparición de Celine no tenía algo que ver con todo eso. Si, de alguna manera, ese mundo podrido en el que había crecido también se la había tragado. Después de que desapareció, fui a su casa, buscando respuestas. Recuerdo la cara de su padre cuando me vio aparecer en la puerta, empapada por la lluvia, igual que hoy. Trabajaba para el mío, así que sabía perfectamente quién era yo. Su voz sonó tensa, cortante: “Será mejor que no te metas en lo que no te incumbe, Thalía.” Y cerró la puerta sin más. Desde ese día, fue como si Celine nunca hubiera existido. Nadie la mencionaba. Nadie preguntaba. Nadie parecía querer recordarla. Nadie, excepto yo. Miré mi muñeca, donde todavía llevaba el brazalete que ella me había regalado el día que prometimos ser mejores amigas por siempre. Apreté los dedos sobre él y murmuré para mí misma, apenas un susurro entre el ruido de la lluvia: —Te encontraré, Celine —murmuré, casi sin voz—. Te lo prometo. El auto se detuvo frente a la entrada principal. A través de la ventanilla empañada, vi algo que me hizo fruncir el ceño: había más autos de lo normal estacionados frente a la casa. Vehículos que no reconocía, algunos de ellos con vidrios polarizados. Mi padre odiaba recibir visitas sin aviso, así que algo no encajaba. Salí del coche, cubriéndome con la chaqueta, mientras la lluvia seguía cayendo sin piedad. Bonnie, el ama de llaves, ya estaba esperándome bajo el pórtico con un paraguas. —Buenas noches, señorita Thalía —me saludó con una leve inclinación, su tono más tenso de lo habitual. —¿Por qué hay tantos autos? —pregunté, sin ocultar la curiosidad. Miré hacia la entrada y vi las luces del despacho de mi padre encendidas—. ¿Está mi padre en casa? —pregunté, sacudiéndome el agua del cabello. —Sí, señorita. Está en una reunión en su despacho —respondió ella, bajando un poco la voz—. Y pidió no ser molestado. Asentí despacio, observando de nuevo los autos, intentando adivinar quiénes podían ser los invitados. No era la primera vez que mi padre hacía reuniones “privadas”, pero había algo distinto esa noche. Algo en el aire, quizás, o tal vez era mi propia paranoia alimentada por demasiadas sospechas. Desde el pasillo, podía oír vagamente el murmullo de voces provenientes del despacho, amortiguadas por las puertas cerradas. Subí las escaleras lentamente, con el sonido de la lluvia colándose por los ventanales. El pasillo estaba en penumbra, iluminado solo por las luces que venían desde abajo. Cuando llegué a la puerta de mi habitación, extendí la mano para abrirla… y me detuve. Mi muñeca estaba vacía. El brazalete ya no estaba. Lo busqué con la mirada, girando sobre mí misma. Revisé los bolsillos del abrigo, mi bolso, incluso el suelo. Nada. Un nudo me apretó el pecho. Ese brazalete no era solo un objeto; era lo único que me quedaba de ella. Sin pensarlo dos veces, di media vuelta y bajé corriendo las escaleras. Bonnie, que seguía en el vestíbulo, me miró sorprendida. —¡Señorita Thalía! ¿A dónde va con esa lluvia? —preguntó, abriendo los ojos de par en par. —Perdí mi brazalete —dije, sin frenar—. Tengo que revisar el auto. Bonnie dejó escapar un suspiro resignado y tomó un paraguas antes de seguirme. Salimos al aguacero, y en cuestión de segundos el frío se coló por mi ropa empapada. Revisamos los asientos, el piso, entre los huecos de las puertas. La linterna del celular iluminaba pequeños destellos, pero no había rastros del brazalete. —No está —murmuré, frustrada, apartándome el cabello mojado de la cara. —Iré a hablar con Seth, quizá él lo vio cuando bajó su equipaje —dijo Bonnie, alzando la voz sobre el ruido de la lluvia. Asentí, y ella corrió hacia la entrada. Me quedé unos segundos más bajo la lluvia, mirando el coche con impotencia, sintiendo cómo el frío me calaba hasta los huesos. Después respiré hondo y volví a la casa. El silencio me envolvió en cuanto crucé la puerta. La luz cálida del vestíbulo contrastaba con el exterior oscuro, pero no alcanzó a tranquilizarme. Todo estaba demasiado quieto. Fue entonces cuando lo vi. Un hombre de pie, de espaldas a mí, cerca de la mesa del recibidor. Su cabello castaño estaba perfectamente peinado y su postura proyectaba seguridad, control absoluto del espacio. Llevaba un traje oscuro y unos lentes oscuros que le ocultaban los ojos. Mis pasos se detuvieron. No lo reconocía. No era uno de los hombres de seguridad ni alguien que hubiera visto antes. Di un paso sin querer, y un pequeño crujido de la alfombra alertó al hombre. Se giró lentamente, con la cabeza levantada, manteniendo la compostura. En su mano derecha, el brillo familiar del brazalete me paralizó. —Mi brazalete… —susurré, más para mí que para él. El corazón me golpeaba el pecho con fuerza, y por un momento, no supe si debía avanzar o retroceder. Él estaba allí, solo, impasible, sosteniendo lo que me pertenecía, y yo no tenía idea de cómo había llegado hasta ahí.Apreté el gatillo un poco más, temblando. Mis dedos sudaban, mis ojos ardían, y las lágrimas empezaban a nublarme la vista.—¿Cómo sabes de ella? —pregunté con la voz quebrada, odiando que sonara más desesperada que furiosa.Dean me observó en silencio unos segundos. Su mirada era tranquila, casi estudiándome.—Si bajas el arma —dijo al fin, con esa voz grave que me helaba la sangre—, tal vez te diga dónde está. Incluso podría ayudarte a encontrarla. No es lo que más quieres, ¿no?Lo miré con rabia, intentando descifrar si mentía.—¿Y cómo sé que puedo confiar en ti? ¿Que no estás jugando conmigo?—Supongo que tendrás que tenerme un poco de fe —respondió con una ligera sonrisa.Solté una risa vacía. No había nada de alegría en ella, solo cansancio.—Tal vez está muerta… —murmuré—. Si lo está, ¿qué sentido tiene todo esto? No tengo a nadie.Bajé la mirada y, sin pensarlo, giré el arma hacia mí. El metal frío tocó mi sien.Por un segundo, todo pareció detenerse. Cerré los ojos y apreté
Desperté con la sensación de estar flotando. O cayendo. No estaba segura. Mi cabeza latía con fuerza y la boca me sabía a sangre y metal. Parpadeé varias veces, tratando de enfocar lo que tenía delante, pero todo se movía. La vibración bajo mis pies era constante, como un rugido lejano, y fue entonces cuando lo entendí.Un avión.El corazón se me encogió. Miré a mi alrededor, y mis manos esposadas sobre mi regazo me devolvieron de golpe a la realidad. Estaba sentada en un asiento de cuero, con las ventanas cubiertas parcialmente por cortinas. Logré girar la cabeza hacia una de ellas y vi, entre los huecos, el cielo extendiéndose en tonos grises. Ya estábamos en el aire.Sentí el estómago darme un vuelco. Nunca en mi vida había subido a un avión, y el movimiento del vuelo me provocó un mareo que me recorrió entera. Cerré los ojos por un momento, intentando respirar.—Jefe, ha despertado. —Una voz masculina resonó a mi izquierda.No la conocía. Pero el tono —respetuoso, casi temeroso— m
Seth no dijo una palabra en todo el trayecto. Su mano firme me sujetaba del brazo, guiándome por los pasillos oscuros de aquel lugar como si yo fuera una prisionera y él mi sombra. No intenté resistirme; sabía que no serviría de nada. Mis muñecas dolían con la presión de las esposas, frías y pesadas, adornadas con lo que parecían diamantes negros. Una ironía cruel: hasta mis cadenas tenían que ser hermosas.Nos detuvimos frente a una puerta doble. Seth la abrió y, sin siquiera mirarme, me empujó suavemente para que entrara.La habitación era distinta a todo lo que había visto antes. Amplia, con las paredes cubiertas por cortinas oscuras y un olor fuerte a madera pulida. En el centro, una silla alta, de respaldo tallado y detalles dorados, como un trono. Justo enfrente, varias ventanas polarizadas. No podía ver lo que había detrás de ellas, pero sentía sus miradas. Estaban ahí. Observándome.Seth me llevó hasta la silla y me obligó a sentarme. El sonido metálico de las esposas ajustánd
Cuando desperté, lo primero que sentí fue un dolor agudo en la cabeza, como si alguien me hubiese golpeado con una piedra. El aire olía a humedad y metal, y todo estaba en silencio, salvo por un zumbido lejano. Intenté moverme, pero mis manos estaban atadas a los costados de la silla.Escuché voces cerca. Dos, tal vez tres personas. No lograba entender lo que decían, pero una de ellas se detuvo de repente y dijo con claridad:—Acaba de despertar.El sonido de unos pasos se acercó, firmes, pausados. Sentí unas manos frías en mi cara y, segundos después, me quitaron lo que cubría mis ojos.La luz me cegó por un instante. Cuando mis pupilas se acostumbraron, vi el lugar. Era una habitación gris, sin ventanas, con un solo foco parpadeante en el techo. Frente a mí, una mujer rubia me observaba con una sonrisa torcida. Era hermosa, pero en su mirada había algo extraño, algo que me heló la sangre.—Por fin despiertas, preciosa —dijo con voz dulce, casi burlona—. Ya empezaba a preocuparme que
Me quedé de pie unos segundos, mirando la puerta cerrada. Ahora mi propia habitación sería mi nueva cárcel. Antes solía serlo toda la casa, cada vez el espacio se hacía más pequeño. Luego, sin nada más que hacer, me giré hacia la ventana. Las gotas de lluvia seguían resbalando por el cristal, reflejando la luz de los faros que se filtraban desde afuera.Caminé despacio hasta allí, corriendo un poco la cortina. Desde el segundo piso, podía ver el camino empedrado del jardín, los autos estacionados bajo la lluvia. La mayoría ya se habían ido... excepto uno.Fruncí el ceño.Una figura se movía junto al coche negro que seguía estacionado frente al portón. Al principio, la oscuridad no me dejaba distinguir bien quién era, pero entonces lo vi: su silueta alta, el cabello castaño húmedo cayéndole sobre la frente, y el brillo anaranjado del cigarrillo encendiéndose entre sus dedos.Mi corazón dio un salto. Era él.El hombre del tatuaje. El que me había llamado tesoro.Fumaba con una calma que
Me quedé paralizada, sin poder apartar los ojos de él. Era alto, mucho más de lo que había imaginado. Su presencia llenaba la habitación de una manera que no se podía ignorar, como si ocupase cada centímetro del aire. Tenía un tatuaje que cubría todo su cuello, oscuro y detallado, y no pude evitar fijarme en él; era como si cada línea contara una historia que no podía descifrar. Nunca había visto algo así tan de cerca, y de repente todo en él parecía más peligroso, más imposible de ignorar.El traje oscuro le sentaba perfecto, marcando su figura fuerte y segura. Cada paso que daba hacia mí hacía que mi corazón se acelerara. Era aterrador y fascinante al mismo tiempo. Mi piel se erizó sin que pudiera controlarlo. No entendía cómo podía sentir miedo por alguien que acababa de ver, y, aun así, allí estaba, dominando la habitación sin esfuerzo, y yo… yo estaba atrapada, congelada, intentando procesarlo todo.Se acercó despacio, sin prisa, midiendo cada movimiento. El aire entre nosotros s





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