2• No me toques.

Me quedé paralizada, sin poder apartar los ojos de él. Era alto, mucho más de lo que había imaginado. Su presencia llenaba la habitación de una manera que no se podía ignorar, como si ocupase cada centímetro del aire. Tenía un tatuaje que cubría todo su cuello, oscuro y detallado, y no pude evitar fijarme en él; era como si cada línea contara una historia que no podía descifrar. Nunca había visto algo así tan de cerca, y de repente todo en él parecía más peligroso, más imposible de ignorar.

El traje oscuro le sentaba perfecto, marcando su figura fuerte y segura. Cada paso que daba hacia mí hacía que mi corazón se acelerara. Era aterrador y fascinante al mismo tiempo. Mi piel se erizó sin que pudiera controlarlo. No entendía cómo podía sentir miedo por alguien que acababa de ver, y, aun así, allí estaba, dominando la habitación sin esfuerzo, y yo… yo estaba atrapada, congelada, intentando procesarlo todo.

Se acercó despacio, sin prisa, midiendo cada movimiento. El aire entre nosotros se sentía pesado, cargado, como si respirarlo fuera un riesgo. Yo no podía moverme, ni hablar. Cada segundo duraba demasiado.

Cuando estuvo frente a mí, se quitó los lentes oscuros con un movimiento lento, dejando que sus ojos se encontraran con los míos. Fríos, calculadores, inexpresivos.

—Buscabas esto —dijo, levantando el brazalete frente a mi cara.

Mi corazón se desbocó. No podía apartar la mirada. La respiración se me cortó. Su sola presencia me erizaba la piel.

—Deberías tener más cuidado —continuó, con la voz suave pero firme, cargada de autoridad—. Las cosas de valor no deberían estar a la vista de cualquiera. Alguien podría pensar que le pertenece y tomarlo en el momento más oportuno.

Antes de que pudiera reaccionar, rozó mi mano, sujetándola con firmeza y deslizando el brazalete de nuevo en mi muñeca. Sentí su tacto y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Mi corazón latía demasiado rápido. Pero no dije nada, no porque no quisiera, sino porque no podía articular palabra.

—He escuchado tanto del tesoro de Vittorio Valentini —susurró, como hablando consigo mismo, pero lo suficientemente alto para que lo escuchara—. Jamás pensé que fuera verdad. Ahora entiendo por qué te mantiene escondida.

Se inclinó levemente hacia mí, y agregó:

—¿Cuál es tu nombre, preciosa?

En ese momento, las puertas del despacho de mi padre se abrieron de golpe. Él apareció en el umbral y, al vernos juntos, sus ojos se abrieron de par en par, sorprendidos. No esperaba encontrarme al lado de aquel hombre.

—Thalía, ¿por qué no estás en tu habitación? Sabes perfectamente que tienes prohibido...

Pero no alcanzó a terminar.

El hombre frente a mí giró la cabeza hacia él con una calma inquietante, y una sonrisa apenas dibujada se curvó en sus labios.

—Thalía... —repitió mi nombre, como si lo saboreara—. Vamos, Vittorio, no pensarás que me la voy a robar.

Eso no le hizo ninguna gracia a mi padre. Pude verlo tensarse de inmediato. Entonces, otro hombre que estaba un poco detrás de él se adelantó y puso una mano sobre su hombro. Su voz era más suave, aunque firme.

—Disculpa a mi hermano —dijo, dirigiéndose a mi padre—. No será un problema en nuestro negocio.

Solo entonces me fijé bien en él… y me quedé helada. Eran idénticos. Los mismos rasgos, la misma estructura facial, el mismo aire de poder. Solo que este segundo hombre no tenía tatuaje.

Gemelos.

—Jamás sería un problema si hay una dama presente —respondió el primero, sin dejar de mirarme—. Yo siempre cumplo mi palabra… no podría decir lo mismo de otras personas.

Su mirada se clavó en mi padre, y algo en ese intercambio me descolocó. Nunca había visto a Vittorio Valentini, mi padre, nervioso. Hasta ese momento.

—Pero lo cierto —continuó él con una sonrisa que no llegaba a los ojos— es que todas sus deudas habrían sido saldadas si Thalía nos honrara con su presencia.

El corazón se me detuvo un segundo.

—Mi hija no forma parte de mis negocios —respondió papá con una firmeza que sonó más a defensa que a poder.

—Es una lástima —contestó el hombre con un tono casi burlón.

El gemelo intervino entonces, rompiendo la tensión.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted, Vittorio.

Se estrecharon la mano. Papá le devolvió el gesto con esa sonrisa ensayada que conocía tan bien, esa que siempre usaba cuando algo no estaba bajo su control.

—El placer es mío, Hoffman.

Yo pude ver la falsedad en su rostro, como si su piel apenas alcanzara a sostener la máscara.

Entonces el otro Hoffman —el del tatuaje— se volvió hacia mí, con esa misma calma peligrosa, tomó mi mano entre las suyas y la llevó a sus labios. El contacto fue breve, pero suficiente para que un escalofrío me recorriera la espalda.

—Nos volveremos a ver, tesoro —murmuró, con una sonrisa lenta y segura.

Antes de que pudiera responder, su hermano lo tomó del brazo y ambos se dirigieron a la salida. Solo cuando la puerta se cerró tras ellos, me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración todo ese tiempo.

Apenas la puerta se cerró detrás de los Hoffman, papá se giró hacia mí. No tuve tiempo de decir nada. Me tomó del brazo con fuerza, tanto que solté un pequeño gemido.

—¿Qué demonios hacías aquí, Thalía? —su voz era baja, pero su furia vibraba en el aire—. Te dije que no salieras de tu habitación cuando tengo visitas.

Intenté zafarme, pero su agarre solo se hizo más fuerte.

—¡Solo bajé por mi brazalete! —le grité, sintiendo cómo la piel me ardía donde me sujetaba—. No tenía idea de que estabas con... con ellos.

—¡Y por eso precisamente no quiero que andes deambulando por la casa! —sus ojos me atravesaron, llenos de una mezcla de rabia y miedo que no entendía—. No puedes imaginar lo peligroso que puede ser si alguien te ve.

—¿Peligroso? —repetí, incrédula—. ¿Por qué? ¿Por qué ese hombre sabía quién soy? ¿Por qué dijo que me tienes escondida?

Papá apartó la mirada, soltándome el brazo. Caminó un par de pasos, llevándose una mano al cabello, claramente alterado.

—Hay cosas que no entiendes, Thalía.

—Entonces explícamelas —repliqué, con la voz temblándome más por impotencia que por miedo—. ¿Por qué todos parecen saber más de mi vida que yo misma?

—Porque no estás lista —dijo al fin, sin mirarme.

Me reí sin humor.

—¿No estoy lista? Tengo veinte años, papá. Ya no soy una niña.

—Y por eso mismo deberías entender que hay cosas que es mejor no saber —se giró hacia mí, y esta vez su mirada estaba fría—. No vuelvas a cuestionarme, ¿me escuchas?

El silencio que siguió fue insoportable. Pude sentir el pulso aun latiendo con fuerza en mi brazo donde me había sostenido.

Papá suspiró, como si necesitara cerrar el tema de una vez.

—Seth —llamó, alzando la voz.

El guardaespaldas apareció casi de inmediato.

—Llévala a su habitación. —Papá no me miró—. Y que quede claro: tiene prohibido salir sin mi permiso.

Sentí el calor subir a mis mejillas.

—¿Qué? ¡No puedes encerrarme como si fuera una prisionera!

Pero él ya no me escuchaba. Había vuelto hacia su despacho, cerrando la puerta tras de sí.

Seth me miró con una mezcla de pena y obligación.

—Señorita Thalía, por favor...

—No me toques —le advertí, aunque mi voz se quebró un poco.

Me adelanté, subiendo las escaleras con el corazón latiéndome con fuerza, sin atreverme a mirar atrás.

No sabía qué era peor: la sensación de estar atrapada… o la de haber sido observada por esos ojos tan oscuros y calculadores.

Y lo peor era que, a pesar de todo, seguía sintiendo el roce de su mano en la mía.

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