4• ¡Eres un traidor!

Cuando desperté, lo primero que sentí fue un dolor agudo en la cabeza, como si alguien me hubiese golpeado con una piedra. El aire olía a humedad y metal, y todo estaba en silencio, salvo por un zumbido lejano. Intenté moverme, pero mis manos estaban atadas a los costados de la silla.

Escuché voces cerca. Dos, tal vez tres personas. No lograba entender lo que decían, pero una de ellas se detuvo de repente y dijo con claridad:

—Acaba de despertar.

El sonido de unos pasos se acercó, firmes, pausados. Sentí unas manos frías en mi cara y, segundos después, me quitaron lo que cubría mis ojos.

La luz me cegó por un instante. Cuando mis pupilas se acostumbraron, vi el lugar. Era una habitación gris, sin ventanas, con un solo foco parpadeante en el techo. Frente a mí, una mujer rubia me observaba con una sonrisa torcida. Era hermosa, pero en su mirada había algo extraño, algo que me heló la sangre.

—Por fin despiertas, preciosa —dijo con voz dulce, casi burlona—. Ya empezaba a preocuparme que no lo fueras a hacer. El golpe de Seth debió ser muy fuerte. Ese idiota debería tener más cuidado con las chicas de la Lista A… sobre todo con la reina negra.

Parpadeé confundida. Sentía la cabeza punzante, el corazón desbocado.

—¿La Lista A? ¿La reina negra? ¿De qué está hablando? ¿Dónde estoy? —pregunté, con la voz temblorosa.

La mujer soltó una risa ligera, como si mi miedo le resultara adorable.

—La Lista A es una lista de premios —explicó mientras daba una vuelta a mi alrededor—. Los mafiosos más poderosos apuestan cada año por quienes estarán en ella. Y este año, tú eres el premio más alto. La reina negra.

Mi respiración se volvió entrecortada.

—Debe haber un error. Yo no puedo estar en esa lista —dije casi en un susurro.

Ella se inclinó frente a mí, acercándose tanto que pude sentir su perfume —dulce, empalagoso, como flores marchitas—.

—Lo siento mucho, preciosa. Debe ser horrible terminar aquí, pero… es lo que hay. Uno no elige este tipo de vida —me dijo, mientras me apartaba un mechón de cabello detrás de la oreja—. Nuestro legado lo hace por nosotras.

Su toque me hizo estremecer. Iba a apartarme, pero algo llamó mi atención. En su muñeca brillaba un brazalete delgado, de plata, con un pequeño dije en forma de luna. La luna tenía grabada una letra: C.

El aire se me atascó en la garganta.

Ese brazalete era imposible de confundir.

Era el de Celine.

—¿Dónde conseguiste ese brazalete? —pregunté, tratando de controlar la voz que temblaba entre el miedo y la rabia—. ¡Ese brazalete es de Celine!

La mujer me observó con calma, como si estuviera acostumbrada a que la gente gritara y se exaltara a su alrededor. Sonrió levemente.

—Fue un regalo de mi jefe —dijo con total naturalidad, como si eso explicara todo.

Negué con fuerza, el corazón latiéndome a mil por hora.

—No puede ser… Ese brazalete no le pertenece a nadie más. ¡Es de Celine!

La rubia arqueó una ceja, su sonrisa se volvió un poco más fría, y levantó la muñeca para que lo viera mejor.

—No, preciosa. Ese brazalete es mío. No de ninguna Celine.

Un frío recorrió mi espalda y mis manos se cerraron con fuerza en mi regazo. Sentía que todo se desmoronaba.

—¡¿Dónde está mi amiga?! —grité, furiosa y desesperada—. ¡Dime qué le hicieron! ¡Yo… yo no puedo quedarme sin saberlo! Ella desapareció después de la fiesta, y tú… tú debes saber algo.

La mujer suspiró, dejando caer la cabeza hacia atrás, con una expresión de paciencia fingida.

—Cálmate —dijo, con voz suave y autoritaria, pero esa suavidad solo me encendió más.

—¡No! —exploté, dejando que la furia me arrastrara—. ¡No me digas que me calme! ¡Celine es mi amiga! ¡Tú no puedes quedarte con mi vida, ni con la suya! ¡Dime qué le hicieron!

—Tranquila, preciosa —susurró, divertida—. Ya entenderás todo a su debido tiempo. Por ahora, solo haz lo que se te dice.

Respiraba con dificultad, la rabia y la desesperación luchando dentro de mí. No podía quedarme quieta, no podía aceptar que se apropiara del brazalete, ni que se riera del destino de Celine.

—¡Yo no me voy a quedar quieta! —grité, golpeando la silla con las manos—. ¡No me importa quién seas, ni tu jefe, ni la Lista A, ni nada! ¡Yo la voy a encontrar!

La mujer me miró un instante y su sonrisa volvió, más cruel que antes.

—Perfecto. Esa es la actitud que me gusta… para lo que viene después.

La puerta se abrió de golpe y Seth entró como si viniera a poner orden en una tormenta. No perdió tiempo en mirarme; su voz cortó el aire sin rodeos.

—¿Por qué pierdes el tiempo? —dijo—. Tenemos que tenerla lista. Llévensela a la habitación y prepárenla.

La rabia que había estado abrasando por dentro explotó y se volcó hacia él. Le escupí cada palabra, como una piedra lanzada a un cristal.

—¡Eres un traidor! —grité—. Nos traicionaste. Vas a pagar por esto, Seth. Vas a pagar por lo que le hicieron a Celine. Van a pagar.

Se acercó sin apresurarse, con esa calma que antes me daba seguridad y ahora me parecía repulsiva. Me miró como si viera a alguien diminuto y molesto.

—Me parece que no estás en condición para amenazas —dijo, la voz baja, con una certeza que helaba—. Aquí no tienes poder, y no lo volverás a tener jamás.

No lo pensé. Fue un gesto instintivo y bruto: le escupí en la cara. La sensación de rebelión me dio un segundo de aire. Pero Seth no perdió la compostura: dio un paso y me dio una bofetada tan seca que el mundo se inclinó. Sentí el sabor metálico de la sangre en la boca; el labio ardía, caliente y húmedo.

La rubia, que había observado todo con una sonrisa tranquila, alzó la voz con fastidio inmediato.

—¿Qué te pasa, imbécil? —dijo—. ¡Tendremos que cubrir ese moretón con maquillaje! Debe estar perfecta.

Seth, impasible, comentó como si hablara de un traje:

—El morado le va bien con su piel.

Un hombre se acercó y me colocó una toalla fría en el labio abierto. El frío me hizo llorar por un segundo; la mezcla de sangra y agua me quemó. Me sostuve en la silla con todas las fuerzas para no desmoronarme.

—Llévensela —ordenó Seth de nuevo, con la misma voz que había usado antes para darme la orden de entrar al coche.

Me sujetaron del brazo, tiraron de mí y me empujaron por el corredor. Cada paso resonaba como un latigazo de vergüenza y rabia. Antes de que me arrancaran del cuarto, alcé la vista y los miré a todos en silencio, con la sangre caliente aún en la boca. Les dije, apenas un hilo de voz:

—Lo pagaréis. Por mí, por Celine. Los haré pagar.

La rubia inclinó la cabeza, como quien escucha a un insecto hablar, y sonrió.

—Ya veremos, preciosa —respondió—. Ahora camina.

Me empujaron hacia una habitación grande con luces y sillas vacías: el backstage antes del espectáculo. Cerraron la puerta detrás de mí y el giro de la cerradura sonó como un golpe final. Me quedé sola con el sabor de la sangre, el labio hinchado y una rabia que dejaba de ser solo miedo para convertirse en promesa, una promesa que iba a cumplir, así fuera lo último que hiciera.

Si querían moldearme en la Reina Negra, tendrían que hacerlo sobre mis términos. Aprendería sus reglas. Y las usaría contra ellos.

Me llevaron a otra habitación después del baño y del maquillaje. Frente a mí, sobre la cama, estaba el vestido negro que me habían preparado: seda oscura, encajes finos que rozaban la piel y delineaban la silueta sin ser demasiado obvio. Me ayudaron a meterme en él; la tela se ajustó a mi cuerpo y de repente me sentí expuesta.

Unos zapatos altos esperaban junto al vestido. Todos sus movimientos parecían un ritual: peinaban mi cabello, alisaban los mechones rebeldes, terminaban de delinear mis ojos y mis labios, hasta que todo estaba perfecto. Sentí cómo me transformaban en algo que debía ser admirado, observado… un trofeo envuelto en elegancia y peligro.

Entonces ella entró. La rubia caminó hacia mí con seguridad. Sostuvo un espejo frente a mi rostro.

—Mira —dijo suavemente, con un dejo de burla—. Mira cómo quedaste.

Me vi reflejada: el labio todavía tenía un hilo de rojo, los ojos ahumados y profundos como la noche, la piel pálida resaltando sobre la tela negra. Cada línea de mi cuerpo parecía calculada para atrapar miradas. Por un momento, no reconocí a la Thalía que veía en el espejo. Era alguien más fuerte, más peligrosa, más… valiosa. Y el hecho de que lo sintiera me hizo temblar de rabia y de miedo al mismo tiempo.

Ella sonrió, satisfecha.

—Vittorio creó una piedra en bruto —susurró, sus dedos rozando la tela de mi hombro con precisión—. Eres una gema preciosa. Esta noche nos superaremos. Eres el premio más grande que hemos tenido.

No dijo nada más. Me dejó el espejo, y se alejó con un paso elegante. Me quedé frente al reflejo, sintiendo cómo mi pecho se oprimía. El vestido, la música que empezaba a filtrarse por los pasillos, el aire cargado de expectación… todo me decía que estaba a punto de ser parte de algo más grande que yo, algo peligroso y oscuro.

Inspiré profundo, dejando que la tela rozara mi piel, dejando que la rabia y el miedo se mezclaran en algo que me hacía sentir viva. Afuera, los murmullos de la fiesta empezaban a subir, y por primera vez comprendí: no era solo un invitado, ni un peón… era el premio más valioso.

—Que comience la fiesta —susurró la rubia desde la puerta, y cerró la distancia entre nosotras con un golpe de realidad: todo lo que había aprendido, todo lo que creía seguro, ya no existía.

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