Mundo de ficçãoIniciar sessão
La lluvia golpeaba el parabrisas con fuerza, como si el cielo quisiera borrar el camino frente a mí. El chofer mantenía el silencio de siempre, atento a la carretera, mientras yo observaba cómo las luces de los faroles se desdibujaban entre las gotas. Afuera todo parecía gris, borroso, pero dentro de mi cabeza las imágenes eran nítidas: el rostro de Celine, su risa, y la última vez que la vi.
Había pasado un año desde su desaparición, y todavía no había un solo día en que no pensara en ella. Recuerdo el último mensaje que me envió, emocionada por aquella fiesta de la que su padre había oído hablar. “Dicen que es algo grande, Thalía. Distinto a todo. Deberías venir conmigo.” Había insistido tanto, que por un momento estuve a punto de ceder. Pero no lo hice. Nunca me gustaron ese tipo de fiestas… y mucho menos las organizadas por gente del círculo de mi padre. Él siempre decía que el poder era una moneda peligrosa, que había que saber usarla. Pero lo que nunca decía —aunque todos lo sabíamos— era que ese poder venía del miedo, de la corrupción, de cosas que nadie se atrevía a nombrar. Mi padre era un hombre temido, un hombre con demasiados secretos, y yo había pasado la vida entera aprendiendo a caminar sobre ellos sin tropezar. A veces me preguntaba si la desaparición de Celine no tenía algo que ver con todo eso. Si, de alguna manera, ese mundo podrido en el que había crecido también se la había tragado. Después de que desapareció, fui a su casa, buscando respuestas. Recuerdo la cara de su padre cuando me vio aparecer en la puerta, empapada por la lluvia, igual que hoy. Trabajaba para el mío, así que sabía perfectamente quién era yo. Su voz sonó tensa, cortante: “Será mejor que no te metas en lo que no te incumbe, Thalía.” Y cerró la puerta sin más. Desde ese día, fue como si Celine nunca hubiera existido. Nadie la mencionaba. Nadie preguntaba. Nadie parecía querer recordarla. Nadie, excepto yo. Miré mi muñeca, donde todavía llevaba el brazalete que ella me había regalado el día que prometimos ser mejores amigas por siempre. Apreté los dedos sobre él y murmuré para mí misma, apenas un susurro entre el ruido de la lluvia: —Te encontraré, Celine —murmuré, casi sin voz—. Te lo prometo. El auto se detuvo frente a la entrada principal. A través de la ventanilla empañada, vi algo que me hizo fruncir el ceño: había más autos de lo normal estacionados frente a la casa. Vehículos que no reconocía, algunos de ellos con vidrios polarizados. Mi padre odiaba recibir visitas sin aviso, así que algo no encajaba. Salí del coche, cubriéndome con la chaqueta, mientras la lluvia seguía cayendo sin piedad. Bonnie, el ama de llaves, ya estaba esperándome bajo el pórtico con un paraguas. —Buenas noches, señorita Thalía —me saludó con una leve inclinación, su tono más tenso de lo habitual. —¿Por qué hay tantos autos? —pregunté, sin ocultar la curiosidad. Miré hacia la entrada y vi las luces del despacho de mi padre encendidas—. ¿Está mi padre en casa? —pregunté, sacudiéndome el agua del cabello. —Sí, señorita. Está en una reunión en su despacho —respondió ella, bajando un poco la voz—. Y pidió no ser molestado. Asentí despacio, observando de nuevo los autos, intentando adivinar quiénes podían ser los invitados. No era la primera vez que mi padre hacía reuniones “privadas”, pero había algo distinto esa noche. Algo en el aire, quizás, o tal vez era mi propia paranoia alimentada por demasiadas sospechas. Desde el pasillo, podía oír vagamente el murmullo de voces provenientes del despacho, amortiguadas por las puertas cerradas. Subí las escaleras lentamente, con el sonido de la lluvia colándose por los ventanales. El pasillo estaba en penumbra, iluminado solo por las luces que venían desde abajo. Cuando llegué a la puerta de mi habitación, extendí la mano para abrirla… y me detuve. Mi muñeca estaba vacía. El brazalete ya no estaba. Lo busqué con la mirada, girando sobre mí misma. Revisé los bolsillos del abrigo, mi bolso, incluso el suelo. Nada. Un nudo me apretó el pecho. Ese brazalete no era solo un objeto; era lo único que me quedaba de ella. Sin pensarlo dos veces, di media vuelta y bajé corriendo las escaleras. Bonnie, que seguía en el vestíbulo, me miró sorprendida. —¡Señorita Thalía! ¿A dónde va con esa lluvia? —preguntó, abriendo los ojos de par en par. —Perdí mi brazalete —dije, sin frenar—. Tengo que revisar el auto. Bonnie dejó escapar un suspiro resignado y tomó un paraguas antes de seguirme. Salimos al aguacero, y en cuestión de segundos el frío se coló por mi ropa empapada. Revisamos los asientos, el piso, entre los huecos de las puertas. La linterna del celular iluminaba pequeños destellos, pero no había rastros del brazalete. —No está —murmuré, frustrada, apartándome el cabello mojado de la cara. —Iré a hablar con Seth, quizá él lo vio cuando bajó su equipaje —dijo Bonnie, alzando la voz sobre el ruido de la lluvia. Asentí, y ella corrió hacia la entrada. Me quedé unos segundos más bajo la lluvia, mirando el coche con impotencia, sintiendo cómo el frío me calaba hasta los huesos. Después respiré hondo y volví a la casa. El silencio me envolvió en cuanto crucé la puerta. La luz cálida del vestíbulo contrastaba con el exterior oscuro, pero no alcanzó a tranquilizarme. Todo estaba demasiado quieto. Fue entonces cuando lo vi. Un hombre de pie, de espaldas a mí, cerca de la mesa del recibidor. Su cabello castaño estaba perfectamente peinado y su postura proyectaba seguridad, control absoluto del espacio. Llevaba un traje oscuro y unos lentes oscuros que le ocultaban los ojos. Mis pasos se detuvieron. No lo reconocía. No era uno de los hombres de seguridad ni alguien que hubiera visto antes. Di un paso sin querer, y un pequeño crujido de la alfombra alertó al hombre. Se giró lentamente, con la cabeza levantada, manteniendo la compostura. En su mano derecha, el brillo familiar del brazalete me paralizó. —Mi brazalete… —susurré, más para mí que para él. El corazón me golpeaba el pecho con fuerza, y por un momento, no supe si debía avanzar o retroceder. Él estaba allí, solo, impasible, sosteniendo lo que me pertenecía, y yo no tenía idea de cómo había llegado hasta ahí.






