Mundo de ficçãoIniciar sessãoSeth no dijo una palabra en todo el trayecto. Su mano firme me sujetaba del brazo, guiándome por los pasillos oscuros de aquel lugar como si yo fuera una prisionera y él mi sombra. No intenté resistirme; sabía que no serviría de nada. Mis muñecas dolían con la presión de las esposas, frías y pesadas, adornadas con lo que parecían diamantes negros. Una ironía cruel: hasta mis cadenas tenían que ser hermosas.
Nos detuvimos frente a una puerta doble. Seth la abrió y, sin siquiera mirarme, me empujó suavemente para que entrara. La habitación era distinta a todo lo que había visto antes. Amplia, con las paredes cubiertas por cortinas oscuras y un olor fuerte a madera pulida. En el centro, una silla alta, de respaldo tallado y detalles dorados, como un trono. Justo enfrente, varias ventanas polarizadas. No podía ver lo que había detrás de ellas, pero sentía sus miradas. Estaban ahí. Observándome. Seth me llevó hasta la silla y me obligó a sentarme. El sonido metálico de las esposas ajustándose a los apoyabrazos fue tan seco que me hizo estremecer. Quedé inmóvil, atrapada. Entonces entró ella, la mujer rubia. Caminaba como si estuviera entrando a un escenario, con esa sonrisa ligera que me revolvía el estómago. —Perfecto —dijo, ajustando un mechón de su cabello antes de inclinarse sobre una pequeña pantalla junto a mí—. Empecemos. Con solo presionar un botón, la pantalla cobró vida. Una lista de nombres apareció, acompañada de un tablero que empezaba a llenarse de cifras. Sentí que la sangre me abandonaba el rostro cuando, segundos después, una imagen mía ocupó la pantalla. Era yo. En ropa interior. El aire se volvió denso. La foto parecía tomada mientras me preparaban, cuando estaba demasiado confundida como para notar nada. Mis mejillas ardieron; sentí una mezcla insoportable de vergüenza, rabia y miedo. Apreté los dientes y giré la cabeza hacia otro lado, negándome a mirarla, negándome a verme convertida en eso. La rubia sonrió con satisfacción, como si disfrutara de mi incomodidad. —Hermosa, ¿verdad? —murmuró, más para sí misma que para mí. Yo no respondí. Cerré los ojos. Por un momento, deseé estar muerta. Pensé en mi madre, en el parto que casi nos cuesta la vida a las dos. Me pregunté cómo habría sido si en lugar de ella, yo hubiera sido la que no sobrevivía. Tal vez habría sido mejor. No estaría ahí, convertida en un trofeo, en una apuesta. Pero entonces pensé en Celine. En su risa, en la manera en que juró que me llamaría después de aquella fiesta. Y no lo hizo. Ahora sabía por qué. Mis manos temblaron, pero no por miedo esta vez, sino por impotencia. Si Celine seguía viva, me necesitaría. Pero… ¿y si ya no lo estaba? ¿Y si la habían destruido igual que me estaban destruyendo a mí? Apreté los puños con la poca fuerza que me quedaba. No quería llorar, no delante de ellos. La rubia volvió a hablar, con una calma que me resultó insoportable. —Ya no eres libre, preciosa. Pero consuélate… alguien muy afortunado va a reclamarte esta noche. No la miré. Solo mantuve la vista fija en las luces parpadeantes del tablero, en los números que subían y bajaban como si estuvieran apostando por mi alma. En ese momento, lo entendí: Mi destino ya no me pertenecía. Y, aun así, algo dentro de mí se negó a rendirse. Porque, aunque estuviera encadenada, aunque alguien me comprara, yo no iba a dejar que me rompieran. El murmullo de los cristales polarizados y las luces tenues se mezclaba con el tic-tac de la pantalla. Sentada en la silla alta, con las esposas negras brillando bajo la luz, sentí cómo mi corazón empezaba a golpear con fuerza. La rubia estaba a un lado, con esa sonrisa que parecía alimentarse de mi ansiedad, tocando los controles y observando cada número subir y bajar. La pantalla mostró mi imagen de nuevo, ahora con cifras apareciendo a su lado. Cada número era un golpe directo a mi mente. No podía apartar la mirada. Uno de los apostadores parecía más insistente que los demás. El número junto a su nombre subía con rapidez, adelantando a todos los demás. Lo miré en la pantalla y susurré, sin poder evitar un hilo de sarcasmo y miedo: —Parece que hay alguien desesperado por llevarme con él. El sudor me recorría la espalda. Me pregunté qué clase de monstruo estaba dispuesto a pagar tanto por mí. ¿Qué haría atrapado con alguien así, tan expuesta, tan indefensa? El miedo creció dentro de mí como una marea imparable, llenando cada rincón de mi pecho. La rubia me rozaba la piel con los dedos mientras sonreía. Disfrutaba de cada segundo de mi terror, y eso me hizo hervir de rabia. Mis ojos buscaron a Seth. Él estaba junto a la pantalla, observando los números con calma, como si no me viera, como si no me tuvieran en sus manos. Lo fulminé con la mirada: desprecio, furia, traición pura. Pero nada de eso parecía afectarlo; su expresión seguía fría y calculadora. De repente, un nuevo nombre apareció en la pantalla. Un apostador que no estaba registrado entre los iniciales. La rubia frunció el ceño y miró a Seth: —¿No estaban todos aquí? —preguntó, con un dejo de irritación. Seth se encogió de hombros, sin apartar los ojos de la pantalla. —Es el último invitado. No estaba registrado porque se le informó a último minuto. No mostró interés… hasta que vio de quién se trataba. Será una apuesta interesante. Mi respiración se aceleró. La rubia volvió a sonreír, como si anticipara la diversión de lo que vendría. Los números subían y bajaban, los apostadores hacían sus movimientos, y yo sentía cada segundo como un tormento. Ahora, la competencia estaba clara: solo dos apostadores se destacaban por encima de los demás. La subasta se reducía a ellos, y mi cuerpo temblaba al pensar en lo que eso significaba. Uno de ellos iba a “ganarme”, a decidir mi destino fuera de esas cuatro paredes, y no podía ni imaginar qué clase de vida me esperaba. El miedo crecía, y con él, una rabia oscura. Podía sentir la adrenalina mezclarse con el pánico. No iba a rendirme, no aún. Comprendiendo por primera vez lo que era ser un objeto en manos de monstruos. El aire se sentía pesado, como si cada respiración me pesara dentro del pecho. Las luces eran tan blancas que me dolían a los ojos, y el sonido constante del teclado me taladraba la cabeza. Veía los números subir una y otra vez en la pantalla, hasta volverse irreales. Cifras enormes, absurdas. Y cada vez que cambiaban, el corazón se me encogía un poco más. Me obligué a mirar la pantalla, aunque cada segundo que pasaba me sentía más vacía. Los nombres se movían rápido, pero solo dos seguían arriba, compitiendo como si lo que estuvieran peleando no fuera una vida. Mi vida. Entonces todo se detuvo. El clic final sonó como un disparo. La rubia dio un paso al frente. —Y el ganador —anunció, girándose hacia nosotros con una sonrisa satisfecha— con una oferta de 1.3 billones de dólares. Sentí un nudo formarse en mi garganta. Billones. Por un segundo, creí que había escuchado mal. Seth la miró, y la furia que vi en sus ojos me heló la sangre. No dijo nada, pero su mandíbula se tensó como si contuviera las ganas de gritar. —Dean Hoffman —dijo ella finalmente, saboreando el nombre. Ese apellido me golpeó más fuerte que cualquier cosa. Hoffman. Lo había escuchado antes. Lo conocía. Mi mente se llenó de ruido, de recuerdos desordenados, hasta que una voz se filtró entre todo: "Nos volveremos a ver, tesoro." El mundo se me vino abajo. Las luces, el sonido, el olor metálico del lugar. Todo se desvaneció mientras el miedo me apretaba el pecho. No podía ser. No él. El temblor en mis manos se volvió insoportable. Intenté mantener los ojos abiertos, pero la oscuridad me ganó. Y antes de caer, solo alcancé a pensar que ojalá no volviera a despertar nunca más.






