La villa era inmensa, con pasillos que parecían no tener fin. Todo estaba impecablemente ordenado, como si alguien se hubiese obsesionado con borrar cualquier rastro de vida. El suelo de baldosas tenía un tono terracota, cálido y rojizo, el mismo color de la arcilla cocida. Las paredes estaban cubiertas de cuadros, relojes antiguos y vitrinas con botellas que probablemente costaban más que mi libertad.
Dean caminaba delante de mí, con Mia colgada de su brazo. La escena habría sido graciosa si no resultara tan patética. No se molestaba ni en disimular lo cómodo que estaba con su “personal”.
Mis pasos resonaban detrás de ellos mientras recorríamos el vestíbulo. En la sala principal, una pintura enorme llamó mi atención. Una dalia negra, enorme, extendiéndose como una sombra sobre un fondo rojo oscuro. No podía dejar de mirarla. Dean se dejó caer en uno de los sillones, y Mia se inclinó para desabotonarle la camisa. Él no dijo nada, solo cerró los ojos, como si aquello fuera parte de una