Inicio / Mafia / La Lista A - El Legado De La Mafia / 3• Ordenes son órdenes, princesa. 
3• Ordenes son órdenes, princesa. 

Me quedé de pie unos segundos, mirando la puerta cerrada. Ahora mi propia habitación sería mi nueva cárcel. Antes solía serlo toda la casa, cada vez el espacio se hacía más pequeño. Luego, sin nada más que hacer, me giré hacia la ventana. Las gotas de lluvia seguían resbalando por el cristal, reflejando la luz de los faros que se filtraban desde afuera.

Caminé despacio hasta allí, corriendo un poco la cortina. Desde el segundo piso, podía ver el camino empedrado del jardín, los autos estacionados bajo la lluvia. La mayoría ya se habían ido... excepto uno.

Fruncí el ceño.

Una figura se movía junto al coche negro que seguía estacionado frente al portón. Al principio, la oscuridad no me dejaba distinguir bien quién era, pero entonces lo vi: su silueta alta, el cabello castaño húmedo cayéndole sobre la frente, y el brillo anaranjado del cigarrillo encendiéndose entre sus dedos.

Mi corazón dio un salto. Era él.

El hombre del tatuaje. El que me había llamado tesoro.

Fumaba con una calma que me resultaba casi insolente, como si nada de lo ocurrido minutos antes hubiera significado algo. Dio una calada larga, exhaló el humo lentamente, y justo entonces, como si hubiera sentido mi mirada, levantó la cabeza.

Nuestros ojos se encontraron.

A pesar de la distancia, supe que me estaba mirando directamente. Su sonrisa apareció despacio, ladeada, peligrosa. Lanzó el cigarrillo al suelo con un movimiento perezoso, sin apartar la vista de mí, y luego expulsó el último hilo de humo, que se deshizo con el viento.

Por un instante, no supe si lo que sentía era miedo… o algo más difícil de admitir.

Subió al coche y se acomodó detrás del volante. Las luces se encendieron, iluminando el portón de hierro, y segundos después, el motor rugió.

Me quedé allí, mirando cómo el auto se alejaba entre la cortina de lluvia, hasta que las luces rojas desaparecieron por completo.

Pero la sensación no se fue.

Era como si su mirada aún siguiera allí, prendida en mí, igual que el fuego de ese cigarrillo.

No sabía cuánto tiempo había dormido. Tal vez un par de horas, tal vez menos. Solo sé que me despertó un ruido fuerte, seco, que hizo vibrar los cristales de mi ventana.

Me quedé quieta, escuchando.

El corazón me latía tan rápido que podía sentirlo en la garganta. Por un momento pensé que lo había soñado, que todo era producto de mi cansancio. Pero entonces se escuchó otro golpe, más cerca. Algo se había caído, o… alguien estaba abajo.

Me incorporé despacio, tratando de enfocar en la oscuridad. Afuera seguía lloviendo, una lluvia fina, constante, que golpeaba el vidrio como un murmullo. Pero dentro de la habitación solo reinaba el silencio.

Hasta que el picaporte giró.

El sonido fue tan leve que, por un segundo, creí que era el viento. Pero luego la puerta se abrió lentamente, y el aire frío se coló por la rendija.

—¿Papá? —susurré.

Nadie respondió.

Sentí cómo la adrenalina me recorría el cuerpo entero. Estaba a punto de levantarme cuando una sombra cruzó la habitación. Ni siquiera tuve tiempo de gritar: una mano se posó sobre mi boca.

—Shhh… señorita Thalía, soy yo.

Reconocí la voz al instante. Bonnie.

El miedo se transformó en alivio, aunque el corazón me seguía golpeando con fuerza. Ella retiró la mano, y en la penumbra pude distinguir su rostro. Estaba pálida, empapada de sudor, con el cabello fuera de lugar.

—¿Qué está pasando? —pregunté en un susurro.

—Hay hombres en la casa —dijo rápidamente, sin dejar de mirar hacia la puerta—. Entraron hace unos minutos. Tenemos que irnos, ahora.

Su tono no dejaba espacio para preguntas. Me puse de pie, tropezando con la alfombra, y busqué a tientas mis zapatos. Bonnie me sujetó del brazo y me guió hasta la puerta.

—Pero… ¿y mi padre? —murmuré mientras bajábamos las escaleras casi sin respirar.

—No lo sé —dijo con la voz entrecortada—. No lo encontré en su habitación ni en el despacho.

La casa estaba sumida en una oscuridad extraña, como si las sombras se hubieran multiplicado. A cada paso, el suelo crujía bajo nuestros pies. Desde el primer piso llegaban murmullos, pasos pesados, el ruido de muebles arrastrándose.

Bonnie se detuvo antes de girar hacia el pasillo principal. Espió por la esquina y me hizo una señal para seguirla.

—Por aquí —susurró, empujando la puerta trasera que daba al jardín.

La lluvia nos recibió de golpe, fría, insistente, empapando todo al instante. Corrimos descalzas sobre la hierba mojada, intentando no hacer ruido. La noche estaba tan cerrada que apenas podía ver más allá de unos metros.

—¿A dónde vamos? —pregunté, temblando.

—Al coche del servicio —dijo ella, sin mirarme—. Está al final del camino.

Corrimos entre los árboles, el barro pegándose a mis pies, el aire helado cortándome la piel. Me dolía respirar, pero no podía detenerme.

—Bonnie… —jadeé—. ¿Qué está pasando? ¿Quiénes son esos hombres?

Ella dudó un segundo antes de responder.

—No lo sé. Pero cuando bajé… el despacho estaba abierto. —Su voz se quebró—. Y había sangre en el suelo.

Me detuve en seco.

Sentí un nudo subirme por la garganta. No quería preguntar más. No quería escuchar nada que confirmara lo que temía.

Bonnie me tomó del brazo con fuerza.

—No se quede ahí, señorita. Tenemos que irnos. Ahora.

Corrimos sin mirar atrás. El sonido de la lluvia lo cubría todo, los truenos, los pasos, incluso mi respiración entrecortada. Solo pensaba en una cosa: salir.

El portón de la mansión apareció frente a nosotras, entre la niebla y los árboles oscuros que lo rodeaban. Pero antes de que llegáramos, Bonnie frenó en seco.

—¿Qué…? —empecé a decir, pero entonces lo vi.

Un coche negro estaba atravesado justo frente a la salida, bloqueando el camino. Los faros encendidos nos cegaron por un segundo, y el corazón se me fue al piso.

—No… no puede ser —murmuré.

Bonnie me tomó del brazo, lista para retroceder, pero la puerta del coche se abrió.

Una figura salió bajo la lluvia. Alta, vestida de negro, el rostro apenas visible bajo la luz de los faros.

—Nos encontraron —susurré, sintiendo cómo me temblaban las manos.

Pero cuando se acercó lo suficiente, reconocí su rostro.

—¿Seth? —dije, sin poder disimular el alivio en mi voz.

El guardaespaldas de mi padre se detuvo frente a nosotras. Tenía el cabello mojado y una expresión tensa, pero su presencia me hizo sentir a salvo por un instante. Llevaba poco menos de un año trabajando en la casa, y aunque siempre había sido distante, era de los pocos hombres en los que mi padre confiaba.

—Rápido, suban —ordenó, señalando el coche con la cabeza—. No hay tiempo.

Bonnie no dudó ni un segundo. Me empujó suavemente hacia el asiento trasero mientras ella se subía al frente. Cerré la puerta tras de mí, empapada, tratando de recuperar el aliento.

—Gracias a Dios que llegaste —le dije—. Hay hombres en la casa, Bonnie los vio—

Pero Seth no me miró. Sacó un pequeño radio de su chaqueta y habló con voz firme, sin apartar los ojos del camino.

—Tengo a la Reina Negra. Repito, tengo a la Reina Negra.

Fruncí el ceño, confundida.

—¿Qué dijiste? —pregunté.

Él giró la cabeza lentamente hacia mí. Por un instante, algo en su mirada me heló la sangre.

—Ordenes son órdenes, princesa.

Y antes de que pudiera moverme, sentí el golpe. Un dolor seco, brutal.

Todo se volvió negro.

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