Alan Cisneros quedó paralítico tras salvar a su cuñada de un atentado. Decide tomar el rol como CEO de la empresa familiar, mientras su hermano toma unas vacaciones en familia. Al estar en silla de ruedas, se encierra en su carácter frío y autoritario. Maritza, una fisioterapeuta con métodos duros y sin filtro, termina como su asistente luego de ser rechazada en todas las clínicas por su fama. Ninguno está dispuesto a ceder ante el otro, pero entre enfrentamientos y desafíos, el amor comienza a colarse por las grietas. ¿Podrá ella hacerlo caminar nuevamente… y sanar también su corazón?
Leer másLa oficina principal de la Corporación Cisneros olía a madera pulida, cuero caro y éxito frío. Desde el ventanal de piso a techo, Alan observaba la ciudad con una expresión pétrea, los labios apretados en una línea dura, las manos firmemente apoyadas sobre las ruedas de su silla. La luz del atardecer teñía de naranja y dorado los rascacielos, dibujando destellos de fuego en los cristales, pero en sus ojos no había más que una sombra de determinación tensa.
Tras meses de negarse a aceptar ayuda, ahora enfrentaba otro desafío: reemplazar a su hermano al frente del imperio Cisneros. Una decisión que él mismo tomó, sabiendo que Adrián necesitaba dedicar tiempo a su esposa e hijo, y que la empresa no podía quedar en manos de cualquiera. Mientras Adrián seguía disfrutando de sus vacaciones, al otro lado del océano, Eduardo Cisneros se preocupaba en silencio. No era solo por el futuro de la empresa, sino por el estado anímico de su hijo menor, temiendo que el peso del trabajo lo hundiera todavía más en una vida de soledad amarga, o que sus terapias quedaran abandonadas. —¿Estás seguro, Alan? —preguntó su padre, su voz grave y cargada de preocupación, apenas un susurro en el aire cargado de tensión. Alan apenas ladeó la cabeza, los músculos de su mandíbula tensos como un cable de acero a punto de romperse. —Tómate tú unas vacaciones también, papá. Yo... me las arreglaré aquí —gruñó con esa autoridad natural que ni siquiera su condición física había logrado mermar. El silencio se instaló en el despacho como una niebla espesa. Eduardo suspiró, pasando la mano por su cabello, ahora con más canas que hace un año. Sus ojos se deslizaron sobre su hijo con una mezcla de orgullo y culpa. —Si necesitas algo, Marcos estará disponible para ti en todo momento —añadió, su voz algo temblorosa—. Y yo... solo estaré a una llamada. Alan desvió la vista hacia el ventanal, las luces de la ciudad empezaban a encenderse, pequeñas estrellas artificiales en un cielo que se oscurecía. —Estoy paralítico, papá. No inútil. Sé de negocios igual que Adrián —espetó, con una dureza que hizo vibrar las paredes invisibles entre ellos. La tensión podía cortarse con un cuchillo. Eduardo se acercó y, en un gesto inseguro, apoyó una mano en el hombro de Alan. El apretón fue breve, casi torpe. Luego, se giró y se marchó, sus pasos resonando en el piso de mármol como un eco de despedida. Cuando el despacho quedó vacío, Alan cerró los ojos un instante, inspirando el aroma de madera encerada y cuero. Exhaló lentamente, dejando escapar parte de la presión que le oprimía el pecho. La empresa, su vida, su futuro… todo dependía ahora de un hombre que ni siquiera podía caminar. Al otro lado de la ciudad, en un consultorio modesto donde la pintura se descascaraba en algunas paredes y el aire olía a desinfectante barato, Maritza Méndez estaba cerrando la puerta de su casillero de un golpe seco. La bata blanca colgaba todavía de su brazo, mientras su melena castaña, recogida en un moño desordenado, dejaba escapar mechones rebeldes que rozaban sus mejillas acaloradas. Su jefa, una mujer de sonrisa fingida y modales quebradizos como porcelana rota, la observaba con el ceño fruncido desde el umbral. —Señorita Méndez —dijo, su voz chillona cortando el aire—. No podemos permitir su comportamiento. ¡No puede gritarle a los pacientes, aunque se nieguen a hacer la terapia! Maritza cruzó los brazos, clavando en ella una mirada de hielo. —Si prefieren consentir su pereza, allá ustedes. Yo no estoy aquí para criar bebés llorones. —Su voz era un látigo seco que cortaba cualquier intento de reproche—. Tampoco gano dinero fingiendo que hago mi trabajo bien. Mientras hablaba, se quitaba la bata con movimientos bruscos, revelando una blusa sencilla y unos jeans gastados. La mujer alzó las cejas, ofendida, pero Maritza ya no estaba interesada en disculpas falsas ni en justificaciones. —Para mí no tiene sentido que alguien pague tanto dinero y no salga caminando de aquí. El silencio que cayó después fue tan espeso que se podía oír el zumbido lejano de una lámpara. —Considere esto su despido —zanjó la directora, girándose con un movimiento indignado. Maritza soltó una carcajada seca, recogió su bolso desgastado y salió del lugar sin volver la vista atrás, como quien escapa de un naufragio sin lamentar el barco hundido. En la calle, el viento frío de la tarde le enredó los mechones sueltos, haciéndola estremecer. El cielo, cubierto de nubes plomizas, parecía tan cansado como ella. Caminó sin rumbo fijo por la avenida principal, sus botas golpeando el pavimento agrietado. Las luces de los negocios parpadeaban en la penumbra creciente, mientras la ciudad bullía a su alrededor, indiferente a su miseria. Entró a una cafetería cualquiera, donde el aroma de café recién hecho llenaba el aire con una promesa vacía de consuelo. El murmullo de conversaciones ajenas y el tintinear de tazas la envolvieron, pero Maritza apenas reparó en ello. Pidió un café cargado, el más barato y se dejó caer en una silla junto a la ventana, mirando sin ver el flujo de transeúntes tras el vidrio empañado. Sacó su celular de la mochila, la pantalla agrietada reflejando su rostro cansado. Abrió su correo: sin respuestas. Con un suspiro que parecía arrastrar siglos de decepción, abrió su carpeta en la nube y empezó a enviar currículums a cualquier oferta que no implicara lidiar con pacientes. Asistente personal, recepcionista, encargada de inventario... daba igual. Masticó el borde de su uña con ansiedad, tamborileando los dedos en la mesa de formica agrietada. Cada clic enviando un currículum era como arrojar una botella al océano, sin saber si alguna vez llegaría a alguna costa. "¿En serio voy a terminar sirviendo cafés o archivando papeles?", pensó con amargura, golpeando ligeramente la mesa con los nudillos. El reloj marcaba las siete cuando, agotada, envió su último currículum a una oferta vaga que pedía: "Asistente o secretaria ejecutiva. Disponibilidad inmediata." Ni siquiera leyó bien los requisitos. ¿Qué importaba ya? Terminó su café, que se había enfriado y sabía a desesperanza líquida, y salió del local, envolviéndose en su chaqueta fina para protegerse del frío que calaba hasta los huesos. Sin saberlo, acababa de enviar su currículum… a la empresa Cisneros. Y el destino, caprichoso como siempre, ya comenzaba a mover sus piezas. ^^ En la sede principal de Cisneros, el despacho de Marcos era un caos organizado de papeles desbordados, carpetas abiertas y tazas de café medio vacías. El clic-clac constante del teclado era lo único que rompía el silencio. Marcos, el fiel asistente de la familia, hojeaba currículums con una expresión de creciente fastidio. —Secretarias inútiles, recepcionistas de sonrisa falsa… —murmuraba entre dientes, descartando perfiles con movimientos rápidos. Cansado, abandonó el fajo de papeles y se volcó a revisar las solicitudes electrónicas. Fue entonces cuando se detuvo. Una ficha llamó su atención: Maritza Méndez. Fisioterapeuta. Historial académico impecable. Amplia experiencia… y una lista de despidos preocupante. Frunció el ceño, intrigado, y abrió su laptop. En pocos minutos encontró reseñas de clínicas anteriores: “tormenta con bata blanca”, “inhumana”, “eficiente pero implacable”. Marcos sonrió de lado, una chispa de diversión en sus ojos. —Interesante... Era exactamente lo que Alan necesitaba: alguien que no se dejara amedrentar ni por su dolor, ni por su mal carácter. Sin perder tiempo, tomó el teléfono y marcó el número. ^^^ En su pequeño departamento, donde el yeso se descascaraba en las esquinas y el frío se colaba sin piedad, Maritza buscaba en vano algo para cenar. Solo había un bote de café soluble y un paquete de galletas rancias. —Me toca pedir a domicilio —murmuró para sí, sintiendo el hueco en el estómago. Tenía el teléfono en la mano, a punto de abrir la app de reparto, cuando una llamada interrumpió la pantalla. Número desconocido. Con el ceño fruncido, contestó: —¿Bueno? —Señorita Méndez, buenas noches. Habla Marcos, representante de la Corporación Cisneros. Me gustaría saber si está disponible para un puesto de asistente personal. El sueldo es competitivo y el contrato, inmediato. La voz segura al otro lado la sacudió de su letargo. Maritza apartó el celular de su oído un momento, mirándolo como si fuera un espejismo. —¿Asistente personal? —repitió, dudando. —Así es. ¿Está interesada? Miró alrededor: el papel descascarado de las paredes, la humedad en la esquina del techo, la calefacción rota que chisporroteaba de vez en cuando. Todo su mundo reducido a ese pequeño espacio carcomido por el abandono. No estaba en posición de decir que no. —Acepto —dijo finalmente, su voz baja, casi temblorosa. —Perfecto. Preséntese mañana a las diez en punto. —Y sin más, la línea se cortó. Maritza dejó el teléfono en la mesa como si quemara. Se apoyó en el respaldo de la silla y cerró los ojos. No sabía para quién iba a trabajar. No sabía qué le esperaba. Solo sabía que su vida, de una forma u otra, estaba a punto de cambiar... de nuevo. Le asustaba no estar a la altura de una asistenta y mucho menos poder callar sus arrebatos. Pero de algo estaba segura, y era que jamás iba a cambiar su forma de ser.El restaurante era un templo de sofisticación. Las luces tenues caían como caricias doradas sobre las mesas vestidas de lino blanco, y una música suave, de cuerdas y piano, flotaba en el aire con una elegancia medida. Maritza entró primero, deslizándose por el salón como si perteneciera a ese mundo de copas talladas y sonrisas calculadas. Los hombres volteaban a verla, las mujeres la escaneaban de arriba abajo, y Alan… Alan apenas podía apartar la vista de su espalda descubierta.La mesa reservada estaba al fondo, en una sección más privada del salón. Y allí, esperándolos, estaba Eloísa Duvall, la “princesa” de la empresa aliada: cabello rubio pulido hasta la perfección, labios rojo vino, vestido de diseñador y una expresión que oscilaba entre el tedio y la prepotencia.—Alan —dijo ella al verlo—. Qué gusto verte. —Su voz tenía el tono meloso de quien acostumbra a obtener lo que quiere.Alan respondió con una sonrisa medida.—Eloísa.Ella ni siquiera disimuló cuando lo abrazó demasiad
El rugido grave del motor del sedán negro resonó discretamente frente al edificio donde vivía Maritza, mezclándose con el murmullo nocturno de la ciudad. Una brisa suave agitaba las ramas de los árboles alineados a lo largo de la acera, y algunas ventanas aún encendidas dejaban escapar jirones de conversaciones, de vidas.En el interior del auto, Alan se removió con incomodidad. Llevaba un elegante traje negro, perfectamente entallado, pero la rigidez del pantalón sobre sus piernas inertes le producía una incomodidad sorda, como si su propio cuerpo quisiera recordarle que había límites que ni el mejor corte de sastre podía disimular. Su mano tamborileaba nerviosa sobre el apoyabrazos. El chofer, que lo conocía desde hacía años, se limitó a sonreír apenas, divertido al ver esa mezcla rara entre fastidio y ansiedad que se dibujaba en el rostro de su jefe.Alan había insistido en ir por ella personalmente. No por protocolo, y definitivamente no por cortesía. La verdad era más cruda, más
El sol del mediodía se filtraba entre los grandes ventanales de la exclusiva boutique de la calle Andrómeda, una de las más lujosas y exclusivas de toda la ciudad. Las vitrinas relucían con maniquíes vestidos con piezas de diseñador, collares con incrustaciones de cristal y zapatos colocados como joyas en pedestales de mármol. El ambiente olía a perfume caro, cuero italiano y a esa mezcla seductora de seda, terciopelo y triunfo.Maritza entró con paso seguro, como si el lugar le perteneciera. Sus rizos se mecían con cada movimiento de sus caderas, y su blusa blanca sin mangas, combinada con jeans ajustados y tacones nude, le daba un aire fresco, decidido y moderno.—Buenos días. Bienvenida a Belle Vogue —la recibió una vendedora con moño impecable, labios color malva y una actitud que mezclaba amabilidad con instinto cazador—. ¿Puedo ayudarte?Maritza le dedicó una sonrisa ladeada, como si ya supiera que la respuesta sería sí.—Necesito cinco conjuntos para trabajar. Recatados pero el
Era uno de esos días en los que el cielo parecía detenido, con nubes pesadas flotando sin prisa y una luz grisácea filtrándose apenas por los ventanales altos de la torre ejecutiva. Alan se encontraba sumido en su propio mundo, el sonido tenue del aire acondicionado era lo único que acompañaba el silencio profundo de su oficina. No había música, ni voces, ni siquiera el zumbido usual de actividad en los pisos cercanos. Solo la estática de sus pensamientos.La oficina estaba tenuemente iluminada por las lámparas de escritorio. Cada rincón proyectaba sombras largas y densas, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Las paredes de madera oscura y estanterías repletas de documentos reforzaban esa sensación de aislamiento. Todo allí olía a cuero, papel viejo y una pizca del café que alguien —probablemente Maritza— había dejado sobre una bandeja sin recoger.Alan permanecía sentado tras su escritorio de roble macizo. Tenía los hombros tensos, los dedos tamborileando un ritmo irregular s
El Edificio Cisneros, imponente y solemne, empezaba a vaciarse como un animal cansado al final del día. Las luces de los pasillos se apagaban una a una, y el eco de los tacones resonaba como latidos perdidos entre las paredes de mármol. El murmullo de las despedidas flotaba en el aire, mezclado con el zumbido constante del sistema de ventilación. Pero en el último piso, el corazón de la empresa seguía latiendo, lento, pero firme, como una bestia herida negándose a morir.Dentro de su despacho, Alan Cisneros permanecía sentado tras su amplio escritorio de roble oscuro. La penumbra lo envolvía, y solo una lámpara sobre la mesa lanzaba una luz cálida sobre su rostro, dibujando sombras en sus mejillas tensas. Tenía un fajo de documentos entre las manos, pero sus ojos no leían. Su mirada, nublada, se perdía en el vacío, viajando una y otra vez hacia el recuerdo reciente de Maritza: altiva, desafiante, con esa fiereza en la mirada que parecía incendiar el aire a su alrededor. Era como una l
La mañana siguiente amaneció limpia, cruelmente radiante, con un cielo de un azul casi insultante para quienes estaban por librar una guerra de voluntades.El viento, frío y cortante como un cuchillo afilado, barría las calles, haciendo que las banderas en los edificios cercanos ondearan con brusquedad.Alan llegó temprano al edificio Cisneros, como siempre. Su chófer abrió la puerta y lo ayudó a descender con una eficiencia discreta, casi reverente. Vestía un traje oscuro impecable, su camisa blanca inmaculada como una declaración silenciosa de orden y autoridad. El cabello, peinado hacia atrás, relucía bajo la luz de la mañana, y su silla de ruedas, metálica y negra, brillaba como una extensión natural de su presencia imponente.Por fuera, era todo control.Por dentro, un nudo vibraba en su estómago con una ansiedad que detestaba reconocer.La reunión con los inversionistas no era simplemente una cita más: era una declaración de poder, una prueba que no podía darse el lujo de perder
Último capítulo