El reloj marcaba las once de la mañana, y la tensión ya era palpable en la oficina de Alan Cisneros.
El despacho, decorado en tonos grises y negros, respiraba lujo y poder. Un enorme ventanal mostraba la ciudad extendiéndose como un tablero de ajedrez bajo un cielo azul cortado por rascacielos. La luz del sol se filtraba en líneas doradas sobre el piso de mármol pulido, creando reflejos que parecían moverse al compás de la impaciencia contenida en el aire. Alan estaba sentado detrás de su escritorio de madera oscura, recostado en su silla de ruedas como un rey vigilante. Sus dedos tamborileaban un ritmo impaciente sobre el apoyabrazos, sus ojos fríos clavados en la puerta. Entonces, la puerta se abrió con un leve chirrido, y ella entró. Maritza caminaba con paso firme, el eco de sus tacones resonando en el despacho como latidos de guerra. Llevaba una carpeta bajo el brazo, y su traje de pantalón resaltaba su figura esbelta, poderosa. Sus labios, de un tono rojo discreto, estaban apretados en una línea delgada; sus ojos brillaban con una determinación que parecía cortar el aire. Alan la observó sin moverse, sus labios curvándose en una media sonrisa sardónica. —Tarde —sentenció, su voz profunda y seca rompiendo el silencio. Maritza no se detuvo. Se acercó al escritorio y dejó caer la carpeta con un golpe seco que hizo vibrar el portapapeles de cristal. El sonido resonó en el despacho como un disparo. —Son las once en punto —dijo, señalando con un dedo elegante el reloj de pared—. Si va a inventar excusas para echarme, al menos esfuércese un poco más. Alan arqueó una ceja, su diversión creciendo como una brasa lenta. —Atrevida... —murmuró, su voz apenas un susurro lleno de amenaza y entretenimiento a partes iguales. Maritza ladeó la cabeza, una ceja alzada en claro desafío, cruzándose de brazos con una lentitud casi insolente. —¿Vamos a perder el tiempo midiéndonos el carácter o tiene una agenda que atender? —su voz era como un látigo de terciopelo. Un silencio denso, cargado de electricidad, se extendió entre ellos. Se miraron como dos luchadores en el centro del ring, midiendo al oponente, esperando el primer movimiento. Alan tomó la carpeta y la hojeó con deliberada lentitud, el roce de las hojas sonando exageradamente fuerte en la habitación silenciosa. —Eres mal hablada —comentó sin levantar la vista—. Grosería en tus modales. Cero diplomacia. Maritza soltó una carcajada breve, seca. —¿Algo más? —preguntó, su sonrisa mordaz pintándole los labios—. ¿Quiere que lo anote en su lista de quejas imaginarias? Alan dejó caer los papeles sobre el escritorio con un suspiro exasperado pero claramente fingido. —Me importa un carajo si tienes modales —dijo, inclinándose ligeramente hacia adelante, su sombra alargándose sobre la mesa bajo la luz inclinada del sol—. Mientras seas eficiente. Sus ojos, de un azul intenso y cortante como el hielo, se clavaron en los de ella. —Pero aquí no se cuestiona a Alan Cisneros. Maritza apoyó ambas manos sobre el escritorio, su perfume, una mezcla suave de almizcle y flores frescas, envolviendo a Alan por un segundo. Se inclinó, acercándose tanto que podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, desafiando la frialdad calculada del despacho. —¿Sabe qué es lo mejor de trabajar como fisioterapeuta? —dijo con una sonrisa tranquila, como quien comparte un secreto peligroso—. Que aprendí a tratar a idiotas testarudos como usted. Alan soltó una risa seca, ladeando la cabeza con esa gracia insolente que parecía natural en él. —¿Y qué aprendiste? —su voz era baja, casi ronca. Maritza le sostuvo la mirada sin parpadear. —Que a veces hay que doblarles el orgullo… o romperlo. El ambiente en la sala se tensó aún más, como si el oxígeno mismo dudara en fluir entre ellos. Los latidos de Alan se aceleraron imperceptiblemente, y su mandíbula se apretó con un leve tic. Sus ojos bajaron, solo por un instante, a los labios de ella, a la curva de su cuello, a los pechos que se marcaban bajo la blusa entallada. Un segundo apenas... pero Maritza lo notó. Y sonrió para sí misma. Alan golpeó el escritorio con los nudillos, rompiendo el momento cargado de electricidad. —Bienvenida al infierno, Méndez —dijo con una sonrisa cínica. —Encantada, Cisneros —replicó ella, su voz tan afilada como una daga envuelta en terciopelo. Afuera, en el pasillo, Marcos pasaba casualmente cuando escuchó las voces alzadas, las risas cortantes, el golpe seco de una carpeta cerrándose. Sonrió y negó con la cabeza, murmurando para sí: —Durarán una semana... o se matan antes. Y siguió su camino, con una risa divertida escapándosele. Las horas siguientes fueron un caos velado, un ballet de órdenes, correos y reuniones. Maritza se movía por la oficina como un huracán contenido. Organizaba, dirigía, resolvía problemas antes de que surgieran. Sus dedos volaban sobre el teclado, su voz firme resonaba en cada llamada. Cada correo que enviaba estaba impregnado de su estilo: directo, afilado, preciso. Alan, mientras fingía revisar informes, no podía evitar mirarla de reojo. La irritación hervía bajo su piel. Le molestaba su insolencia. Su falta de reverencia. Y lo que era peor... le molestaba el cosquilleo incipiente en su estómago cada vez que ella alzaba la voz o le lanzaba una mirada desafiante. Era una maldita distracción. Una distracción con piernas largas, labios tentadores y una lengua endemoniadamente afilada. Cuando la tarde comenzó a teñir de naranja los cristales del ventanal, Alan soltó el bolígrafo con un gesto seco y la llamó. —Tú y yo vamos a poner reglas claras —dijo, su voz cortante como vidrio roto. Maritza se acercó, se dejó caer en una silla frente a su escritorio sin esperar invitación, estirando las piernas como si estuviera en el salón de su casa. Le sonrió, ladeando la cabeza. —¿Cómo "no desafiar al rey inválido"? —preguntó, su tono inocente impregnado de veneno dulce. Alan apretó los puños, sus nudillos blanqueando. El insulto, aunque velado, le ardió bajo la piel. —No necesito tu lástima —espetó. Maritza soltó un suspiro cansado, como si hablara con un niño difícil. —No le estoy dando lástima —replicó, su voz bajando de tono, más seria, más cruda—. Pero si se va a comportar como un niño rico y berrinchudo, no cuente conmigo. El silencio cayó como un manto pesado entre ellos. Alan la miró, y por primera vez en mucho tiempo, no vio una subordinada, sino un igual. Una tormenta atrapada en un cuerpo demasiado pequeño para contenerla. Y entonces, sonrió. No fue su sonrisa cínica habitual, sino algo genuino, breve, real. Un destello fugaz que le iluminó el rostro antes de desaparecer. —¿Sabes qué, Maritza? —dijo con una voz más baja, más grave—. Quizá seas la primera persona honesta que he tenido cerca en mucho tiempo. Maritza sonrió también, esta vez sin burla, su rostro relajándose. —Acostúmbrese, Cisneros. Soy peor que un dolor de muelas. Alan soltó una carcajada ronca, áspera, pero auténtica. —Eso espero. Mientras ella recogía sus cosas para marcharse, Alan la observó en silencio. Cada movimiento suyo, cada palabra, era como una nota en una melodía peligrosa que aún no terminaba de comprender. Sabía que había cometido una locura al contratarla. Pero en algún lugar muy profundo, una voz susurraba que esa locura podría salvarlo… O destruirlo por completo. Maritza llegó a su pequeño apartamento una hora después. Se quitó los zapatos de tacón y gimió de alivio al sentir el frío del suelo contra la planta de sus pies adoloridos. El lugar olía a jazmín, su aroma favorito. Afuera, el cielo comenzaba a oscurecerse, tiñéndose de tonos índigo y violeta. Se dejó caer sobre el sofá, dejando caer su bolso a un lado. Sus músculos gritaban de cansancio, pero su mente seguía vibrando con la intensidad del día. Una sonrisa cansada curvó sus labios. Sí, pensó mientras cerraba los ojos y dejaba que la brisa nocturna acariciara su rostro a través de la ventana entreabierta. Su nuevo empleo iba a ser agotador, complicado, desafiante... Pero, sin duda alguna, muy, muy divertido. Estaba lidiando con un paciente al que no estaba atendiendo.