La mañana siguiente estaba con el cielo plomizo, el tipo de gris melancólico que parecía apretar los edificios contra el suelo. El aire estaba cargado de humedad, denso, como una promesa de tormenta inminente. Las calles de la ciudad hervían de actividad bajo aquella cúpula grisácea, pero en el edificio Cisneros se libraba una guerra silenciosa.
Alan Cisneros llegó temprano, más temprano que de costumbre, con una expresión hermética y la mandíbula tensa. La brisa fría que se colaba por la puerta giratoria lo acompañó hasta su despacho, donde ya tenía todo planeado: si Maritza Méndez pensaba que podía desafiarlo impunemente, hoy aprendería quién mandaba. A las ocho en punto, la puerta principal se abrió de golpe, dejando entrar un soplo de aire húmedo, y Maritza cruzó el vestíbulo como una exhalación. Vestía jeans oscuros impecablemente ajustados y una blusa blanca que dejaba entrever el movimiento elegante de su cuerpo bajo la tela fina. Su cabello, suelto y enmarañado por la humedad, caía como una cortina salvaje alrededor de su rostro severo, atrayendo las miradas de todos los empleados que disimuladamente la seguían con los ojos. Cada paso suyo resonaba en el mármol brillante del piso, marcado por el eco cortante de sus tacones. Sin mirar a nadie, con el ceño ligeramente fruncido y la boca apretada en una fina línea de determinación, llegó a su escritorio. Allí, la esperaba una pila absurda de papeles, carpetas de proyectos viejos, memos amarillentos y correos impresos de dudosa relevancia. Parecía una broma pesada. Encima de todo, en el centro de aquel caos, un Post-it fluorescente gritaba en contraste con la pulcritud habitual del lugar. Garabateado con letra varonil y decidida, decía: "Organízalos. Prioridad máxima. —A.C." Maritza soltó una carcajada baja, seca, sin un gramo de humor. Sus ojos centellearon con una chispa peligrosa. —Muy bien, rey inválido... quieres jugar, jugaremos —murmuró entre dientes, mientras arrancaba el Post-it con un movimiento rápido y preciso. Se arremangó la blusa blanca hasta los codos, revelando unos antebrazos firmes y bronceados, y recogió su cabello en una coleta improvisada, utilizando una simple liga negra que llevaba en la muñeca. Cada movimiento suyo transmitía la calma tensa de un soldado que se prepara para una batalla. Dentro del despacho, Alan observaba a través de la puerta entreabierta, una ligera sonrisa curvando sus labios mientras disimulaba tras un informe de finanzas. Sus ojos, brillantes, no se perdieron ni un solo detalle: la manera metódica en que Maritza clasificaba los papeles, el golpeteo firme del teclado, la respiración controlada que mantenía mientras trabajaba como una tormenta silenciosa. No había gritos. No había protestas. Solo eficiencia letal. Alan cruzó los brazos sobre su pecho, recostándose contra el respaldo de su silla, un susurro divertido escapando de sus labios. —Interesante... Las horas pasaron arrastrándose bajo la pesada atmósfera de aquel día nublado. El edificio, usualmente bullicioso, parecía contener el aliento. Algunos empleados pasaban de puntillas frente a la recepción improvisada de Maritza, espiándola disimuladamente, murmurando entre ellos. Ella, sin embargo, parecía no notar nada. Su mundo era ahora un torbellino de hojas volando, carpetas cerrándose de golpe, teclas chasqueando bajo sus dedos rápidos. Cerca del mediodía, el silencio fue quebrado por el sonido seco de tacones acercándose. Sin anunciarse, Maritza empujó la puerta del despacho de Alan y entró. Se plantó frente a su escritorio, dejó caer una pila de carpetas perfectamente ordenadas como si fueran el trofeo de una batalla ganada, y le lanzó una mirada helada, sus ojos de un color castaño profundo ardiendo con una furia contenida. Alan levantó la vista, una ceja alzada. —¿Algo más, jefe? —preguntó ella, cada palabra impregnada de sarcasmo. Alan apoyó lentamente los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos, estudiándola como un general estudia a su enemigo más temido. —¿Te rendiste ya? —inquirió, su voz baja, acariciada por un deje de provocación. Maritza sonrió, una mueca fría. —¿Eso cree? —sacó un pequeño fólder escondido bajo su brazo y lo dejó caer con un golpe sordo sobre el escritorio—. También encontré todos los errores contables de su administración anterior. ¿Quiere que se los explique como a un niño de cinco años... o prefiere llorar en silencio? Alan soltó una carcajada breve, seca, sorprendiéndose incluso a sí mismo. Hacía mucho que no reía, y menos en su propio despacho. —¿Siempre eres así de encantadora? —preguntó, ladeando la cabeza, divertido. Maritza inclinó su cuerpo hacia adelante, apoyando las palmas sobre el escritorio con una sonrisa ladeada. —Solo con mis favoritos —susurró, antes de enderezarse y girarse para salir con un movimiento felino, dejando tras de sí una estela de perfume a jazmín, cálido y desafiante. Alan la siguió con la mirada, una sombra de sonrisa jugando en sus labios. Había esperado gritos. Histerias. Incluso lágrimas. No aquella maldita eficiencia teñida de sarcasmo y desdén. Y lo peor era que, lejos de molestarlo, lo estimulaba. Como un aguijonazo bajo la piel, recordándole que estaba vivo. Después de meses encerrado en su propia amargura, alguien había abierto una ventana... y aunque el viento oliera a pólvora, se sentía increíblemente renovador. Sin embargo, lo que Maritza había descubierto no podía dejarlo pasar. Debía hablarlo con Adrián, aunque no dudaba de su hermano, sí de los demás que, bajo su supervisión, habían permitido semejante desastre contable. La tarde cayó como un manto pesado sobre la ciudad. Las nubes, negras ahora, se agolpaban como gigantes al acecho, y el aire olía a tierra mojada y electricidad. Mientras el murmullo lejano de los cláxones se colaba por los ventanales, Marcos entró al despacho, cerrando la puerta tras de sí con un clic suave. —¿Cómo va la guerra mundial? —preguntó en tono de broma, dejando un par de carpetas sobre la mesa. Alan, que seguía mirando distraídamente hacia el pasillo, donde Maritza reorganizaba los archivadores, se encogió de hombros con una mueca ladeada. —No sé si la estoy perdiendo... o disfrutando más de lo debido —admitió. Marcos soltó una carcajada corta, cruzándose de brazos. —Te lo dije: esa mujer no es como las demás. Alan asintió lentamente, su rostro endureciéndose apenas un poco. —No —admitió en voz baja, con un dejo de gravedad—. No es como nadie que haya conocido. Afuera, Maritza sentía las miradas pesadas de los empleados sobre su espalda, cuchicheos y rumores flotando como nubes en el ambiente denso de la tarde. Pero ella no era de las que se dejaban intimidar. Mantuvo la cabeza alta, los hombros rectos, y los labios curvados en una sonrisa sutil mientras organizaba documentos, respondía correos con eficiencia quirúrgica, y esquivaba pequeñas trampas que Alan le tendía con malicia apenas disimulada. Cada provocación era para ella un nuevo desafío. Cada mirada desconfiada, un trofeo. Mientras sujetaba una carpeta especialmente pesada, su mente volaba a sus días como fisioterapeuta, donde había tenido que domar a hombres testarudos, mujeres desesperadas y adolescentes arrogantes. Comparado con eso... Alan Cisneros era apenas una brisa fresca. Una brisa tentadoramente peligrosa, admitió para sí misma, mordiendo ligeramente su labio inferior mientras ordenaba los papeles. Antes de marcharse, Alan la llamó una vez más. —Méndez —dijo, su voz como un trueno contenido. Ella se detuvo en seco, se giró y apoyó el hombro contra el marco de la puerta, mirándolo con descaro. —¿Ahora qué? ¿Quiere que le limpie los zapatos? —replicó, alzando una ceja con fingida inocencia. Alan sonrió de lado, la expresión cínica y hambrienta al mismo tiempo. —Mañana tenemos una reunión importante —dijo, su tono impregnado de autoridad—. No quiero escándalos. Maritza enderezó el cuello, dejando escapar una carcajada nasal. —¿Me está pidiendo que me porte bien? —Te estoy advirtiendo —replicó él, su mirada oscura chispeando un brillo peligroso. Ella se separó del marco y caminó hacia él, sus tacones resonando en el mármol con un ritmo seguro, hasta detenerse frente a su escritorio. La distancia entre ellos era tensa, cargada de electricidad. Maritza se inclinó apenas hacia adelante, dejando que el aroma dulce y punzante de su perfume envolviera el espacio entre ambos. —Mejor pida un milagro —susurró, su voz un aliento cálido sobre su piel. Y con una sonrisa desafiante, giró sobre sus talones y se marchó, su cabello ondeando tras ella como una bandera de guerra. Alan la observó desaparecer, con el corazón golpeando contra sus costillas. Esa noche, solo en su habitación, mientras la lluvia golpeaba el ventanal con dedos helados, Alan no pudo evitar preguntarse en qué demonios se había metido. Y después de mucho tiempo, deseó que llegara el día siguiente.