La noche envolvía la ciudad con su manto azul oscuro, salpicado de luces lejanas que titilaban como estrellas terrenales. El auto se detuvo suavemente frente a la casa donde Alan y Maritza habían compartido sus días desde que comenzaron las terapias. Era su refugio, su espacio a medio camino entre la sanación y la reconstrucción.
Maritza salió del auto primero, rodeando con naturalidad el vehículo para abrirle la puerta a Alan, como había hecho durante tanto tiempo. Pero esta vez, él la sorprendió. Con gesto decidido, empuñó su bastón, descendió lentamente, apoyándose con firmeza. Ya no era el mismo hombre derrotado al que ella conoció meses atrás. Era un hombre que caminaba, que luchaba, que amaba.
Cruzaron el umbral de la casa en silencio, como si las palabras estorbaran en medio de tanto que sus miradas decían. La calidez del hogar los recibió con un suspiro silencioso. Un suave aroma a madera y lavanda flotaba en el aire. Las luces tenues del salón encendidas por el temporizador e