Un par de semanas después y el amanecer se alzó silencioso sobre la mansión, tiñendo los ventanales con un resplandor dorado que parecía bendecir todo a su paso. El día de la boda había llegado. El aire tenía ese perfume indescriptible que precede a los grandes momentos: una mezcla de nervios, ilusión y fe.
Maritza contemplaba su reflejo frente al espejo, con el corazón golpeando suave, pero firme contra su pecho. El vestido blanco que llevaba no era ostentoso, pero sí hermoso. Tenía encaje en los hombros y una falda fluida que se movía con cada respiración como si fuera parte de ella. Lucía había sido insistente en que fuera aún más ostentoso, pero ella solo deseaba estar cómoda y hermosa.
Pero más allá del vestido, del peinado y del leve rubor en sus mejillas, lo que realmente la hacía brillar era la certeza. Esa calma firme que solo sentía cuando estaba junto a Alan. Aquel hombre que, contra todo pronóstico, la había amado incluso cuando todo parecía roto.
En otra habitación, Alan