Capitulo 6

El Edificio Cisneros, imponente y solemne, empezaba a vaciarse como un animal cansado al final del día. Las luces de los pasillos se apagaban una a una, y el eco de los tacones resonaba como latidos perdidos entre las paredes de mármol. El murmullo de las despedidas flotaba en el aire, mezclado con el zumbido constante del sistema de ventilación. Pero en el último piso, el corazón de la empresa seguía latiendo, lento, pero firme, como una bestia herida negándose a morir.

Dentro de su despacho, Alan Cisneros permanecía sentado tras su amplio escritorio de roble oscuro. La penumbra lo envolvía, y solo una lámpara sobre la mesa lanzaba una luz cálida sobre su rostro, dibujando sombras en sus mejillas tensas. Tenía un fajo de documentos entre las manos, pero sus ojos no leían. Su mirada, nublada, se perdía en el vacío, viajando una y otra vez hacia el recuerdo reciente de Maritza: altiva, desafiante, con esa fiereza en la mirada que parecía incendiar el aire a su alrededor. Era como una llamarada inesperada en medio del caos. Impredecible. Peligrosa.

Suspiró, llevándose una mano al cabello. Sentía la nuca arder, como si la tensión le subiera por la columna y se alojara en la base del cráneo. El silencio era tan espeso que el tictac del reloj de la pared sonaba como una cuenta regresiva.

¿Cómo era posible que el destino le jugara una broma tan macabra? Tanto buscarla... tanto imaginarla. Y justo ahora que estaba frente a él, él era el que no estaba completo.

Dos golpecitos discretos rompieron la calma. La puerta se abrió apenas unos centímetros.

—¿Tienes un minuto? —preguntó Marcos, asomando la cabeza con su sonrisa de costumbre, ladeada y socarrona.

Alan alzó la vista, agradecido por la interrupción. Asintió con un gesto leve.

Marcos entró con su andar felino, ese paso silencioso y seguro de quien ha estado en muchas batallas, aunque pocas con uniforme. Llevaba el saco desabotonado y las mangas de la camisa remangadas hasta los codos, como si siempre estuviera preparado para ensuciarse las manos.

Pero Alan captó al instante que algo no estaba bien. La sombra en sus ojos era distinta.

—¿Qué tramas ahora? —preguntó, con una mezcla de ironía y cansancio.

—Nada ilegal... por ahora —rio Marcos, dejándose caer en la silla frente a él con una soltura que solo los viejos amigos podían permitirse—. Solo traigo una idea brillante. Bueno, brillante para ti. No sé si para ella.

Alan entrecerró los ojos.

—¿Ella?

—Maritza —respondió en voz baja, como si invocar su nombre pudiera causar una explosión.

—No hables de esa mujer —dijo Alan, el tono grave.

Marcos soltó una carcajada breve, con ese brillo travieso que usaba como escudo.

—Tranquilo, no vine a provocarte. Vine porque hay algo que debes ver.

Sacó una carpeta gruesa y la dejó sobre el escritorio con un golpe sordo. Alan frunció el ceño al ver el contenido: informes financieros, movimientos de cuentas, reportes de auditorías internas.

—Esto es grave.

El recuerdo de los papeles que Maritza le había dejado, junto a todo lo que había reorganizado en apenas días, volvió a su mente como un rayo. Se inclinó, abrió un cajón, y extrajo otra carpeta. La deslizó hacia Marcos.

—Puse a Méndez a organizar unas carpetas solo para fastidiarla... —admitió con una sonrisa amarga—. Y encontró eso.

Marcos hojeó los papeles con rapidez, pero a medida que leía, su expresión se transformaba. Su ceño se frunció, su mandíbula se apretó.

—Mierda... Esto no es cualquier cosa.

Desvíos de fondos. Proyectos fantasmas. Contratos firmados en nombre de la empresa, pero diseñados para enriquecer a terceros.

Alan tamborileó los dedos contra la superficie pulida del escritorio, su mirada fija en un punto invisible.

—Tenemos que hablar con Adrián.

—Sí... pero con cuidado —dijo Marcos, cerrando la carpeta con una expresión sombría—. Esto podría salpicarnos a todos si lo manejamos mal.

Alan respiró hondo, manteniendo el control.

—Por ahora seguimos como si nada. No desconfío de mi hermano...

Marcos lo observó fijamente.

—Yo tampoco —respondió, pero su tono arrastraba una duda que no se podía disimular—. Pero hay otros. Santiago de la Vega. Humberto Montenegro. No me gusta cómo se mueven últimamente. Como si olfatearan la carroña.

Un golpe de viento hizo vibrar los ventanales. ,. Las luces de la ciudad comenzaban a parpadear.

—¿Tienes pruebas?

—No todavía. Pero sí nombres. Y esa sonrisa de Humberto... la misma que ponen los chacales cuando huelen debilidad.

Alan cerró los ojos un segundo.

—Se están aprovechando —murmuró—. De la carga de Adrián. De su familia. De mi silla de ruedas. Creen que este es su momento.

—Y lo sería —dijo Marcos—, si no tuvieras a gente como Méndez... y como yo.

Mientras tanto, en una sala privada del edificio, tres figuras se reunían en torno a una mesa de cristal. La habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por una lámpara tenue que proyectaba sombras alargadas en las paredes.

Santiago de la Vega, de cabello entrecano y mirada serpenteante, bebía whisky con una sonrisa de zorro. Humberto Montenegro, más bajo, con barriga prominente y dedos regordetes, jugueteaba con su anillo de oro. Lorenzo, joven, ambicioso, con traje a medida y reloj de lujo, era todo ojos y dientes, afilados como cuchillas.

—Te lo dije —susurró Santiago—. Alan no durará mucho. El pobre está roto.

—Un Cisneros de nombre, pero de cuerpo... ni hablemos —rio Humberto, tapándose la boca—. Está atado. Literalmente.

Lorenzo no reía. Su mirada era la de un depredador en espera.

—No lo subestimen. Un hombre acorralado es más peligroso. Hay que mover las piezas, sí. Pero con precisión.

—Por Alan —brindó Santiago—. Que sin saberlo, nos va a enriquecer más que cualquier socio.

—Y que siga creyendo que tiene el control —añadió Humberto, con esa risa pastosa que solo tienen los que se sienten intocables.

Pero ninguno de ellos notó a la silenciosa Méndez, caminando por el pasillo con una carpeta bajo el brazo y los sentidos atentos como los de un espía.

De vuelta en el despacho, Alan cerró la carpeta con un golpe que hizo eco.

—Voy a proteger esta empresa, Marcos. Cueste lo que cueste.

Su voz no era alta, pero tenía la firmeza de una sentencia. Un juramento sellado con rabia.

Marcos se puso de pie, más serio que nunca.

—Lo sé. Pero recuerda esto, Alan... A veces, para salvar algo, hay que ensuciarse las manos.

Alan sonrió con amargura.

—Estoy empezando a acostumbrarme.

Afuera, las primeras estrellas aparecían como heridas encendidas en el cielo. La noche caía como un presagio.

Y en alguna parte del edificio, Maritza, en silencio, repasaba un informe con el ceño fruncido. Su intuición vibraba como una cuerda tensada. Algo olía a quemado. Algo se cocía a espaldas de todos.

Y si había fuego... ella pensaba meter las manos sin guantes.

Porque si algo sabía Maritza, era jugar con fuego sin quemarse.

Aún no sabía lo fuerte que era Alan.

Y Alan aún no sabía…

Que ella también estaba dispuesta a arder.

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