El Edificio Cisneros, imponente y solemne, empezaba a vaciarse como un animal cansado al final del día. Las luces de los pasillos se apagaban una a una, y el eco de los tacones resonaba como latidos perdidos entre las paredes de mármol. El murmullo de las despedidas flotaba en el aire, mezclado con el zumbido constante del sistema de ventilación. Pero en el último piso, el corazón de la empresa seguía latiendo, lento, pero firme, como una bestia herida negándose a morir.Dentro de su despacho, Alan Cisneros permanecía sentado tras su amplio escritorio de roble oscuro. La penumbra lo envolvía, y solo una lámpara sobre la mesa lanzaba una luz cálida sobre su rostro, dibujando sombras en sus mejillas tensas. Tenía un fajo de documentos entre las manos, pero sus ojos no leían. Su mirada, nublada, se perdía en el vacío, viajando una y otra vez hacia el recuerdo reciente de Maritza: altiva, desafiante, con esa fiereza en la mirada que parecía incendiar el aire a su alrededor. Era como una l
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