El restaurante era un templo de sofisticación. Las luces tenues caían como caricias doradas sobre las mesas vestidas de lino blanco, y una música suave, de cuerdas y piano, flotaba en el aire con una elegancia medida. Maritza entró primero, deslizándose por el salón como si perteneciera a ese mundo de copas talladas y sonrisas calculadas. Los hombres volteaban a verla, las mujeres la escaneaban de arriba abajo, y Alan… Alan apenas podía apartar la vista de su espalda descubierta.
La mesa reservada estaba al fondo, en una sección más privada del salón. Y allí, esperándolos, estaba Eloísa Duvall, la “princesa” de la empresa aliada: cabello rubio pulido hasta la perfección, labios rojo vino, vestido de diseñador y una expresión que oscilaba entre el tedio y la prepotencia.
—Alan —dijo ella al verlo—. Qué gusto verte. —Su voz tenía el tono meloso de quien acostumbra a obtener lo que quiere.
Alan respondió con una sonrisa medida.
—Eloísa.
Ella ni siquiera disimuló cuando lo abrazó demasiad