Capitulo 2

A la mañana siguiente, el edificio Cisneros se alzaba como un titán de vidrio y acero en medio del corazón de la ciudad. Bajo el sol tímido, sus ventanales reflejaban el cielo grisáceo, como si el coloso mismo se burlara del mundo desde las alturas. El tráfico rugía abajo como un océano de motores y bocinazos, pero en la entrada principal, todo era orden y sofisticación: un portero uniformado, el aroma discreto de flores frescas en los vestíbulos, y el constante murmullo de pasos apresurados sobre el mármol impecable.

Maritza ajustó la correa de su bolso en su hombro, vestida con un conjunto de pantalón y blusa recatada y unos tacones bajos. El cabello recogido en una coleta alta, dejando que sus rizos bailaran, dejaba su rostro limpio y severo al descubierto. Mientras caminaba hacia los elevadores, sintió cómo se le formaba un nudo tenso en el estómago, un presagio de lo que estaba por enfrentar.

El ascensor, al abrirse con un suave ding, reveló un interior reluciente de acero pulido y espejos biselados. El perfume del éxito flotaba en el aire: una mezcla embriagadora de cuero caro, colonia masculina y determinación corporativa. Maritza presionó el botón del último piso y, mientras el elevador ascendía en un zumbido casi imperceptible, se permitió un breve momento para cerrar los ojos y respirar hondo.

Cuando las puertas se abrieron, sus botas resonaron firmemente sobre el suelo de mármol blanco como una promesa. Allí, la esperaba una secretaria impecablemente vestida: falda lápiz, blusa de seda y una sonrisa diplomática congelada en el rostro.

—Por aquí, por favor —indicó con un gesto elegante.

Maritza la siguió a través de un pasillo silencioso, cuyas paredes estaban adornadas con cuadros abstractos en tonos sobrios de azul y gris, iluminados por discretas luces de acento. El aroma sutil a cedro, proveniente de algún difusor oculto, llenaba el ambiente, mezclándose con la electricidad estática de la expectativa.

La secretaria abrió una puerta doble de caoba pulida y la condujo a una sala privada.

—Espere aquí. El señor Cisneros la recibirá en unos minutos.

Maritza asintió con la cabeza, sus labios apretados en una línea fina, y se quedó de pie en el centro de la sala, escaneando el espacio. Muebles de cuero negro, minimalismo de lujo. Una cafetera de diseño sobre un mueble de nogal. Silencio absoluto, roto solo por el débil zumbido del aire acondicionado.

¿Qué demonios hago aquí?, pensó, apretando los puños a los costados.

No pasaron ni cinco minutos antes de que la puerta de caoba volviera a abrirse, esta vez de manera solemne, como si el mismísimo rey fuera a hacer su entrada.

Y lo vio.

Un hombre de cabello oscuro, ojos azules y gesto severo alzó la mirada. Tenía la espalda recta en su silla de ruedas, las manos apoyadas en los reposabrazos con una elegancia contenida. Su rostro era anguloso, sus cejas pobladas enmarcaban unos ojos que, incluso a la distancia, brillaban con intensidad cortante.

Alan Cisneros.

El aire pareció espesarse. Por un instante, Maritza sintió como si el tiempo mismo ralentizara su curso, atrapándola en un vórtice de reconocimiento y desafío. Era el hijo del reconocido Eduardo Cisneros, quien había quedado paralítico tras un atentado.

Él la reconoció al instante. Esa mujer. Esa doctora de mirada fría que había visto en la clínica. Era imposible olvidar esos ojos marrones, esa postura desafiante que parecía decir: no me das lástima, ni miedo.

El ceño de Alan se frunció apenas, una chispa de algo ¿interés? ¿Molestia? ¿Curiosidad? cruzó fugazmente su rostro antes de que volviera a endurecerse.

Maritza, sin esperar cortesías, habló con una voz firme que rasgó el silencio como una cuchilla:

—¿Me llamaron como fisioterapeuta o para un puesto de asistente? —preguntó, clavando sus ojos en los de Alan, sin una pizca de duda ni sumisión.

El silencio que siguió fue denso, incómodo, cargado de electricidad estática.

Desde un rincón de la oficina, Marcos, apenas logró disimular una sonrisa tras su carpeta de cuero. Sus ojos chispeaban con un destello divertido.

Alan, lejos de molestarse de inmediato, dejó que una sonrisa ladeada y cínica curvara sus labios. Una sonrisa que no prometía nada bueno.

—¿Puedes explicar esto, Marcos? —preguntó con voz baja pero autoritaria, sin apartar la mirada de Maritza.

Marcos, sin perder la compostura, respondió:

—Fue la mejor de todos los candidatos. Se nota que es muy eficiente, y... —añadió en un tono más bajo, como si compartiera un secreto—... creo que no le teme a nada. Ni siquiera a ti.

Un murmullo de satisfacción cruzó los labios de Alan, aunque sus ojos seguían filosos como cuchillas.

—No me gusta repetirlo —dijo Alan, su voz reverberando en la estancia con la autoridad de quien está acostumbrado a ser obedecido—. Yo soy el jefe aquí. Y tú, desde hoy, obedeces órdenes, no serás ninguna fisioterapeuta.

Maritza dio un paso al frente. El sonido de sus botas resonó como un latigazo en el mármol. Sus ojos, de un verde intenso, centelleaban con un fuego indómito.

—Obedezco si me pagan, señor Cisneros —replicó sin pestañear—. No soy una mascota que mueve la cola por un silbido.

Alan ladeó ligeramente la cabeza, como un lobo curioso evaluando a un rival inesperado. No estaba acostumbrado a esa resistencia. Mucho menos de parte de una mujer que, en vez de mostrar compasión o deferencia, lo miraba directo a los ojos con un descaro feroz.

Dentro de él, algo primitivo se removió. Un cosquilleo incómodo y excitante al mismo tiempo.

—Perfecto —gruñó en tono bajo, casi un ronroneo amenazante—. Vamos a ver cuántas duras.

Maritza esbozó una media sonrisa desafiante, arqueando una ceja como si aceptara un reto que no la intimidaba en lo más mínimo.

—Lo mismo digo —disparó de vuelta.

Desde el rincón, Marcos carraspeó con fuerza para romper la tensión densa que vibraba entre ellos, como un cable de alta tensión a punto de chocar.

—Bien, bien… ahora que ya se conocen —intervino, fingiendo ligereza—, Maritza, tu primera tarea será organizar la agenda de Alan. Reuniones, citas, lo que necesite. —Y, bajando la voz en tono cómplice—: Sobrevivir también sería bueno.

Maritza soltó una risa seca, corta, que no llegó a sus ojos.

—Nadie sobrevive a mí —dijo, acomodándose la bolsa en el hombro con un movimiento brusco—. Así que quién debería estar preocupado, es mi jefe.

Alan giró lentamente la silla de ruedas hacia la ventana, ocultando las emociones que, contra su voluntad, le bailaban en el rostro. Afuera, la ciudad seguía su ritmo incansable, pero en esa oficina, el aire estaba cargado de algo nuevo. Algo peligroso.

Jamás pensé que volvería a verla, pensó, recordando vagamente la primera vez que esos ojos fríos se clavaron en los suyos mientras luchaba contra el dolor en una sala de rehabilitación.

—Entonces prepárate —dijo en voz baja, sin mirarla—. Esto será una guerra.

Maritza se volvió hacia la puerta, sus pasos firmes retumbando como tambores de guerra en el piso de mármol.

—Que gane el mejor —murmuró sin volverse, dejando que sus palabras quedaran flotando en el aire cargado de desafío.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Marcos soltó una carcajada que no pudo contener.

Alan, todavía de espaldas, dejó escapar una sonrisa apenas perceptible.

"Esto se va a poner muy interesante", pensó Marcos, y no sabía cuánta razón tenía.

Porque la guerra apenas había comenzado.

El baño de mujeres en el último piso del edificio Cisneros era casi un santuario de mármol y cromo, diseñado para impresionar a cualquier visitante con su elegancia glacial. Lavabos de porcelana pulida, espejos de bordes dorados, el sutil aroma a jazmín y limpieza impecable flotando en el aire.

Maritza cerró la puerta tras de sí, apoyando la espalda en ella mientras soltaba un suspiro largo, arrastrado, como si intentara expulsar todo el estrés que se le había incrustado en los huesos desde que cruzó la entrada esa mañana.

Se acercó al lavabo y dejó el bolso sobre la encimera con un golpe seco. Se miró en el espejo: sus ojos marrones brillaban con una chispa burlona, sus labios curvados en una mueca de incredulidad.

—Vaya primer día, Maritza —murmuró, dejando escapar una risita que sonó como un pequeño estallido de ironía en medio de aquel templo del decoro.

Se mojó las manos y se salpicó ligeramente el rostro, como queriendo borrarse el cansancio y la absurda tensión que la rodeaba. Mientras secaba su rostro con una toalla de lino blanco, la puerta del baño se abrió y entró una mujer en traje de ejecutiva, moviéndose con esa mezcla de prisa y arrogancia que parecía ser el lenguaje oficial del edificio.

—¿Tú eres la nueva asistente del señor Cisneros, verdad? —preguntó la mujer sin rodeos, examinándola de pies a cabeza como si fuera un bicho raro expuesto en vitrina.

Maritza ladeó la cabeza, una sonrisa felina curvando sus labios.

—Depende de para qué me necesites —respondió con desenfado.

La mujer soltó una risa seca, casi incrédula, y negó con la cabeza.

—Ya corrieron a tres antes que tú. O se rendían o terminaban llorando en este mismo baño. —Le lanzó una mirada significativa—. Si necesitas desahogarte, aquí tienes el lugar.

Maritza soltó una carcajada genuina esta vez, baja, grave, que reverberó entre las paredes revestidas de mármol.

—¿Desahogarme? —repitió, arqueando una ceja—. Querida, yo soy la tormenta.

La ejecutiva la miró como si no supiera si aplaudirle o salir corriendo, y terminó saliendo del baño apresurada, dejando a Maritza sola nuevamente.

Maritza se apoyó en el borde del lavabo, sonriendo ante su reflejo. No estaba en una clínica, no tenía batas blancas ni camillas alrededor. Estaba en medio del coliseo corporativo, y aun así, los "pacientes" parecían encontrarla. La misma dinámica, diferente escenario.

Sacudió la cabeza lentamente, divertida.

—Definitivamente, soy muy buena en lo que hago —susurró, sonriendo de lado.

Guardó su pañuelo de mano, se enderezó, ajustó la coleta alta que mantenía sus rizos bajo control y, como quien se pone una armadura invisible, salió del baño con paso firme, lista para seguir conquistando o incendiando el edificio Cisneros.

Después de todo, si había algo que sabía hacer bien, era domar a los heridos… incluso si estos llevaban traje y corbata.

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