La luz del amanecer entraba tímidamente por las cortinas de lino blanco, proyectando líneas doradas sobre las sábanas revueltas. El aire de la mañana tenía ese aroma fresco a tierra mojada y flores abiertas, como si el día también quisiera renacer con ellos. La habitación olía a piel, a deseo, a sueños cumplidos. A vida.
Alan abrió los ojos lentamente, su respiración tranquila, su pecho desnudo subiendo y bajando bajo la sábana. Maritza dormía con el cabello revuelto, una pierna por encima de la suya, su espalda desnuda al descubierto, apenas cubierta por el borde de la sábana. La luz acariciaba su piel tostada, dibujando sombras suaves en la curva de su cintura.
Él sonrió.
La observó en silencio durante varios minutos, como si necesitara confirmar que aquello era real. La noche anterior aún palpitaba en su cuerpo, como un eco sagrado bajo la piel. Maritza se removió levemente, frunciendo el ceño y hundiendo el rostro en su pecho.
—Buenos días, dormilona —susurró Alan, besándole el ca