— El espejismo del perdón
Cristina caminaba sin rumbo fijo, con la lluvia empapándola por completo. Sus pasos resonaban en el pavimento mojado, perdidos en el estruendo de los truenos. El cielo oscuro parecía reflejar su alma: turbulento, desgarrado, sin un rayo de luz.
—Todo terminó… —murmuró, apretando los dientes mientras sus lágrimas se confundían con las gotas de lluvia—. Mi vida entera… se acabó.
El viento soplaba con fuerza, enredando sus cabellos y obligándola a abrazarse a sí misma. Sentía frío, pero el verdadero hielo estaba en su corazón. Avanzó hasta llegar a la estación de tren, un lugar donde las personas iban y venían apresuradas, buscando refugio de la tormenta. Ella, en cambio, se quedó quieta, como un alma extraviada entre la multitud.
De pronto, la desesperación la venció.
—¡Eres una tonta, Cristina! ¡Una tonta! —gritó con todas sus fuerzas, sin importar las miradas extrañadas de quienes la rodeaban.
Cubrió su rostro con ambas manos, sollozando. Y fue entonces cuando escuchó el sonido inconfundible de un motor. Un coche negro se detuvo frente a la estación, y su corazón dio un vuelco.
Allí, bajando del vehículo con el rostro desencajado por la urgencia, estaba Elio Caruso.
Cristina parpadeó varias veces, incrédula.
—¿E-Elio? —susurró.
Él corrió hacia ella, sin importarle la lluvia ni los curiosos que observaban la escena. Su traje estaba empapado en segundos, pero no parecía notarlo.
—¡Cristina! —gritó, tomándola por los brazos con firmeza—. Perdóname.
Sus ojos oscuros estaban llenos de una emoción que ella nunca había visto antes: desesperación.
—¿Perdonarte? —balbuceó ella, aún temblando—. ¿Qué estás diciendo?
Elio la miró directo a los ojos, y por primera vez en dos años, sus palabras no fueron frías ni calculadas.
—No quiero divorciarme. No puedo dejarte. ¡No quiero perderte! —su voz se quebró, y Cristina apenas podía creer lo que escuchaba.
—¿Q-qué…?
—Todo esto es una farsa, un error… —continuó él, con la voz cargada de urgencia—. Mi familia me presiona, me exige herederos, me amenaza con destruirnos si no cumplo con su voluntad… Pero yo no puedo… no quiero vivir sin ti. ¡Cristina, te amo!
El corazón de ella latía desbocado. Elio Caruso, el hombre que siempre había sido un muro de hielo, le decía lo que tanto había esperado escuchar.
Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero esta vez eran de felicidad.
—Elio… —susurró, con la voz quebrada.
Él la atrajo contra su pecho con fuerza, rodeándola con sus brazos. La lluvia caía sobre ambos, pero en ese instante no existía nada más en el mundo. Se abrazaron con desesperación, como dos almas que finalmente se encontraban.
—Perdóname, Cristina —repitió él, apretando su rostro contra el de ella—. Juro que lo arreglaré. Juro que lucharé contra todos si es necesario. Pero no me dejes… por favor, no me dejes.
Cristina cerró los ojos, aferrándose a él. Por primera vez en mucho tiempo, sintió paz.
—Yo tampoco quiero perderte… —susurró con un hilo de voz.
Pero justo en ese instante, un mareo repentino la golpeó como una ola. Todo comenzó a dar vueltas.
—¿C-Cristina? —preguntó Elio, alarmado al notar cómo el cuerpo de ella se debilitaba en sus brazos.
Ella intentó hablar, pero apenas pudo pronunciar su nombre.
—E… Elio…
Sus párpados pesaron como plomo, y lo último que sintió fue el calor de aquel abrazo antes de que la oscuridad la envolviera por completo.
Elio gritó su nombre una vez más, pero Cristina ya no pudo escucharlo.
Un pitido constante la fue trayendo de regreso. Cristina abrió los ojos con esfuerzo: un techo blanco, demasiado limpio, demasiado ajeno. El olor a desinfectante le raspó la garganta. Notó el pinchazo del suero en el antebrazo y el peso tibio de una manta sobre sus piernas. Intentó incorporarse; el cuerpo le respondió con un mareo suave.
—¿Dónde… dónde está mi esposo? —alcanzó a decir, la voz apenas un hilo—. ¿Elio?
La puerta se abrió con un clic. Entró un médico de bata blanca con una carpeta en la mano y una calma entrenada en el gesto.
—Veo que ya despertó, señora Bianchi —dijo con amabilidad.
El apellido la sacudió. Bianchi. No, Caruso. Tragó saliva.
—Doctor… —Se aferró a la baranda de la camilla—. ¿Quién me trajo aquí? Yo… recuerdo lluvia… la estación… y luego… —buscó en la memoria y se le nublaron los ojos—. ¿Fue mi esposo?
El médico la observó un momento, eligiendo las palabras.
—La trajo un hombre en coche —respondió, profesional, sin adornos—. No se identificó ni explicó nada. Solo nos dio su nombre completo para el ingreso y se fue. Por eso sabía cómo dirigirme a usted, señora Bianchi.
Cristina se quedó mirando un punto fijo en el aire. Un latido, otro. El eco de la estación, el coche negro, el abrazo, la súplica… Entonces fue un sueño, pensó. Un espejismo nacido del golpe, del miedo, del deseo.
—Entonces… —susurró, y una sonrisa triste se le quebró en la comisura—. Todo fue un sueño.
El médico ladeó la cabeza, intrigado por la frase, pero no indagó. Abrió la carpeta.
—Aun así, hay algo importante que debe saber. Hicimos varios exámenes de rutina al ingresarla. —Le tendió unas hojas—. Felicidades, señora.
Cristina parpadeó, sin comprender.
—¿Felicitaciones? ¿Por qué…?
El médico acercó los resultados, señalando el renglón que importaba.
—Porque está embarazada, señora Bianchi.
La palabra cayó como un trueno dentro de su pecho. Embarazada. El cuarto pareció ensancharse y encogerse a la vez. Abrió la boca, pero el aire tardó en llegar.
—¿Embarazada…? —logró articular—. ¿Está seguro? Esto… tiene que ser una broma.
—No es ninguna broma —replicó con una sonrisa serena—. Está en las primeras semanas, pero los valores son concluyentes. Va a ser madre.
Las manos de Cristina temblaron cuando tomó los papeles. Siguió la línea donde decía resultado: positivo; las letras parecían brillar. El mundo, que hacía horas se le había venido abajo, dejaba pasar ahora una rendija de luz. Sintió un nudo subir desde el estómago hasta la garganta y, con él, un llanto nuevo, distinto.
—Gracias, doctor… —susurró sin despegar la vista del informe.
—Le dejaré recomendaciones y la pasará a ver la enfermera —dijo él, amable—. Descanse. Va a necesitar fuerzas.
Cuando la puerta se cerró, el silencio volvió con el pitido acompasado del monitor. Afuera, la lluvia golpeaba el cristal como si quisiera entrar. Cristina apoyó los exámenes sobre el pecho y cerró los ojos. Un latido. Dos. Tres. Imaginó el más pequeño de todos, el que ella aún no podía sentir.
¿Fue Elio? ¿Fue otro? ¿Importaba? Abrió los ojos y los llevó a sus manos, a ese papel que lo cambiaba todo.
—Estoy embarazada… —dijo, y la frase le calentó la sangre—. Voy a ser madre.
El recuerdo del “lo siento” frío en la oficina, el anillo rodando en el mármol, la estación, el coche y el abrazo que no existió, cruzaron como sombras. La pregunta le rozó la boca: ¿Y si lo llamo? Se quedó suspendida, apenas un segundo. Luego negó, lenta, convencida.
—No —murmuró, firme, con la voz que no usó en dos años—. Este bebé será mío. Solo mío.
Apretó los resultados contra el corazón, y por primera vez desde el portazo, sintió que algo —por pequeño que fuera— volvía a empezar.
—Estoy embarazada… —murmuró—. ¡Voy a ser madre!
—Si le digo que estoy embarazada… tal vez no me deje… tal vez quiera luchar conmigo… —se dijo, tratando de convencerse.
Pero su sonrisa se desvaneció al recordar la frialdad de su esposo, sus palabras cargadas de desprecio, la sentencia que había marcado con claridad: “Nunca te amé, Cristina. Y nunca lo haré.”
—¿Para qué? —dijo en voz baja, negando con la cabeza—. Me rechazó, me humilló, me echó en cara lo que no podía darle. No… este bebé será mío. Solamente mío.
Guardó el resultado en su bolso como si fuera un tesoro y respiró profundo. Entonces sacó su teléfono. Había una persona a quien podía llamar, alguien que jamás la había dejado sola.
Marcó el número y esperó con ansias la respuesta.
—¿Aló? —se escuchó una voz femenina al otro lado.
—Jessica… —dijo Cristina con voz temblorosa.
—¡Cristina! Amiga, ¿eres tú por fin? Me tenías tan preocupada, ¡no sabes cuánto! —exclamó su amiga, llena de alivio.
—Lo sé, lo sé, y lo siento… pero necesito tu ayuda. —Cristina tragó saliva—. ¿Puedes venir al hospital?
—¿Estás en el hospital? ¿Qué pasó? ¿Qué tienes?
—Aquí te lo explico… solo ven, por favor.
—Voy de inmediato, no te muevas —respondió Jessica con urgencia, antes de cortar.
Cristina suspiró, dejando el móvil sobre la mesita. Por primera vez en horas sintió un poco de calma. Jessica siempre había sido su refugio, la amiga que conocía su verdadero corazón, la única que le recordaba quién era antes de ser “la señora Caruso”.
Mientras tanto, en la empresa Corporación Caruso, Elio permanecía en su oficina con el abogado, revisando los papeles de divorcio que ya llevaban la firma de Cristina. Su mirada era fría, concentrada, como si todo aquello fuera un simple trámite.
Su teléfono sonó. Al ver el nombre en la pantalla, contestó.
—Aló.
—Hijo, ¿cómo te fue? —era la voz de su madre, con tono ansioso—. ¿Lograste que Cristina firmara?
Elio suspiró, recostándose en la silla.
—Sí, madre. Ya todo está hecho.
Del otro lado, se escuchó un suspiro de satisfacción.
—Perfecto. Alexia se pondrá muy feliz al saber la noticia.
Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en el rostro de Elio, fría, calculada. No imaginaba, ni por un segundo, que en ese mismo momento, mientras él hablaba de futuros planes con otra mujer, la vida había decidido atarlo para siempre a Cristina con un vínculo imposible de romper: un hijo.
Cristina se levantó con lentitud de la cama y caminó hacia la ventana. La lluvia golpeaba el cristal como un murmullo interminable, llenando la habitación de un silencio extraño. Llevó la mano a su vientre, acariciándolo con ternura, y un escalofrío recorrió su piel.
—¿Quién será ese hombre…? —susurró para sí misma—. Ese desconocido que me recogió en su coche y me dejó aquí, sin dejar una nota, sin decir una palabra.
El misterio la envolvía, tan denso como la tormenta afuera. Un completo extraño había cuidado de ella. ¿Por qué? ¿Y quién sería realmente?